Mario J. Viera
Capitulo 12…
La Historia no es el demiurgo que fatalmente determina los hechos de la vida. La Historia no decide. Es tan solo un fetiche al que se le atribuye el destino que los actos propios de los hombres van forjando. Son los intereses humanos, sus ambiciones, sus yerros y sus intrigas, junto al azar, esa fortuita combinación de causales, los que decretan el curso de la Historia; los momentos neurálgicos que necesariamente predeterminan el curso de la historia y su clímax. Todo estaba listo, el drama de la historia se estaba escribiendo. El hado es caprichoso. Cual veleta se mueve en direcciones increíbles decidiendo el futuro; ahora había marcado el inexorable curso de los acontecimientos en los que quedarían atrapados todos los personajes de este relato.
Extremando precauciones, Medinita, el instructor de tiro de la Quinta de los Molinos, había viajado a Pinar del Río. Por allá, por donde está enclavada La Conchita, ha hecho contacto con un hombre llamado Berto. Afectuoso estrechón de manos. Salen a dar un breve paseo. La sombra de la noche ayuda al anonimato de sus personas. Son dos figuras cualesquiera caminando tranquilamente por la acera bordeada de frondosos álamos.
-Mañana tienes que tener listos a nuestros hombres… ─ Musitó Medina ─ Ya todo está listo. De más está decirte que la misión que tenemos es bien peligrosa…
Sonríe Berto.
-No tienes que decirlo, Gerardo. Sabemos muy bien a lo que nos exponemos. Si tenemos que morir lo haremos con gusto por la revolución.
Había una entonación casi mística en su voz al pronunciar la palabra revolución. Berto observó el rostro de Medinita. Se le veía como distante, como si estuviera ensimismado en sus pensamientos. Entonces dijo como en susurro:
-“Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno…”
-¿Cómo? ─ preguntó Berto sorprendido por las palabras de Medinita ─ ¿Qué dijiste, Gerardo?
Medinita sonrió afablemente.
-Nada, recordaba una frase de José Martí en el Manifiesto de Montecristi…
Al otro extremo del país, Margarita se había levantado temprano. Desayunó de prisa y pese a las protestas de su madre salió apurada.
-Tengo que visitar a una amiga… ─ Dijo apresuradamente.
Se dirigió a la calle San Félix. Frente a la casa de aspecto colonial se detuvo. El rostro de la anciana que se asomó a la puerta mostró una alegre sorpresa.
-Adelante, niña, entra…
La mujer le acompañó hasta un saloncito. Le invitó a sentarse en un sillón de mimbre.
-No te había vuelto a ver ─ dijo la anciana ─ desde tu encuentro con Frank, aquí en mi casa humilde… ¿Cómo estás? Pero te noto como agitada…
-Sí, Rogelita ─ contestó Margarita ─. Tengo prisa en localizar a Frank. Traigo un encargo importante para él… Quizá Usted…
Rogelita hizo un gesto de contrariedad.
-Hay días ya, que no sabemos de Frank… El está muy perseguido… Ni siquiera hemos tenido noticias de Duque…
Rogelita captó la sombra de preocupación que cubría el rostro de Margarita.
-Por favor, Rogelita ─ exclamó Margarita ─. Tal vez haya alguien con quien pueda hacer contacto con Frank… Le traigo un mensaje del Directorio Revolucionario; debo entregárselo a más tardar el miércoles que viene…
-No sé… ─ había un tono dubitativo en la voz de Rogelita ─ Ayer, en la tarde estuvo por aquí Déborah…, esa muchacha que fue novia de Frank, me preguntó si yo sabía algo de Frank. Le dije que no lo había visto en varios días. Se molestó mucho. Me dijo que ella tenía un cargo importante en el Movimiento… Bueno, y eso a mí ¿qué? Realmente no he sabido nada de Frank; pero si lo hubiera sabido, tampoco se lo diría a ella… No me cae nada bien y Frank no quiere saber nada de ella…
Observó el rostro de Margarita. Sonrió.
-No, muchacha. Tú eres diferente; te lo digo yo que tengo buena vista para ver quien es limpio… En verdad, no sé nada de Frank, pero… ─ hizo una pausa ─ Quizá pueda ponerte en contacto con un buen amigo de Frank… Con Raúl. Sí, si hay alguien que pueda saber dónde localizar a Frank es él, Raúl.
Sonrió amablemente.
-Si te esperas un poco… te preparo un traguito de café y luego… es posible que puedas ver a Raúl… Seguro que sí; como que le estoy esperando que venga por aquí de un momento a otro….
No tuvo que esperar mucho tiempo. Raúl saludó a Margarita. Le aseguró que le prepararía un encuentro con Frank. Ella debía volver al día siguiente. Temprano. Ya tendría noticias.
Sobre las nueve de la mañana del siguiente día, Margarita llegó a la puerta de la señora Rogelita. Sí. El lunes se vería con Frank en la Plaza Dolores. La hora: dos de la tarde. El lugar le pareció bien a Margarita. No quedaba distante de donde ella vivía. Unas poco cuadras. Tomaría por la calle Aguilera en dirección Este. Se sentía satisfecha. El lunes era 11 de marzo; es decir podría entregarle a Frank la carta que le encomendó José Antonio, dos días antes de la fecha tope que este le había dado.
El hado izo una mueca de burla.
A la una de la tarde del lunes, Margarita no podía controlar su impaciencia. Había guardado la carta de José Antonio en un bolso de lona. Consultó varias veces el reloj que reposaba sobre un pequeño armario de la sala. Una y cuarto. No aguantó más. Se echó sobre su hombro las agarraderas del bolso. Su madre trajinaba en la cocina.
-Mamá ─ llamó ─. Tengo que salir…
-¿Salir? ¿A dónde?
-No me demoro mucho, mamá…
-Pero… ¿Dónde vas, así tan de prisa…? ¡Y con ese sol tan fuerte que hay ahora!
-Necesito tomar unas notas en la Biblioteca del Instituto…
No esperó la replica de la madre. Salió. El sol caía a plomo sobre la calle. Santiago siempre es caluroso. Pero ahí, en la calle Padre Pico donde estaba su casa era bastante fresco, quizá debido a la altura, quizá debido a la brisa que soplaba desde la cercana bahía. ¡Cuántas veces había Margarita bajado o ascendido los cincuenta y dos peldaños de aquella calle escalonada! Hoy le parecía interminable, tal era su impaciencia.
Había llegado al lugar de la cita 20 minutos antes. La rectangular y pequeña plazoleta de Dolores estaba muy concurrida a esa hora. Casi todos los bancos alineados a ambos lados de la jardinera central estaban ocupados por personas que conversaban animadamente o simplemente se tomaban un momento de ocio. Alguien rasgaba las cuerdas de una guitarra a la vez que canturreaba una canción con voz áspera. Margarita se encaminó hacia donde se levantaba el pedestal que, en el centro de la plaza, sostenía la estatua erguida de un patricio local. Miró en derredor. Entre el grupo de personas concurrentes no divisó la figura de Frank. Un banco vacío. Allí fue a sentarse Margarita, aguardando. Pasaban los minutos. Muy lentamente transcurrían los minutos según su parecer. Contempló distraída la vieja Iglesia de los Dolores que se levantaba de frente al parque. Continuó esperando. Intranquila miraba a un extremo y otro del parque. ¡Nada, Frank no aparecía!
El hado había ya pautado el tono de los acontecimientos.
Unos chiquillos pasaron corriendo y gritando frente a donde ella estaba sentada. Un pobre diablo imploraba una limosna con voz cansina. Por la aledaña calle Aguilera pasó un carro policiaco. Margarita vio el rostro de los policías; les vio cómo sus miradas recorrían por todos los que deambulaban por la acera. Se alejó el carro patrullero. Margarita consultó su relojito de pulsera: las dos y cuarto de la tarde. Comenzó a angustiarse. No sabía que hacer; no podía explicarse la impuntualidad del líder revolucionario.
Frustrada vio marcadas las tres de la tarde en su reloj. Aguardó unos minutos más. Finalmente, se alejó de la plaza en dirección a su casa.
