René Gómez Manzano. CUBANET
Puesto a escoger entre los
fundamentalistas que dan una interpretación literal a la Biblia — de una parte —
y los teólogos — entre ellos los católicos— que reconocen que los autores de
sus diferentes libros, aun inspirados por Dios, incorporaron a sus textos
símbolos, imágenes poéticas y mensajes numerológicos que no corresponde tomar
al pie de la letra — de la otra —, opto por la segunda variante.
En ese contexto, el relato sacro sobre
el llamado “diluvio universal” y “el arca de Noé”, por ejemplo, constituye tan
sólo una imaginativa alegoría para expresar que el amor que Dios siente por el
hombre, pese a las infidelidades y traiciones de éste, es tan grande, que
siempre está dispuesto a perdonarlo y comenzar todo de nuevo, incluso empleando
formas que resultan sorprendentes para el ser humano común.
Estas breves consideraciones
esotéricas están motivadas por la noticia, que publicó el Granma del pasado
sábado con la firma de mi colega y tocayo René Castaño, sobre el arribo a Cuba
de la primera parte de un donativo hecho por la República de Namibia, el cual
consiste en 131 animales silvestres pertenecientes a 20 especies diferentes.
Es el caso que la “operación” ha sido
bautizada como “Arca de Noé II”. Es de presumir que esa denominación haya sido
impuesta por los africanos: Los nombres de origen religioso como ése no son los
predilectos de los “ateístas científicos” del marxismo-leninismo criollo.
Castro y sus seguidores suelen preferir términos más pedestres, como “Bastión”
o “Pitirre en el alambre”.
No pongo en duda las buenas
intenciones de los namibios, pero su generoso regalo — valorado en más de 17
millones de dólares — coloca a las autoridades cubanas en el difícil trance de
subvenir a las necesidades nutricionales de hienas, chacales, guepardos, zorros
y leones, animales que poseen hábitos alimentarios ofensivos para los
castristas, ya que, como todo el mundo sabe, tienen la fea costumbre de comer
carne.
En ese sentido, pese a los nobles
propósitos que podemos atribuirles a los amigos africanos, su donativo recuerda
a los elefantes blancos que los reyes de Siam obsequiaban en ocasiones a
determinados súbditos. Se dice que ese don tiene una connotación peyorativa
porque el agraciado no podía deshacerse del regalo regio, pero el sostenimiento
del voraz paquidermo podía llevarlo a la ruina.
Siento piedad por los animales
enviados a Cuba. En vez de sitios más acogedores como pudieran serlo Nueva
York, Montevideo o Dakar, les tocó en suerte venir a terminar sus días en la
hambreada Habana, donde el papel que les corresponderá desempeñar en la cadena
alimentaria se hace más que incierto. Sólo Dios sabe qué clase de alimañas, piltrafas
o pellejos tendrán que deglutir para no perecer de inanición.
Sus guardianes, cuyas familias ven muy
poca carne (si es que alguna), se sentirán tentados de disputarles el alimento.
Tal vez esos custodios imiten a sus compatriotas de aquel zoológico oriental
que, armados con tubos y garfios, y demostrando el valor a toda prueba que
tiene un cubano motivado, se dedicaban a despojar a los leones de los cuartos
de rumiantes que eventualmente les suministraban, sacándoselos de entre garras
y fauces a tubazo limpio.
No obstante, barrunto que los mayores
problemas estarán vinculados no al papel de los animales como sujetos activos
del proceso de alimentación, sino como posibles objetos de éste. Entre las
bestias obsequiadas — según el gacetillero oficialista — los namibios émulos
del monarca tailandés tuvieron la idea poco feliz de incluir búfalos, impalas y
antílopes.
¡Sabrá Dios cuántos cubanos
desesperados estén dispuestos a atentar contra la superación cultural de las
nuevas generaciones, con tal de que ellos y sus seres queridos puedan sentir
entre sus dientes las dañinas fibras rojas; aunque se trate de una especie
exótica, y no de las reses que estábamos enviciados en consumir antes de que
llegara el Comandante y mandase a parar!
Es cierto que los animales están
destinados al Zoológico Nacional, donde permanecen en grandes espacios, pero yo
no me atrevería a asegurar que no aparecerá ningún compatriota enloquecido que
esté dispuesto a organizar un safari urbano nocturno y arrostrar la ferocidad
de guepardos y hienas, y de las mismas presas, con tal de hacerse con unos
buenos perniles de búfalo. Ya se sabe que, como reza el refrán, el hambre es
fea y tiene cara de perro.
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