Liliana Fasciani M. EL UNIVERSAL
Aparentemente, no hay nadie más en mi
estudio cuando me dispongo a escribir este artículo. Frente a mi escritorio,
una copia litográfica de "Mujer
sentada de espalda" de Matisse. La descarto como potencial espía, no
sólo porque está de espalda, sino porque está siempre tan concentrada en sus
propios pensamientos, que todo le es absolutamente indiferente.
Detrás de mí, la cabeza de un viejo
pirata cuyo barco naufragó quién sabe dónde. Hemos estado intercambiando
secretos desde que yo era una niña y su atalaya era una pared de la oficina de
mi padre. Ahora vive en mi casa. Somos viejos amigos, pero él es un pirata, y de
repente se me ocurre que por un botín de cierto valor, quizás estuviera
dispuesto a... ¡No! Lo descarto también, entre otras razones, porque tiene un
parche en el ojo izquierdo, y además no quiero herir sus sentimientos con una
elucubración tan ofensiva.
Paseo mi mirada por la biblioteca y
tropiezo con rostros familiares y amigables, sonrisas afectuosas, enmarcados en
portarretratos que han congelado diversos momentos de los que también yo he
participado. No podría dudar de ninguno de ellos. Así, pues, que comienzo a
teclear, convencida de que todo está en orden, porque estoy en mi casa, y nadie
-que yo sepa- ha venido a instalar cámaras ocultas, ni micrófonos diminutos.
Sin embargo, de vez en cuando vuelvo a echar un vistazo a mi alrededor para
cerciorarme de que no hay nada sospechoso.
Sigo escribiendo, pero un estridente
bocinazo me hace soltar una mentada de madre, entonces me doy cuenta de que la
ventana está abierta y la persiana recogida hasta el tope. Un par de zamuros
podrían entrar juntos a través de ella sin rozar el marco y dejar caer en un
rincón algún dispositivo. Cualquier habitante del edificio de enfrente podría
creerse L. B. Jefferies, el protagonista de "La ventana indiscreta" (Hitchcock) y enfocar perfectamente
hacia aquí con unos binoculares o una cámara fotográfica. Cualquier
arrendatario del mismo edificio podría sentirse igual que Trelkovsky en "El inquilino" (Polanski) y pasarse
el día entero espiándome, si estuviera convencido de que tengo la intención de
enloquecerlo. El ojo omnipresente del gran hermano orwelliano en
"1984" podría seguir el movimiento de mis dedos sobre el teclado y
adivinar lo que escribo. El mismo Cañizales podría detener su máquina del aire
justo enfrente y lanzarme un toronto envuelto en un papel laminado con partículas
trasmisoras de huellas dactilares, que alguien disfrazado de indigente recogería
después en la basura.
La verdad es que el espía más
peligroso no es Snowden, ni los rusos, ni el G2 cubano; el único espía al que
hay que temer es a la conciencia. Invisible, intangible, omnisciente, imposible
de evadir o de ignorar, inmune al contraespionaje, a los antivirus y a los
insecticidas. Insobornablemente delatora. Ni aun quienes pareciera que no la
tienen, han podido deshacerse de ella.
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