-Mañana pasaré por casa de Rogelita ─ se dijo molesta ─. Tengo que saber por qué Frank me dejó esperando.
Lo que ella no podía saber era que ese preciso día, Frank había sido detenido por la policía.
Alberto había recibido la orden de presentarse, junto con los muchachos que habían participado con él en las prácticas de tiro, en una determinada dirección. Les acompañaron hasta el lugar los dos individuos que Carbó le había indicado serían sus contactos. Frente a Alberto se presentó un hombre de aspecto imponente. Aparentaba unos 40 años de edad y hablaba con un muy marcado acento castizo. Dijo llamarse Ignacio González y les invitó a entrar al interior del local, aparentemente un antiguo almacén ahora abandonado. Allí se encontraba un numeroso grupo de hombres que les saludaron con breves gestos de la mano o la cabeza.
Ignacio observó detenidamente a los cuatro jóvenes recién llegados. Aquella mirada se le antojó a Alberto como cargada de desprecio.
-¡Hm, muy jóvenes! ─ exclamó Ignacio casi a media voz.
Luego se encogió de hombros.
-Joe Westbrook me dijo que podíamos confiar plenamente en ti y que eres recomendado por Carbó ─ dijo dirigiéndose a Alberto ─; así que debo creer que tendrás suficientes agallas para lo que nos espera…
Alberto intentó replicar; pero Ignacio le cortó con un rápido gesto de su mano. Sonrió y se suavizó su rostro.
-Casi ninguno de los que tengo ahora bajo mi mando tiene experiencia de combate… ¡Va a ser difícil!; pero ¡en fin!, en España tuve que llevar al combate a soldados bisoños y tengo que confesar que no se portaron mal… Ahora se repite la historia.
De inmediato les impartió algunas instrucciones y les comunicó que se mantendrían en el lugar hasta que se presentara la que llamó “Hora Cero”: “El momento cuando hay que demostrar que no se tienen cojones de balde”. Sonrió con una expresión cansina. Luego de forma abrupta les espetó:
-¿Estáis dispuestos, en verdad, a jugaros el pellejo, a poner en peligro vuestras puercas vidas?
No les dio tiempo para una respuesta.
-Acomódense por ahí como puedan. Estoy esperando al Dr. Eufemio, cuando llegue, les explicaremos a todos cual es la misión que nos toca a nosotros.
No fue sino hasta el siguiente día, lunes, que el llamado Dr. Eufemio se apareció por el lugar. Mientras tanto Alberto y sus compañeros empezaron a hacer conocimiento con los hombres que allí se agrupaban, unos cincuenta aproximadamente. Todos se mostraban expectantes; pero se les veía decididos a enfrentar la suerte que el destino, Dios o la casualidad les tenían reservada. Todos, al igual que Alberto, tenían una muy vaga idea de la misión que tendrían que cumplir. Sabían que se trataba de algo peligroso y de que se verían envueltos en una pelea a tiros con la policía, pero nada más.
Alberto y sus tres compañeros fueron a ocupar unas colchonetas puestas sobre el piso. Se acostaron mientras conversaban a media voz. Los muchachos de los Maristas se sentían cohibidos en aquel ambiente nada habitual para ellos.
-¿Están “rajados”?
Les preguntó Alberto al ver el desconcierto que se reflejaba en el rostro de ellos. Los tres jóvenes negaron enfáticamente.
-Yo sigo p’alante ¡A lo que sea!
Uno de los tres jóvenes que acompañaban a Alberto había hecho la afirmación. Era alto, de faz sonrosada, cabellos rubios, ojos vivaces verdes. Alto y delgado. Su expresión era firme.
-Lo que ocurre ─ agregó ─ es que… este misterio… Estar aquí como en una ratonera; y ese hombre, Ignacio, que nos miró como si fuéramos poca cosa y no nos dice qué se espera de nosotros, me pone inquieto… Por lo demás… Ya te dije: ¡A lo que sea!
Sonrió Alberto.
-Sí, Gustavo ─ le dijo casi en susurros ─, te entiendo. A mí me ocurre lo mismo; pero cuando me decidí a meterme en esta bronca yo sabía que ciertas cosas deben manejarse con cuidado ─ rió ─, con “misterio”… ─ y continuó riendo por la entonación que le había dado a la última palabra.
-Yo opino igual ─ intervino otro de los tres ─. Lo que me preocupa es…
Se interrumpió con turbación. De los cuatro, este parecía ser el más joven. Peinaba su negro cabello al lado; finas cejas, labios algo gruesos; su piel era de color cobrizo; la hechura de su cuerpo era elegante como la de un gimnasta.
-¿Qué, Gitano, qué es lo que te preocupa? ─ Le preguntó Alberto.
El muchacho se mostraba indeciso; pensaba lo que tenía que decir… Finalmente:
-¡Coño, es que no sé si a la hora de la verdad se me encogen los huevos…!
Todos se echaron a reír.
-Eso siempre pasa, socio…
Quien había hablado era un joven delgado, alto, de piel negra que yacía sobre una de las colchonetas aledañas.
-Sí. Eso siempre pasa ─ agregó ─. Cuando uno se enfrenta al peligro, cuando ves de cerca la muerte… ¡Seguro que sí! Se te encogen los cojones.
Su rostro era sonriente; se le notaba despreocupado. Aparentaba unos veinte años de edad. Dijo llamarse Gilberto y que trabajaba de mensajero en una farmacia del barrio del Cerro. Estrechó su mano con las de los cuatro amigos en señal de conocimiento. Relató que había cumplido algunas misiones para el Directorio Revolucionario: “…aunque no soy estudiante”, había aclarado, algunas de aquellas misiones, bastante peligrosas, por cierto; como la vez en que participó en un atentado a un oficial de la policía, “bien hijo de puta, por cierto”, calificó, que se salvó de milagro y porque, realmente el tipo los tenía bien puestos y se defendió a tiros como un endemoniado.
Sí, él conocía al tal Dr. Eufemio. Ese era un hombre “duro”, fue la palabra con que creyó personificar el carácter del sujeto, uno que tenía un largo historial de violencia revolucionaria. El padre de Gilberto, dijo, había formado parte de un grupo de acción del Dr. Eufemio; por allá, cuando el primer gobierno de Batista y el gobierno de Grau y se había codeado con el Dr. Eufemio en la organización llamada Acción Revolucionaria Guiteras. Junto a él había participado en la expedición de Cayo Confites…
-¿Cayo Confites? ─ Preguntó Alberto.
-¡Ah, sí! ─ continuó Gilberto ─ Eso fue, me contaba mi padre, durante el gobierno de Grau. Cayo Confites está en Oriente. Un cayo situado en la Bahía de Nipe. Era una bronca para ir a tumbar a Trujillo; pero que luego se jodió por pendejadas de los americanos y de Grau. Creo que en ese lío estaba también Ignacio. Había gente dura de verdad metida en Confites. Fíjense que allí estaba Masferrer antes de ser batistiano y también Fidel Castro… ese si no es tan duro…
-¿Cómo no va a ser un tipo duro Fidel Castro…? ─ saltó el que Alberto había llamado Gitano ─ El atacó a un cuartel y ahora está peleando en Oriente…
-Es verdad eso… pero, ¡Valla! El Dr. Eufemio le rempujó un gaznatón delante de la gente, allí, en Cayo Confites, y él se quedó tranquilito; ni chistó… El gallego ese, Ignacio, creo que peleó en la Guerra Civil Española y se dice que llegó a capitán…
Cuando apareció el Dr. Eufemio, Alberto le observó detenidamente. Facciones firmes, enérgicas; mirada acerada. Aparentaba unos cuarenta años de edad pero se movía con la energía de un hombre mucho más joven. Sus labios se contraían en gesto severo, aparentemente despectivo. Sí, aquel hombre era la imagen que Alberto concebía del hombre fuerte, del hombre de acción. Pidió a todos que se agruparan frente a él. Observó fríamente al grupo. Su mirada recorrió cada rostro, como si los examinara; como tratando de penetrar los pensamiento de cada uno de ellos. Entonces comenzó a hablar.
