Alonso Moleiro. TALCUALDIGITAL
Por mucho que pretenda hacerse pasar
por virtuoso, el nacionalismo es una de las enfermedades más extendidas en los
colectivos humanos en estos tiempos. Las tragedias más sobresalientes del siglo
XX se alimentaron del delirio supremacista, el culto demente hacia el
ancestralismo y la obsesión paranoide hacia la diferencia. La última de ellas,
bordada al costado de Europa Occidental, en las orillas del Adriático, la
tenemos a la vista: la Yugoslavia de Slobodan Milosevic.
Algunas plumas anotadas en la causa
incondicional del gobierno hacen en estos días toda suerte de malabarismos
retóricos para presentar al fascismo como una suerte de prolongación de los
intereses de los capitales financieros.
Afirmaciones de una flacidez por demás
notoria, que técnicamente se rebaten solas: desde la Alemania Nazi hasta el
fundamentalismo Hutu, las degollinas más extendidas de todos los tiempos han
estado atadas al costumbrismo totalitario: partido único, modales marciales,
grima a la modernidad, propaganda de guerra, satanización del adversario,
degradación del debate público, montoneras en las calles. Los capitales
financieros tendrán sus culpas, pero esa no es una de ellas.
Por supuesto que la afiliación
voluntaria a una nación no coloca a nadie, de forma automática, en los
peligrosos dominios del nacionalismo doctrinario.
Sin ser nacionalista, en lo particular
puedo afirmar que soy un resuelto defensor de un criterio que encuentro mucho
más consistente: el de la identidad cultural. Los países no son inventos de
nadie: son realidades palpables con entornos, anclajes emocionales y efectos
jurídicos concretos.
El nacionalismo latinoamericano
encuentra sus orígenes en el otro extremo del pensamiento: la izquierda y la
extrema izquierda. El tutelaje cultural y los sucesivos escamoteos militares
llevados adelante por los Estados Unidos en esta parte del mundo hicieron
posible que se asentara de forma por demás genuina y legítima en muchos
intelectuales, pensadores y activistas latinoamericanos de mediados del siglo
XX.
La afirmación nacional era, a
diferencia de otras ocasiones, una palanca para afirmar los derechos de la
ciudadanía. Bolívar y sus huestes; los palestinos, los partisanos de Tito,
Garibaldi, los combatientes armenios: en los tiempos del florecimiento
republicano, nacionalistas han sido aquellos que no tienen nación en la cual
asentar sus vidas.
Un complejo entramado de desarrollos
diversos ha tenido lugar en América Latina y el mundo a partir de entonces. Las
formas de propiedad, la pertenencia cultural, el lenguaje, la ciudadanía: todos
son elementos sometidos a una lenta pero intensa metamorfosis producto de la
expansión tecnológica, el poder de los buscadores en Internet y el carácter
fractal de las redes sociales.
La globalización no es, como piensan
las variantes monocordes del chavismo, un antojo trasnacional, o una
circunstancia impuesta, sino un estado de la historia, a estas alturas de
carácter irreversible. La cosmópolis es una de sus consecuencias culturales
directas.
No es una casualidad que las
constituciones más avanzadas del mundo, incluyendo la nuestra, consagren el
derecho de las personas a tener dos nacionalidades. Anthony Giddens, el autor
inglés de "La Tercera Vía" y "Más allá de la izquierda y la
derecha", lo definió con enorme precisión: son estos los tiempos de la
"fidelidad múltiple".
Mutaciones e intercambios que también
tienen su correlato en el lado izquierdo del consumo cultural: Manu Chao, por
ejemplo, uno de los intérpretes más brillantes de este tiempo, es un músico de
carácter nómada, de padres españoles, nacido en Francia, amante de los dominios
árabes y latinoamericanos, con éxitos grabados en portugués, francés, italiano
y español. El artista global por excelencia. La misma afirmación vale para Le
Monde Diplomatique y el inefable Ignacio Ramonet.
El modelo mixto desarrollado por
Brasil también puede servirnos de ejemplo. Los brasileros no han perdido tiempo
culpando a los demás de sus problemas. Tienen una influencia geopolítica que
toca, incluso, a sus conquistadores, los portugueses, y a las naciones
africanas que comparten su lengua, y un desarrollo tecnológico que no deja de
sorprender.
Así como la Unión Europea y los
Estados Unidos se ríen de las enternecedoras bravatas antioccidentales de Cuba
o Nicaragua, respetan con entera sinceridad las disposiciones del gigante
sudamericano. La realidad brasilera es hija de un modelo democrático liberal
que respeta y promueve la independencia de criterios.
Un entorno cultural flexible,
complementario y múltiple, que tiene a algunas de sus universidades en la
vanguardia de la subregión. La independencia que tanto alude el chavismo no la
vamos a alcanzar colocando discos de Xulio Formoso: la obtendremos
desarrollándonos como lo ha hecho Brasil Son circunstancias multidimensionales,
de carácter concurrente y de una enorme complejidad.
El chavismo, el falangismo, el
castrismo y el leninismo tienen para esta realidad respuestas muy elementales.
Dividir a la humanidad en parcelas; suponer que esa sola circunstancia las hace
únicas y mejores que las otras; hacer ascos de la diferencia y el mestizaje
cultural.
Mirar el futuro con la nuca. Tener una
visión policial de la política. Llorar con el himno, cuadrársele a una bandera,
desbordarse en cánticos cursilones de carácter rural.
Son parte de los vicios más genuinos
de la extrema derecha y la extrema izquierda. Ese es nuestro verdadero dilema:
apertura o aislamiento. Uno de los aspectos más interesantes de la plataforma
programática de la MUD descansaba en esa cláusula: "Venezuela, país
abierto al mundo". El eje del racionalismo democrático.
Pío Baroja lo dijo una vez: "el nacionalismo es una enfermedad que se
cura viajando". No hay insulto que me de más risa que ese de
"apátrida".
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