Fernando Mires. Blog POLIS
Hay quienes piensan que los países
políticamente organizados no tienen mucho que aprender de otros en donde las
religiones ocupan el lugar de los partidos, el fanatismo acucia en cada esquina
y el odio inunda las plazas. No es mucho en verdad, pero es importante: Es tan
poco y es tan importante que puede resumirse en una frase: "Nunca, pero nunca, hay que apoyar una
iniciativa golpista. Venga de donde venga”.
Adivino la respuesta ¿Y si en un país
fuerzas antidemocráticas se hacen del poder por medios legítimos pero alteran
las instituciones, imponen una moral medieval y preparan el camino hacia una
nueva dictadura? ¿En nombre de cual falso democratismo vamos a ser tan bobos
como para oponernos a un golpe de estado que salvará las libertades elementales?
Quiero dejar establecido que hoy no
argumentaré en nombre de lo que debe ser políticamente correcto por muy difícil
que sea entender a gente que elevan la incorrección política al grado de
virtud. Sólo me limitaré a abordar el tema por el lado de la razón práctica la
que, para alguien como Kant, es la base de toda razón moral.
Por sus frutos los conoceréis, dice el
postulado religioso. Si es así, los resultados del golpe de estado egipcio, a
pocos días de su ejecución, no pueden ser más catastróficos para las fuerzas
que lo impulsaron.
Cuando los militares usurparon el
poder, las fuerzas de Morsi estaban fragmentadas. El descontento social era
enorme, y la hegemonía de "los hermanos" se encontraba por los
suelos. Incluso el partido islámico moderado NUR abandonó el gobierno. Pronto
tendrían lugar elecciones generales, y si la oposición lograba unirse, la
derrota de Morsi iba a ser total. El único problema era que la oposición, sea
por egoísmos partidarios o personales, sea por su propia heterogeneidad, no
estaba en condiciones de presentarse unida a las elecciones. En esas
circunstancias el golpe de los militares de Mubarak ocurrió no tanto en contra
del gobierno de Morsi, sino por la incapacidad de la oposición para unirse en
torno a objetivos comunes y de este modo electorizar el enorme descontento
social.
Mientras escribo estas líneas, Egipto
está al borde de una guerra civil. Morsi, desde su prisión, aparece ante las
grandes masas no sólo como líder mártir sino, además, dotado de una legitimidad
que nunca gozó como presidente. En otras palabras, Morsi ha recibido como
regalo de la soldadesca el sustento político, social e incluso moral que antes
no tenía. Y si hay elecciones, como los militares prometieron (siempre lo
prometen), el vencedor será nuevamente Morsi. Los grandes ganadores del golpe
han sido los hermanos musulmanes.
Para los latinoamericanos, habitantes
de un continente donde los golpes han sido la norma, no debería haber sorpresa.
Por eso extraña que aparezcan comentaristas dispuestos a suscribir, aunque sea
de modo indirecto, la horrorosa frase de Pinochet: "La democracia debe ser lavada cada cierto tiempo con sangre".
Como en Egipto, la gran mayoría de los
golpes de Estado ocurridos en Latinoamérica no sólo no han derrotado a quienes
intentaron derrotar sino, todo lo contrario, les han dado nueva vida. No es
casualidad, para volver al caso chileno, que Chile sea uno de los pocos países
democráticos en donde los comunistas están organizados en un partido que
merezca ese nombre. Pronto formarán parte del gobierno de Bachelet. Es cierto
que en su historia local -pese a que en la internacional han apoyado a muchas
dictaduras- han tenido un comportamiento democrático casi ejemplar. Pero el
sitial que hoy ocupan se debe al hecho de que, sobre todo para sectores
juveniles, el comunista fue el partido-mártir de la dictadura. De ahí que votar
por los comunistas es para ellos protestar en contra de un abominable pasado.
Lo mismo se puede decir del caso
uruguayo. ¿Cuántos no votaron por Mujica no pese sino gracias a que fue un
tupamaro, es decir, como venganza frente al pasado militar? ¿No fue también el
pasado de la ex-guerrillera Rousseff un punto a favor y no en contra de su
triunfo electoral? Y en Argentina, cuántos ex-montoneros ocuparon altos puestos
públicos durante los gobiernos de Menem y de los Kirchner, gracias al martirologio
a que los sometió Videla?
Pero no vayamos tan lejos en el
tiempo. Pensemos en Honduras. ¿No fue debido a la torpeza de desalojar por
medios militares a Mel Zelaya la razón por la cual hoy el zelayismo volverá,
representado por Xiomara Castro, esposa
del demagogo latifundista? O pensemos en Paraguay. ¿No significó la imbecilidad
sin nombre que llevó a la destitución del prolífico ex obispo Lugo la razón por
la cual la autocracia venezolana aparece hoy presidiendo los destinos de
Mercosur, mientras Paraguay quedó afuera? En fin, cada golpe militar en
cualquier lugar del mundo porta el signo de su fracaso. La razón es simple. Ni
aquí ni en la quebrada del ají los militares son representantes de la
restauración democrática, y mucho menos de las libertades públicas. No saberlo
después de tantos ejemplos, es simple necedad.
El desgraciado golpe militar de Egipto
ha dado incluso pábulo para que determinados medios hayan creído llegada la
hora de reivindicar "la función histórica" de dictadores como
Pinochet. No puedo sino compartir en ese sentido la indignación del destacado analista
Andrés Oppenheimer cuando leyó en la Editorial de The Wall Street Journal del 4
de Julio, el siguiente párrafo
“Los
egipcios serán afortunados si sus nuevos generales gobernantes siguieran el
ejemplo del chileno Augusto Pinochet, quien asumió el poder en medio del caos,
pero reclutó a reformistas partidarios del libre mercado y generó una transición
hacia la democracia”.
No es primera vez que leo ese tipo de
homenajes póstumos. Dejando de lado la mentira de que Pinochet preparó la
transición a la democracia (es sabido que entregó el poder gracias a la presión
de la calle y por cierto, de los generales que la escucharon) no hay nada que
compruebe que el desarrollo económico ocurre gracias a la existencia de
dictaduras. Por el contrario: hubo y hay países latinoamericanos que pueden
mostrar tan buenos, o aún mejores números que Chile, sin haber pasado por el
infierno de una dictadura.
Ni en México ni en Colombia hubo
dictadura. El gran desarrollo económico experimentado por Brasil sucedió bajo
los gobiernos democráticos de Cardoso y de Lula. Y en Perú no ocurrió como
consecuencia del momento antidemocrático de Fujimori, el que comparado con lo
que pasó en Chile fue un juego infantil. Pero si aún la mentira que alaba a la
dictadura como motor del desarrollo fuera cierta, habría también que alabar a
Hitler, pues terminó con la desocupación laboral, reindustrializó la nación y
triplicó los salarios. No sé si los actuales defensores de golpes llegarán a
tanto. Pienso que si no lo hacen es porque, escondidos detrás de los fusiles son,
además de necios, cobardes.
La profesión militar es muy digna.
Pero su misión es resguardar la soberanía nacional y nada más. En política no
tienen nada que hacer. Esa y no otra es la cien veces repetida lección que nos
deja el caso egipcio. Quizás alguna vez, de tanto repetirse, será aprendida.
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