-¡Atiendan todos!... Hasta ahora, la lucha contra la dictadura ha sido desfilando desde la Universidad para enfrentarse a la policía… Se han hecho algunos atentados; se han ajusticiado a personeros del régimen. Todo ha sido despliegue de valentía, es cierto; pero ahora se trata de una acción de mayor envergadura; una acción en la que, tal vez algunos de nosotros perdamos la vida…
Hizo una pausa profunda para observar la impresión que causaba sus palabras en todos aquellos hombres. Todos mostraban una actitud expectante.
-Tal vez mañana, tal vez pasado mañana estaremos en combate… Sí, en combate, como se hizo en Santiago de Cuba el 30 de noviembre del año pasado ─ hizo un silencio grave ─. Queremos saber quienes están dispuestos a continuar con nuestra misión… Los que no quieran ir a jugarse la vida están en libertad para negarse… La única condición que se les impondrá es la de mantenerse aquí hasta que iniciemos las acciones… ─ Una pausa ─ ¿Alguno…?
Otra pausa. Su dura mirada recorrió a los presentes. Silencio.
-Bien ─ continuó el Dr. Eufemio ─. Nadie se va a echar para atrás…
A continuación expuso brevemente la parte de la operación que al grupo le correspondería cumplir. Señaló que el jefe de la acción era Ignacio.
-Cuando recibamos la orden de entrar en acción, saldremos en pequeños grupos… Nos desplegaremos por el Paseo del Prado próximos a la calle Virtudes… Allí habrá un camión aguardando con las armas que emplearemos… Ocuparemos la azotea del Hotel Sevilla, el Palacio de Bellas Artes y la fábrica de tabacos…
Al Vedado han llegado los hombres que Medinita había convocado en Pinar del Rio. En el apartamento que Alberto y Margarita habían conseguido están Menelao y Carlos; ellos les dan la bienvenida a los pinareños. Valls y Tirso han llegado al apartamento donde debían acuartelarse en compañía de un grupo de estudiantes que formaban parte de un grupo de apoyo.
En un sótano de un edificio de la calle 19 ya se encuentra José Antonio; el asma le aqueja; la humedad del lugar se siente, fría, penetrante. La noche se alarga por la espera. No pueden conciliar el sueño. En el sótano hay una cama que a veces ocupara José Antonio. Ahora se la ofrece a su ayudante: “Has tenido un día muy ajetreado, Moro ─ le dice ─. Descansa en la cama”; rechazo del compañero de aceptar el ofrecimiento. Los dos se acuestan sobre el piso. Todo está listo; la espera del momento de entrar en combate es anhelante. Faure sale a unirse a Carlos y Menelao.
Es ya martes. Seis de la tarde. Se produce una alerta. Una llamada de Armando: “El ratón está en la ratonera”. No es la hora precisa para iniciar la acción. Hay que esperar al día siguiente como ya de antes se tenía pensado. Una pequeña discusión se produce entre dos de los hombres que se agrupan en el segundo apartamento. Fructuoso indaga la razón de la discusión. Uno de ellos pretendía salir del apartamento. Quería buscar cigarrillos.
Fructuoso le increpa molesto a lo que el hombre le riposta mal humorado, levanta la voz. Tirso de inmediato se coloca en medio de Fructuoso y el hombre.
-¡Guevara, compadre, cálmate! ─ le habló en tono apaciguador ─ Date cuenta, hermano que es peligroso que cualquiera de nosotros salga, sino es por una razón más que justificada…
Ya estaba calmando el hombre cuando Fructuoso, todavía molesto le espetó a Tirso y a su compañero: “¡Carajo, aquí la autoridad soy yo y todos deben aceptar nuestra disciplina!”
-¡Tampoco así, Fructuoso! ─ saltó Tirso ─ Nosotros, Valls y yo no estamos bajo tu autoridad… Estamos bajo un acuerdo de cooperación; pero no bajo tus órdenes.
El intenso, agobiante, tiempo de preparación de la acción a punto de ejecutarse había alterado el temperamento de Fructuoso. Ahora se descargaba en una discusión que no tenía sentido y motivada por una baladí situación. Faure había entrado en el apartamento. Pidió que le explicaran lo que estaba ocurriendo y propuso debatir las discrepancias en la habitación, que en el apartamento debía corresponder al dormitorio. Valls había presenciado la discusión pero prefirió mantenerse al margen de la misma. No quería ahondar las divergencias que ya antes se habían producido entre él y Fructuoso.
Transcurrieron pocos minutos; al cabo, Tirso salió de la habitación. Se le veía colérico.
-Esto es lo último que me faltaba por ver… ─ expresó airado.
No dio más explicaciones.
-Mira, Valls ─ agregó ─ Nosotros no tenemos que abandonar la operación que está al producirse; pero creo que es mejor irnos para la nave de Xifré. Habla con Faure.
Cuando salió Faure, Valls se dirigió a él. Fructuoso más calmado salió también diciendo que tenía que irse para encontrarse con José Antonio. Valls supo utilizar las frases más cuidadosas para explicarle a Fructuoso que era conveniente que él y sus hombres no se quedaran en el apartamento, no tenía sentido ─ le dijo ─ permanecer en un lugar donde estaban a disgusto; ellos esperarían las instrucciones en un abandonado almacén que poseían en la calle Xifré.
-No te preocupes, Valls ─ le dijo Faure ─. A veces Fructuoso no puede dominarse; tiene un carácter muy explosivo… Te entiendo. Ve sin cuidado. Allá, a Xifré, te mandaré aviso…
Llegó la noche. Los hombres dormían. Carlos, tendido sobre una colchoneta tenía su mirada fija en el techo. Le costaba trabajo conciliar el sueño. Su pensamiento se agitaba en un torbellino. Mañana, pensaba, sería un día terrible. Repasó mentalmente todos los detalles de la planeada operación. Nada se había dejado al azar; todo tendría que salir bien. Se sintió satisfecho. Poco a poco sus párpados se fueron cerrando y el sueño se apoderó de él. Quedó profundamente dormido.
La voz de alguien que le llamaba por su nombre le hizo despertar. Abrió los ojos y vio en un rincón de la estancia la figura de un hombre envuelta en la penumbra. Le pareció que el hombre le miraba en silencio mientras se envolvía en un capote de aspecto militar.
-¿Quién eres? ─ le preguntó incorporándose a medias.
-Soy amigo tuyo, Carlos ─ escuchó la voz semiapagada del extraño personaje ─ Mañana estaremos juntos…
-¿Quién eres? ─ insistió Carlos.
-¿No me reconoces, hermano? ─ le interrogó la lejana voz del hombre.
La frente de Carlos se cubrió de gotitas de sudor. Sintió un frío estremecimiento que le recorrió toda su espina dorsal. No podía ser. Creyó reconocer en la oscura figura el semblante de su antiguo compañero de armas…
-¿Daniel…? ¿Daniel Martín…? ─ titubeó Carlos ─ No, no puede ser… Estoy soñando… una pesadilla… Martín Labrandero murió en el intento de fuga del castillo del Príncipe…
-Soy yo, Carlos… Mañana volveremos a estar juntos…
Carlos respiraba fatigosamente. No, no estaba dormido; tenía conciencia de sí mismo, sabía muy bien donde estaba, quiénes le acompañaban… ¿Aquella visión se trataba de un sueño despierto? ¿Un delirio de su imaginación? No encontró respuesta. Ya no pudo conciliar de nuevo el sueño.
Capitulo 13…
Diez de la mañana del miércoles. José Antonio decide abandonar brevemente el escondite de la calle 19. En auto se dirigió a la iglesia de San Francisco, en La Habana Vieja. Siente la necesidad de acercarse a Dios. Un amargo presentimiento le embarga. Muchas veces había visitado la iglesia; muchas veces se había confesado, por hábito, por cumplir con sus doctrinas; pero ahora le urgía el deseo de ponerse en paz con su conciencia; necesitaba confesarse quizá impulsado por una premonición fatal de su destino. Tal vez, pensaba, para él no habría otro día, no habría otro amanecer. El sacerdote, uno al que él conocía de siempre, le saludó afectuosamente pero sin poder ocultar su asombro. Hacía tiempo que no le veía. Bien enterado estaba de los peligros que acechaban a aquel hombre joven y el verlo ese día, un día entre semana y a aquella hora le llamó la atención.
