Daniel Morcate. EL NUEVO HERALD
Manifestantes de Berlín
en apoyo Edward Snowden (AP-Reuters)
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Las espectaculares filtraciones de
Edward Snowden sobre la vigilancia gubernamental han dividido a los
norteamericanos. En una reciente encuesta, revelada por el Huffington Post, 38%
de los encuestados dicen que el ex contratista de la Agencia Nacional de
Seguridad actuó mal; 33% opina que bien; y 29% se mantiene en la proverbial
cerca. Aunque se esfuerce por proyectar unanimidad en la condena de Snowden, la
clase política también se ha dividido. Por un lado están políticos que censuran
sin titubear las filtraciones de Snowden y piden que se le castigue con mano
dura; y por otro están aquellos que no ocultan su perplejidad ante lo que ha
revelado y admiten que, en materia de vigilancia ciudadana, se hallaban detrás
del palo. Incluso mis colegas periodistas se alinean en bandos distintos sobre
el asunto. Los simboliza el Washington Post, cuya junta editorial le pidió a
Snowden que negocie su entrega a la justicia norteamericana y exigió que cese
la divulgación de lo que sopla, en una crítica directa a su propio departamento
de noticias.
Snowden no es precisamente una
damisela encantadora. Cada vez que abre la boca exhala un ego que no brinca ni
una cabra amaestrada. Algunas de sus justificaciones éticas no resisten un
escrutinio serio. Y él mismo ha comprometido aquellas que parecían resistirlo,
al intentar protegerse bajo el ala de autócratas que no respetan ni la libertad
de prensa, ni la libertad de expresión, ni mucho menos el derecho de sus
pueblos a saber lo que hacen, principios todos que ha invocado para justificar
sus denuncias. Por inconsecuencia o miedo a represalias, ha carecido del valor
suficiente para defender sus convicciones en EEUU. Y eso en parte explica el
recelo hacia él de muchos de sus compatriotas.
Pero lo prudente y sabio para los
norteamericanos sería abstraer del dudoso comportamiento de Snowden para
examinar bajo la lupa lo que ha denunciado. Una cosa es su personalidad
contradictoria y otra muy distinta su detallada exposición de que nuestro
gobierno, en el comprensible afán de combatir el terrorismo, se ha embarcado en
una compleja aventura de vigilancia de nacionales y extranjeros que no había
justificado ante nosotros, los gobernados. Gracias a sus filtraciones, el país
ha iniciado un profundo debate nacional sobre el alcance y la conveniencia de
los programas secretos que vigilan desde nuestros correos electrónicos y
postales hasta nuestras comunicaciones telefónicas. Pudo y debió haber sido de
otra manera. Dos presidentes y varios legisladores influyentes pudieron y
debieron haber intentado acreditar públicamente la existencia de esos
programas.
En lugar de ello, nuestros gobernantes
han dejado pasar el tiempo, comprometiendo su credibilidad, sin asumir adecuadamente
la responsabilidad de justificar la vigilancia secreta. Ante la creciente
preocupación de que se realiza sin los frenos y contrapesos adecuados, el
gobierno nos ha pedido que confiemos en su palabra de que existen y se aplican.
A lo sumo, ha puesto de ejemplo a la corte secreta que autoriza la vigilancia.
Pero ese ejemplo ilustra exactamente lo contrario. La corte se compone de
jueces a los que aprueba, mediante exámenes de antecedentes a ellos y sus
familiares, la propia comunidad de inteligencia a la que se supone que vigilen.
Solamente el gobierno y sus aliados pueden presentar alegatos ante ella, nunca
la otra parte, ni tampoco organizaciones cívicas que supervisan al gobierno. Un
resultado previsible es que apenas ha negado 11 órdenes de vigilancia de casi
34,000 que le ha solicitado el gobierno desde 1979.
El miedo al terrorismo y el desprecio
a los terroristas contribuyen a que muchos norteamericanos parezcan resignados
a la vigilancia secreta sin recibir mayores explicaciones oficiales. Se imaginan
que la cosa no va con ellos. O parecen dispuestos a dejarse fisgonear a cambio
de seguridad. A ellos les dedicó Benjamin Franklin su famosa advertencia de que
“aquellos que renuncian a la libertad esencial para obtener un poco de
seguridad temporal, no se merecen ni la libertad ni la seguridad”. El gobierno
siempre está a tiempo de atenuar esa falsa disyuntiva defendiendo en público,
con argumentos convincentes, los programas de vigilancia, aunque sea con un
ápice del celo que muestra en perseguir al hombre que los denunció.
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