-Padre Serafín ─ le dijo José Antonio tras un breve saludo ─. Deseo me escuche en confesión.
Nadie sabrá nunca qué le confesara José Antonio al sacerdote.
El padre Serafín le concedió la absolución. Antes de que José Antonio se retirara, el sacerdote le regaló una medalla de San Francisco y una estampa de la Caridad del Cobre.
-Que la Santa Madre de Dios te proteja, muchacho…
No pronuncia ni una palabra en su viaje de regreso al escondite de la calle 19. Sus acompañantes le observan en silencio. Ninguno le pregunta en qué está pensando. Ya en el sótano toma una hoja de papel y comienza a escribir.
“… a las tres y veinte minutos de la tarde ─ escribe ─ participaré en una acción en la que el Directorio Revolucionario ha empeñado todo su esfuerzo…” Hace una pausa, pensativo. Luego continúa escribiendo bajo la atenta mirada del Moro y de Fructuoso.
“… Esta acción ─ escribe en otro párrafo que ha pensado cuidadosamente ─ envuelve grandes riesgos para todos nosotros y lo sabemos ─ Su mente se agita. No puede escabullirse de la premonición que le asalta y que nunca antes había experimentado ─. No desconozco el peligro ─ piensa cada palabra que va escribiendo. Acaso estuviera redactando su testamento. Vuelve a escribir ─. No lo busco. Pero tampoco lo rehuyo. Trato sencillamente de cumplir con mi deber…”
La muerte se le presenta como una realidad inevitable; pero está decidido a cumplir con lo que considera su más sagrado deber sin que el temor a la muerte se lo impida. Confía en Dios. Si, Dios pudiera serle favorable o en últimas sabrá perdonarle. “…Confiamos en que la pureza de nuestras intenciones nos atraiga el favor de Dios…”
Está convencido de que escribe para la historia: “Si caemos, que nuestra sangre señale el camino de la libertad… es preciso mantener viva la fe en la lucha revolucionaria, aunque perezcamos todos sus líderes, ya que nunca faltarán hombres decididos y capaces que ocupen nuestros puestos…”
Finalmente concluyó la carta. Dobló cuidadosamente la hoja que había escrito y la guardó bajo la almohada. Fue entonces que se sintió aliviado de la angustia que le había estado atenazando durante toda la mañana.
A esa misma hora alguien llega a la calle Xifré número 8. Allí un pequeño grupo de hombres aguardan. Valls y Tirso han recibido al recién llegado que dijo ser portador de un mensaje de Faure.
-Solo puedo decirles que se mantengan listos para nueva orden ─ le dijo el hombre a Jorge Valls ─; pero deben saber que la acción puede demorarse por algunos días más…
-No entiendo… ─ se queja Tirso ─, todo parecía dispuesto para actuar de inmediato… ¿por qué la demora?, ¿cuál es la razón?
El hombre se encogió de hombros.
-No tengo idea ─ dijo ─. Lo único que sé es lo que me encargó Faure que les comunicara.
Agregó además que alguien tendría que ir a una dirección en el barrio de El Cerro para buscar un arma, posiblemente una sub ametralladora Thompson.
Joe se despide de una amiga, que le había permitido ocultarse en su casa por unos días. Ahora él se iba a unir a José Antonio.
-Gracias, Blanca ─ le dice ante la puerta ─. Hoy nuestro destino se define… Mañana…, bueno, mañana, eso solo lo sabe Dios…
Al llegar a la esquina de la calle vio que se acercaba su amigo Marcos. Se saludan. Como era su costumbre, Marcos intenta iniciar una larga charla. Joe lo corta en seco.
-¡Caramba, Marcos! ─ le dice ─ Estoy bien apurado…
-¿Quién te persigue, mi hermano? Yo puedo ocultarte…
-No es eso… Estoy listo para emprender una acción muy importante y peligrosa, quizá hasta suicida… y estoy atrasado… Te veo mañana… Sí, mañana si Dios lo permite…
-¡Espera, Joe! Dime que es lo que vas a hacer…
No hay respuesta. Joe le deja con la palabra en la boca y se aleja calle abajo a toda prisa.
Doce del día. Ireneo, es recibido por el jefe de la escolta del Palacio Presidencial, quien le conduce ante la presencia de Batista que le recibe con una amplia sonrisa de bienvenida. La familia del general le acompañaba a la mesa, lista ya para el almuerzo.
-¡Qué oportuno eres, querido amigo! ─ exclamó alegremente Batista ─. Ven, siéntate a la mesa. Siempre hay un plato dispuesto para un amigo leal…
Agradeció Ireneo el envite y fue a sentarse a un lado de la mesa. A su derecha se sentaba uno de los hijos de Batista y en uno de los extremos, una mujer elegante que le saludó con amable cortesía.
-Sra. Marta ─ saludó Ireneo a la mujer ─. Siempre es un placer compartir la mesa con la Primera Dama de la República.
-El placer es mío ─ reciprocó la Primera Dama ─. Pero, por favor, les ruego no hablar de asuntos oficiales mientras almorzamos ─ y su rostro se iluminó con una sonrisa ─ Espero, Sr. Ireneo que disfrute el almuerzo y sepa excusar ─ volvió a sonreír ─ los modales de estas cuatro fierecillas que nos acompañan…
Concluido el almuerzo, se retiró Marta con los menores y Batista sirvió vino para él y para Ireneo.
-Bien, amigo ─ dijo Batista luego de un sorbo de vino ─. ¿Me traes la propuesta del candidato a la presidencia, tal como te propuse?
-Pues sí ─ afirmó Ireneo ─. Le traigo mi propuesta. Creo que es el hombre idóneo para ser nominado por la coalición de los partidos que le apoyan a Ud.
-Bien, bajemos a mi despacho ─ invitó Batista ─ Escucharé tu propuesta mientras nos fumamos un par de buenos tabacos H. Upman…
Una de la tarde. Escuela de Filosofía y Letras. Marcos ha llegado a la cafetería. Mira en derredor buscando con la vista a alguien en particular. Desespera. Finalmente ve entrar a una mujer joven. Esta al percatarse de su presencia le indica que vaya a sentarse en una de las mesitas. La mujer llega junto a él. Le nota inquieto.
-Se supone que deberíamos vernos mañana… ─ le dice casi en voz baja a Marcos.
-Lo que tengo que decirte, tal vez sería demasiado tarde mañana, Amparo…
La denominada Amparo le observa con curiosidad. Toma asiento frente a Marcos.
-Se está preparando algo, Amparo – Marcos habla a media voz, mirando fijamente al rostro de Amparo ─ Creo que a la Juventud le puede interesar… El Directorio hoy va a hacer algo importante; algo que califican como serio y peligroso…
Amparo guarda silencio meditativamente.
-El Comité ha tenido informaciones… ─ dice luego de su pausa de silencio ─ Sabemos que la gente del Directorio andaba tramando algo… Algo que indudablemente choca contra nuestra línea… Alguna locura putchista de las que hacen gala. La fuente de información es… ¿segura?
-Completamente ─ aseguró Marcos ─ Como que me lo dijo uno de los más comprometidos líderes del Directorio… No me precisó exactamente qué; pero si me dijo que hoy harían algo gordo…
Se puso de pie Amparo.
-Está bien, Marcos. Salgo ahora mismo a ver al secretario del comité para informarle… Debemos estar preparados para cualquier cosa…
Marcos la conocía desde 1955. Se llamaba Amparo Chaple y era la presidenta de la FEU de la Escuela de Filosofía y Letras. Su primer encuentro con ella fue en la sociedad cultural “Nuestro Tiempo” a la que concurrían muchos intelectuales de filiación comunista y estudiantes universitarios afiliados a la Juventud Socialista y orientado por el Partido Socialista Popular. Marcos, entonces estaba empleado en aquella sociedad como conserje, dedicándose a la limpieza y al cuidado del local. Ella caló rápidamente el carácter y personalidad de Marcos, su excesiva extroversión, su ansia de protagonismo, sus maneras. Supo que Marcos era amigo de Valls al que los comunistas de la Universidad veían, más que como un adversario ideológico como un enemigo político y creyó ver en Marcos un posible confidente para la Juventud Socialista, alguien a través del cual podrían tener informaciones que les resultaban vitales. Poco a poco Marcos, subyugado por el ambiente intelectual y bohemio de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, se fue convirtiendo en los ojos y oídos del Comité de la Juventud Socialista en el interior del Directorio Revolucionario.
Una y cuarto de la tarde: A Alberto le pareció que el Dr. Eufemio e Ignacio se mostraban inquietos. Conversaban a media voz sentados sobre el piso no muy distante de donde estaba Alberto.
-¿Qué pasa con Faure? ─ preguntó el Dr. Eufemio ─ Dijo que nos tendría al tanto e informados… Ya llevamos aquí tres días y ¡Nada!
-Sí, es extraño, se suponía que nos daría aviso con Joe ─ agregó Ignacio ─; pero no hay sombra de Wangüemert… Ni siquiera una llamada a nuestro enlace…
-No estoy dispuesto a seguir esperando sin hacer nada… No soy hombre de estar con los brazos cruzados… ¡Voy a ir a la Universidad a coger por el cuello al desgraciado de Faure!
Ignacio negó con la cabeza en señal de desaprobación.
-No. Sería en vano ─ respondió Ignacio ─ A esta hora todos deben estar en su lugar de acuartelamiento. Joe me comentó que estarían acuartelados en dos apartamentos del Vedado; pero no me dio la dirección…
-Yo, creo saber la dirección ─ interrumpió Alberto que había escuchado la conversación de los dos hombres.
Ignacio y el Dr. Eufemio se volvieron sorprendidos hacia Alberto.
-Sí ─ continuó Alberto ─. Carbó me encomendó que buscara un buen apartamento que sería utilizado como casa de seguridad… Yo alquilé ese apartamento… Creo que es allí donde estén acuartelados…
El Dr. Eufemio le exigió que le diera la dirección para ir él mismo en busca de Faure.
-No creo conveniente que vayas tú mismo ─ señaló Ignacio.
-Pero ¡coño! ─ rugió el Dr. Eufemio ─ Tenemos que saber a que atenernos. No sabemos si la operación fue suspendida… Tenemos que saber. No han llamado por teléfono a nuestro enlace; nadie se ha aparecido por esta ratonera… Alguien tiene que ir…
-De acuerdo, de acuerdo ─ aprobó Ignacio ─. Pero ninguno de los dos podemos ir y exponerlo todo…
-¿Quién entonces?
-Si me lo permiten… ─ intervino tímidamente Alberto – Yo puedo ir y enterarme de lo que ha ocurrido y luego volver con la información…
-¡Vale! ─ concedió Ignacio ─ Sal ahora mismo. Busca a Faure. Le dices que si no se comunica con nosotros enseguida, daremos por concluida la misión y le ordenaremos a los hombres que se dispersen. ¡Anda, vete! Si en dos horas no tenemos noticias… suspenderemos la misión.
Dos de la tarde. Oficina del Presidente de la República en el segundo piso del Palacio Presidencial. Batista, sentado frente a su mesa revisa maquinalmente unos papeles. Luego dirige su mirada hacia Ireneo que parado frente a una de las ventanas del despacho contempla en silencio el movimiento de los autos que cruzan frente a la entrada principal de la mansión presidencial.
-Ireneo ─ llamó Batista con voz suave ─, eres un hombre feliz…
-¿Feliz? ─ Ireneo se volvió hacia el presidente ─ ¿Feliz, por qué feliz?
Batista abandonó el butacón que ocupaba y se acercó a la ventana, junto a Ireneo. Miró hacia el exterior, hacia la no distante bahía.
-Desde aquí se pueden ver las obras del túnel de la bahía… ─ afirmó Batista con una entonación de voz que no le conocía Ireneo ─ Tal vez, los historiadores me recordarán un día como una mala persona ─ agregó en el mismo tono de voz ─; pero yo voy a dejar para la posteridad esa gran obra, el túnel. Nadie podrá olvidar que fue durante mi gobierno que se construyó… ¡En fin! ─ dijo cambiando de tono ─ Sí, Ireneo, eres feliz; porque puedes hacer lo que no me está permitido a mí… Puedes pasearte tranquilamente por esas calles, sin temores, sin necesidad de escoltas; puedes ir a una cafetería de Galiano y tomarte un café con leche o una cerveza sentado tranquilamente, solo… Yo tengo el poder y, sin embargo, soy un prisionero…
Con un gesto invitó a Ireneo a que tomara asiento en uno de los butacones. El también se sentó. Guardó un breve silencio. Ireneo observó su aspecto grave. Suspiró.
-Sí, estimado amigo: soy un prisionero; un prisionero que aspira a ser libre. Ya llevo cinco años en el gobierno y no puedo controlar ni a mis hombres, ni a los que a mí se oponen…
-Ud. perdió la oportunidad que le ofrecía ese pobre anciano de Don Cosme. Todo hubiera sido más fácil de haber actuado menos intransigentemente…
Guardó silencio Batista. Sonrió.
-Nadie quiere apreciar mi obra, Ireneo… Ahí están los túneles que atraviesan el río Almendares y la bahía, y la Vía Monumental… Sí, he soñado con la construcción de la Ciudad del Este, y el túnel y la Vía Monumental enlazarán esa ciudad con el corazón de La Habana… Esa ciudad será mi versión de Brasilia… Allí se levantará el nuevo Palacio Presidencial… El Hospital Naval… ¿Olvidarán que durante mi gobierno se ha construido el Hospital de Rehabilitación de Inválidos, la Liga contra la Ceguera, el Hospital Nacional, aún no inaugurado; que se está levantando la Ciudad Deportiva…?
Sonrió Ireneo con una sonrisa un tanto sarcástica.
-No me gusta esa manera burlona de reír que tienes a veces, Ireneo. ¿Qué estas rumiando?
-¡Ah, general! ─ expresó Ireneo ─ Cuando se juzga al general Machado ¿quién recuerda que construyó la carretera central? ¿Quién menciona todas las obras que levantó? lo que se recuerda de su gobierno fue todo lo que hicieron los porristas, los palmacristazos, la gente que hizo desaparecer…
Batista hizo un breve gesto de disgusto.
-A veces me molesta tu manera cínica de enfocar los temas…
-No es cinismo, general… Es ver las cosas con un sentido de realidad. Quizá porque no le adulo es que Ud. no me ha mandado a desaparecer…
Dos y cuarenta y cinco: Alberto se ha bajado de un ómnibus en la calle 26 y 21 y de prisa recorre la cuadra que le separa del apartamento que él junto a Margarita habían gestionado para el Directorio Revolucionario. Allí llega jadeando. De pronto frente al edificio de cuatro plantas, se detiene. A la entrada del inmueble ve un camión cerrado de color rojo y a unos hombres que, abandonando el edificio rápidamente se suben en el vehículo por su puerta trasera.
-¡Hey, miren quien está allí! ─ advirtió Machadito al ver que Alberto se acercaba al camión ─ Nuestro amigo, el monaguillo…
Es Osmani quien le grita a Alberto que se acerque.
-Hombre ¿qué haces aquí? ─ le increpa cuando ya lo tiene delante.
Alberto observa con asombro como va llegando el grupo de hombres. Todos llevan armas.
-El Dr. Eufemio me envió ─ habló de prisa Alberto ─. Está preocupado. Nadie se ha puesto en contacto con él. Dijo que si no recibía instrucciones daría por suspendida la operación…
En ese momento llegó casi corriendo Carbó portando una sub ametralladora. Se asombra al ver a Alberto. Osmani le explica.
-¡Coño! ─ exclama ─ Ya deben haberle avisado los enlaces de Faure…
Alberto hizo ademán de marcharse; pero Carbó le detiene.
-¿Qué vas a hacer? ─ le pregunta.
-Regreso al almacén… ─ contestó Alberto.
-¡De ningún modo! ─ rugió Carbó ─ No hay tiempo… Sube al camión, tú vienes con nosotros.
De prisa subió Alberto al camión. Ya en el interior del vehículo había un grupo de hombres armados.
-Oye, Monaguillo ─ le gritó Machadito ─ Necesitas un arma; con un rosario no vas a fajarte con los guardias…
Y siempre sonriente le hizo entrega de una pistola Star. En un costado del camión se recostó Alberto; a su derecha se colocó Osmani; a su izquierda, su instructor de tiro, el serio de Medinita. A la puerta del camión se asomó Menelao.
-Muchachos ─ dijo ─, la goma trasera izquierda del camión está baja de aire; es necesario que todos se agrupen hacia la derecha… Ya partimos.
Entrecerraron la puerta del camión. Carbó sostenía la puerta; a su lado Machadito. El interior del vehículo quedó a oscuras. Como todos iban apretados el calor se hizo más intenso.
-¡Hey, Evelio! ─ se dirigió Machadito al único del grupo que vestía saco ─. Vas a tener que quitarte la gabardina, socio. El calor te va hacer desmayar y ya tú no estás tan jovencito…
Evelio es un hombre de unos treinta años aunque por su porte serio aparentaba tener cerca de los cuarenta. No era muy alto de estatura y parecía pesar más de ciento cincuenta libras. Era uno de los hombres que había llegado al Vedado con Medinita desde Pinar del Río. Sonrió.
-¡Que va, compadre! ─ le espetó a Machadito ─ ¡Yo no me quito mi gabardina!
El camión se movía a una velocidad moderada detrás de un carro Ford del año; el mismo que había utilizado Reguerita para recoger a Alberto en la Universidad el día que Carbó le propusiera participar en una posible acción, la misma a la que ahora se encaminaban. En aquel automóvil viajaba Carlos, el jefe de la operación armada que se dirigía hacia el Palacio Presidencial. Por el resquicio de la apenas entreabierta puerta del camión pudo ver Alberto un Buick del 56 que iba siguiendo al camión. Carbó atisbando por la hendidura indicó que detrás de ellos venía Faure.
El calor se hizo más insoportable lo que hizo que Evelio se quitara el saco. Sonrió y dirigiéndose a Machadito exclamó como excusa: “Pensándolo mejor, me voy a quitar la gabardina, no quiero que me la jodan llenándomela de huecos”. Todos se echaron a reír. Machadito que junto a Carbó sostenía entreabierta la puerta del camión miró hacia el exterior; hizo un gesto de sorpresa:
-¡Coño! ─ gritó ─ ¡Mi jeba! Mira Carbó, allá, en la acera está Mirtha, mi novia… Mi mulatona…
El siempre sonriente rostro de Machadito se ensombreció ahora. A sus labios asomó una sonrisa triste. Guardó silencio. Quedó pensativo. Luego alzó sus hombros.
-¡En fin! ─ exclamó ─ Dios quiera nos volvamos a ver…
El camión fue alejándose. La figura de la novia de Machadito pronto se perdió de vista. Carbó apretó con callado afecto el hombro de su amigo. Luego se volvió hacia Alberto.
-Cuando lleguemos al Palacio, tú vienes conmigo… Saltarás junto conmigo y con tu arma lista para hacer fuego…
Parqueados frente al edificio de la calle 19 se encuentran tres autos. Las portezuelas abiertas. Al primer auto se apresuran el Moro y cuatro hombres más. El que se sienta al timón va armado con una Thompson; otros dos portando carabinas M1. Del interior del sótano salen José Antonio, Fructuoso y Joe, que sostiene una carabina M1, abordan un segundo automóvil en el que ya aguardan dos hombres, uno de ellos armado con una subametralladora Halcón. El largo y flaco Julio y Reguerita suben al tercer auto junto con tres hombres más. Los autos se ponen en marcha bajan por la calle 6 hasta 17. En esa intercepción doblan a la derecha y continúan despacio su marcha en dirección a la calle M, dieciséis cuadras más adelante. El hado ya le da vueltas a la ruleta. Los ocupantes de los tres vehículos van al encuentro de su destino, como también lo hacen los que ocupan el camión rojo y los dos automóviles que se dirigen al Palacio Presidencial. Todos van hacia una suerte incierta.
Dentro del camión rojo sudan los hombres. Se respira una atmósfera cargada de los efluvios de adrenalina y testosterona que se desprende de sus cuerpos. Berto que se mantiene cerca de la puerta ha mirado de reojo hacia el exterior.
-¡Cuidado! ─ Alerta ─ Nos está siguiendo una perseguidora…
En efecto, un carro patrullero se ha colocado entre el camión y el auto en el que viaja Faure. Machado alista su carabina. Tensión. Continúan avanzando, cruzan una calle… El patrullero dobla en la intersección. Una mujer embarazada cruza la calle delante del Buick que le cede el paso. Relajamiento. Machado sonríe alegremente. El camión continúa siguiendo al carro donde viaja Carlos. Van moviéndose a lo largo del Prado. En el paseo la gente camina despreocupadamente. Algunos turistas toman fotos. Sentados en los bancos de piedra algunos conversan, otros contemplan en silencio el animado tráfago de la ciudad a esa hora de la tarde y el movimiento de los transeúntes por las aceras. Un vendedor de billetes de la lotería pregona sus billetes como seguros ganadores. En algún sillón de limpiabotas se afana un muchacho dándole brillo a los zapatos de un cliente ocasional. Los vehículos llegan a la calle Colón a pocas cuadras del litoral. Se divisa el soberbio edificio barroco que ocupa el Palacio Presidencial.
El primer auto llega hasta colocarse a pocos metros de la puerta sur del Palacio Presidencial; el camión rojo le sigue. En ese instante un ómnibus se le adelanta por la derecha y se detiene exactamente detrás del Ford, del auto delantero, interceptando el paso del camión. El azar traza su burla.
En la puerta trasera del Palacio Presidencial, un joven guardia, tal vez tendría 21 años, bromea con el custodio de la verja de entrada. Hace su recorrido por la acera.
-¡Oye, Verdecia, vas a quedar derrengado! ─ le grita el de la puerta ─ Vas a gastar los zapatos caminando de una esquina a la otra…
Sonríe el joven guardián.
-Y tú, Hernández te vas a llenar de tela araña todo el día parado ante esa verja…
Y ríen los dos, despreocupados. No prestan atención al Ford del 57 que pasa lentamente por delante de ellos. No se fijan en el camión rojo que venía detrás del auto. Ríen. De alguna manera hay que entretener el tedio de la guardia aburrida de este día, caluroso pese a la brisa que viene del cercano mar. Un día que promete ser tan monótono como tantas veces antes.
En su oficina Batista conversa aún con Ireneo. Son las tres y cuarto.
-Coincidimos totalmente, Ireneo… ─ Batista está sentado en un butacón próximo al que ocupa Ireneo ─ Sí, tu propuesta de Andrés Rivero para candidato es la misma que yo había pensa…
El sonido de varios disparos de armas de fuego y del bramar de una ametralladora calibre 30 seguidos de una potente explosión cortó la palabra en la boca de Batista.
-¿Qué diablos…? ─ exclama.
Ireneo ha corrido hacia una de las ventanas.
-¡General ─ grita ─ el Palacio está siendo atacado!
Al mismo tiempo en la zona del Vedado, a pocas cuadras de la Universidad se iniciaba la segunda fase de la acción que tan meticulosamente se había estado fraguando. A la entrada del pasillo que conducía a la emisora Radio Reloj, un auto se detiene bruscamente. De él descienden el Moro y Pedrito, el apodado “Pájaro Loco”, que rápidamente, pistolas en mano flanquean la entrada. El auto continúa hasta la bocacalle atravesándose en medio de la calle. Sus ocupantes aprestaron sus armas: una Thompson y dos carabinas M1. Un segundo auto llega al lugar. José Antonio, junto a Fructuoso y Joe abandonan el vehículo y de prisa se dirigen hacia el edificio. Alarma en el rostro de los peatones al verles con sus armas prestas. A pasos rápidos entran en el edificio. Toman por el largo corredor. El Moro y Pedrito se les unen. Fructuoso sostiene una pistola Máuser y Joe carga una carabina M1. Se dirigen al ascensor. Llegan al cuarto piso donde funciona Radio Reloj. José Antonio seguido de Fructuoso y Joe se dirige hacia la cabina de transmisión en tanto el Moro se introduce pistola en mano en el máster control. El operador sorprendido y sin dejar de observar la pistola que sostiene el Moro en su mano no le opone resistencia. Pedrito se queda en el pasillo, listo para impedir cualquier sorpresa que proviniera del elevador o de la escalera que daban acceso al piso.
Un tercer auto se atraviesa en la calle que queda al norte. Julio está en ese carro armado con una carabina y también Reguerita, vigilante y dispuesto a descargar su pistola ante cualquier inesperada circunstancia.
Abandona Carlos el auto que ha frenado ante la puerta trasera del Palacio. El guardia Verdecia se detiene sorprendido. Ve a los hombres que corren hacia la puerta portando armas; no ha tenido tiempo para reaccionar. La sub ametralladora de Carlos lanza una lluvia de balas contra su pecho. Verdecia siente los impactos, un grito de dolor y de espanto se escapa de sus labios y cae sobre la acera. El soldado Hernández se da cuenta del inminente peligro. Ha visto caer a su compañero. Rápidamente trata de pasar la cadena con el candado por la verja para cerrarla; sus movimientos son nerviosos… No le queda tiempo. Con la cadena aun entre las manos recibe varios disparos a boca de jarro. Su cuerpo es empujado violentamente. La verja abierta permite el paso de los asaltantes.
Desde el patio interior los guardianes ripostan de inmediato. Abren fuego con una ametralladora emplazada bajo una de las escaleras que conduce a los pisos superiores del edificio. Varios asaltantes son alcanzados por los mortíferos proyectiles y se revuelven sobre el piso, manando sangre y gimiendo de dolor. Una granada lanzada con acierto la hace enmudecer.
Alberto ha saltado del camión siguiendo a Carbó. Su corazón late apresuradamente; su frente se cubre de sudor. Pero la descarga de adrenalina que corre por sus venas le empuja hacia adelante. De pronto se detiene. Ha escuchado un grito de dolor a su espalda. Se vuelve y ve a “Monte”, Osmani caer con el pecho destrozado por un balazo.
-¡Carbó! ─ grita angustiado ─ ¡Monte está herido…!
Carbó se vuelve hacia él, ve a Osmani derribado sobre la calle; en ese momento una bala le arranca de la mano la sub ametralladora.
-¡Coño! ─ le grita a Alberto con ronca voz ─ No te detengas…
Una bala le golpea. Los espejuelos se le caen pero continúa hacia la puerta del parqueo del Palacio. Al paso se apodera de una sub ametralladora que pertenecía a un escolta caído. Faure que abriendo fuego corría hacia la entrada desde donde resistía furiosamente la guarnición del Palacio recibe un impacto. Cae sobre la acera y comienza a arrastrarse esquivando la balacera y los disparos de los guardias que se han atrincherado en la iglesia del Angel enfrente de la acera este del Palacio. Dentro del ómnibus, que por desgracia se colocara entre el Ford y el camión del comando revolucionario, todo es confusión. Los pasajeros gritan desesperados. Los militares han abierto fuego sobre el vehículo creyendo que forma parte de los asaltantes. Algunos de los pasajeros se arrastran por el piso, otros caen alcanzados por los proyectiles.
Ante el fuego graneado de los asaltantes los defensores retroceden hacia los pisos altos del Palacio. Carlos, seguido por varios asaltantes se dirige hacia las escaleras del ala izquierda en tanto que Menelao, seguido de Carbó, Machadito, Alberto y otros hombres más ascienden por la escalinata del ala derecha. Desde el piso superior la guarnición dispara incesantemente. Los asaltantes se parapetan tras la baranda de la escalera en un punto donde esta hace un giro. Las balas pican cerca. Desde mejor posición los guardias lanzan furiosas andanadas. El olor de la pólvora exacerba el ánimo de los atacantes. Alberto ha agotado todas las municiones; las balas chocan contra el mármol de la escalinata cerca de él; ve una carabina abandonada en los escalones. Con la carabina lista para disparar se incorpora. Delante va Carbó; unos pasos delante de él un joven se detiene a tomar puntería, pero uno de los guardias de Palacio se le adelanta y de un certero disparo le hiere en el mismo pecho. Alberto le ve trastabillar y caer de espaldas sobre los brazos de Carbó que le sostiene en la caída. Sin perder un segundo el cañón de la carabina de Alberto apunta al militar. Un fogonazo. El guardia da un gemido y cae de bruces fulminado por la bala de Alberto.
Todo es gritos, maldiciones, broncas voces que dan órdenes y ayes de dolor. Por los escalones de la escalinata chorrea la sangre. El cuerpo de Alberto se cubre de sudor.
-¡Arriba, Alberto! ─ Grita Carbó y continúa ascendiendo la escalinata.
La guarnición sin dejar de responder con fuego se refugia en el tercer piso. Machadito ya ha llegado a la segunda planta. Atrás le siguen Carlos, Carbó y Alberto, las balas de los francotiradores del tercer piso estallan alrededor de ellos. Allá está la puerta del despacho presidencial. En el interior de la oficina tres hombres de la guardia presidencial e Ireneo rodean al presidente. El rostro de Batista se ha puesto pálido.
-Aquí nos morimos con Ud., presidente ─ grita Ireneo. En sus manos sostiene una pistola P38.
-No, el presidente tiene que abandonar el despacho ─ grita el jefe de la escolta presidencial que allí se encontraba.
-¿Por dónde, hombre? ─ rugió Ireneo ─ Los agresores ya están a las puertas.
-Hay un pasadizo secreto ─ aseguró el oficial.
De inmediato el jefe de la escolta abrió una puerta disimulada en la pared. Ireneo empujó a Batista hacia el interior del pasadizo. En ese momento se escuchó la voz de Carlos venida desde el exterior.
-¡Salgan con las manos en alto!
Sin siquiera detenerse a pensarlo, Ireneo disparó haciendo saltar en pedazos los cristales de la puerta y, de inmediato siguió tras de Batista. Por la abertura hecha en la puerta Carlos arrojó cuatro granadas; solo la última estalló arrancándole la vida a los dos desdichados guardias que no tuvieron tiempo de salir a través de la puerta secreta. Carbó, Carlos y Alberto penetraron en el despacho.
-Debe haber un pasadizo secreto ─ indicó Carlos.
Fueron inútiles los intentos que hicieron por encontrar la puerta secreta. Sonó el timbre del teléfono. Carbó levanta el auricular.
-Sí, general, es la oficina del presidente ─ contestó ─. Sí, el general Batista ha muerto. El Directorio Revolucionario ha tomado el Palacio.
-Tenemos que llegar al tercer piso ─ ordenó Carlos ─Allá están las habitaciones…
Se mueven de prisa atravesando el suntuoso Salón de los Espejos. En las enormes lunas se reflejan sus figuras anhelantes. No prestan atención al moblaje de finos arabescos de estilo Luis XV que adornan el salón ni se detienen por un momento a contemplar el hermoso fresco que recubre su techo con un dios alado que proclama El Triunfo de la República. Saben que el tiempo se les agota y que una demora podría anular el favor que la sorpresa del ataque les ha dado.
Menelao logra alcanzar la segunda planta. Quiere unirse a Carlos; pero el fuego de los defensores de la residencia presidencial le impide avanzar. Se parapeta en la escalinata. Lanza una ráfaga sobre los guardias haciendo que estos se replieguen buscando la seguridad del corredor de la tercera planta. Ve a Carlos que junto a Carbó se aproxima a la oficina presidencial y corre hacia ellos, pasa por encima de un guardia caído pero al darle la espalda el militar herido le dispara. Menelao, al sentir el impacto se vuelve sorprendido, el guardia yacía muerto empuñando todavía el arma con que le disparara. Desde el tercer piso una descarga de ametralladora abate finalmente a Menelao que cae de bruces envuelto en su sangre.
Mientras tanto en Radio Reloj, José Antonio se disponía a leer un comunicado previamente redactado. Fue en ese preciso momento cuando Bourbakis, el Director de la emisora llegaba al piso. Pedrito le detiene y le conduce hasta la cabina.
-¿Qué significa esto? ─ preguntó alarmado.
Fructuoso se dirigió a él.
-Sr. Bourbakis, nada tienen que temer ni Ud. ni los locutores. No vamos a poner en peligro la vida de ustedes. Esto es sencillamente que la revolución ha comenzado.
Con un gesto conminó a Bourbakis a que entrara en la cabina de transmisión. El locutor comenzó a leer un parte noticioso que José Antonio le había entregado.
-“Radio Reloj reportando ─ comenzó a transmitir con voz un poco quebrada ─ Hace breves momentos un nutrido grupo de civiles no identificados abrió fuego contra el Palacio Presidencial utilizando fusiles y armas automáticas…entablándose un fuerte combate con la guarnición de Palacio hay numerosas bajas civiles y militares ─ hace una pausa, luego continúa bajo la vigilancia de José Antonio y de Fructuoso ─ nuevos contingentes de civiles han arribado al lugar y se encuentran disparando sobre Palacio apostados en sus alrededores… Continuará. .. ¡Radio Reloj reportando!”
En ese mismo instante el negro Alfonso escuchaba Radio Reloj en la carpintería.
-¡Diablos! ─ lanzó sorprendido al escuchar el parte que se estaba transmitiendo.
-¿Qué sucede, Niche? ─ preguntó sorprendido uno de los operarios que laboraba cerca de él.
-¡Shh...! ─ silbó Alfonso a la vez que hacía un gesto para que el hombre prestara atención ─ Escucha, hombre, escucha…
Gerardo estaba tapizando un sofá cuando se percató de la atención que Alfonso y otros empleados le ponían a la transmisión de la emisora radial. Curioso se acercó a ellos. Al escuchar los partes que se transmitían de inmediato no supo qué decir: ¡un asalto al Palacio! No dijo una palabra, ni pidió permiso para ausentarse del trabajo. Salió de prisa a la calle. Una fuerte emoción le embargaba. Tenía que buscar a Ernesto; algo tenían que hacer, aunque no sabía exactamente qué.
En el Palacio continuaba el combate pero ya escaseaban las municiones de los asaltantes. Muchos habían caído en el ataque. Machadito llega hasta la tercera planta. Se percata de que está solo, baja entonces en busca de Carlos.
-Carlos… ¿Dónde está el refuerzo?
-No sé. No tengo la maldita idea. Hay que retirarse ─ le dice Carlos ─ Ya no hay nada más que hacer… Sin el refuerzo todo estará perdido…
Corre por el pasillo que conduce a la escalera. El fuego de los defensores de Palacio es implacable.
En las habitaciones presidenciales hay terror. Marta se abraza a los pequeños que lloran asustados; su rostro desencajado por el miedo, por la angustia. Batista ha tomado una pistola. Junto a la puerta de la habitación se mantiene Ireneo con su arma lista para defender a la primera dama y a los niños. El jefe de la escolta del presidente extremando precauciones ha salido a reunirse con los defensores de la mansión ejecutiva.
-Cálmese Ud. Marta ─ Ireneo hablaba con voz tranquila ─ Los atacantes no podrán llegar hasta aquí… Los niños están seguros.
El arma de Carlos se ha encasquillado. Desciende por la escalera que conduce a la planta baja. Los disparos de los guardias amurallados en la tercera planta le cercan. De pronto cree ver una visión. En un ángulo, cerca de la escalera una sombra le sonríe.
-¿Daniel…? ─ musitó.
Fue en ese mismo momento que sintió un fuerte golpe en su espalda y la sensación de algo que le quemaba. Vaciló sobre sus pies y cayó muerto.
Machadito comprende que lo que le había dicho Carlos antes de caer abatido era verdad decide ordenar a los asaltantes que estaban cerca de él que se retiraran.
-¡Arriba, muévanse! ─ gritó ─ Yo voy a cubrir la retirada. Cuando yo comience a disparar salgan rápido…
Dicho esto lanzó una ráfaga hacia el piso superior. Todos bajaron bajo la cobertura del fuego de Machadito. Cuando ya el último había llegado a la primera planta bajó también él. Ya en la planta baja pregunta por Carbó. Alguien le dice que este se encuentra todavía en la segunda planta. A toda prisa ascendió los escalones en busca de Carbó. Sabe que su amigo está herido y que ha perdido los espejuelos. Le llama a gritos. Un militar le sale al paso, pero de un golpe lo derriba. Salta por encima de él y encuentra a Carbó que da tropiezos tratando de encontrar la salida.
Berto seguido por Alberto, Machadito, Carbó y otro de los asaltantes se dirigen hacia la salida. Al llegar al pie de la escalera ven a Medinita derribado sobre un escalón, moribundo. Una bala calibre 30 le ha abierto el pecho. Nada se puede hacer por él. Allí, en la planta baja, Evelio organizaba la retirada. Cuando les ve llegar les ordena:
-Aguarden, no se tiren ahora. Esperen a que pase la ráfaga…
Al salir les cae encima una andanada de balas desde lo alto de la azotea del Palacio. Se escudan detrás de un auto abandonado a la entrada del edificio y luego huyen en direcciones diferentes. Alberto corre por el parque que se extiende al sur del palacio. Una bala le golpea el hombro. Comienza a sangrar. Ha soltado la carabina. Ahora lo único en que piensa es en como tratar de salvar su vida.
En la cabina de Radio Reloj, José Antonio comienza a transmitir su alocución:
-“¡Pueblo de Cuba! En estos momentos acaba de ser ajusticiado revolucionariamente el dictador Fulgencio Batista ─ lee de prisa dándole una fuerte entonación a su aguda voz ─ En su propia madriguera del Palacio Presidencial, el pueblo de Cuba ha ido a ajustarle cuentas. Y somos nosotros, el Directorio Revolucionario, los que en nombre de la Revolución Cubana ha dado el tiro de gracia a este régimen de oprobio. Cubanos que me escuchan: Acaba de ser eliminado....”.
La transmisión es cortada abruptamente.
-Gordo, no sigas ─ le dice Fructuoso ─, te cortaron…
A punta de pistola se llevan de rehenes a los dos locutores. Fructuoso y Joe bajan por el elevador. José Antonio le dice al Moro que permanezca junto a él. Entonces se dirige al máster control y descarga una ráfaga sobre el equipo.
-Ahora sí, Moro ─ dice antes de abandonar la emisora ─, ya puedo morir tranquilo. Vámonos.
Suben al auto. Fructuoso se sienta junto al chofer, José Antonio ocupa el lado de la portezuela. Joe ocupa el asiento trasero. Se apresuran Julio y el Moro.
-¡Dale, Chino! ─ Ordena Fructuoso al conductor. Parten lo más de prisa que le permite el tránsito. El auto dobla a la derecha por el costado izquierdo de la Universidad. De pronto en dirección contraria se acerca un auto policiaco por el centro de la vía, viene a toda prisa. Ulula la sirena del patrullero. El Chino presiona fuertemente el freno; el auto se ladea hacia la izquierda. El impacto del patrullero al chocar con el auto estremece a sus ocupantes. Casi de modo instintivo, el Chino abre fuego con su pistola. Salta echo añicos el parabrisas del carro policiaco. El tableteo de una subametralladora es la respuesta de los policías.
-¡Al suelo, coño! ─ ordenó Fructuoso
José Antonio ha saltado fuera del vehículo y corre hacia el patrullero haciendo fuego con su pistola. La subametralladora envía su mensaje de muerte y las balas golpean el pecho y la cara de José Antonio. Fructuoso, Joe y el Chino corren hacia la escalinata de la Universidad. Todo había terminado. En los bolsillos de José Antonio la policía le encontrará una libreta de notas en ella había unas breves líneas que decían: “Pelayo Cuervo presidente…”. El azar había dictado su designio.
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