Daniel Morcate. EL NUEVO HERALD
Ted Cruz, de origen
cubano, es el primer hispano electo como senador de Texas. Foto Telemundo
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Tiene complejo de prócer
norteamericano. Cree que vino en el Mayflower o cosa por el estilo. Piensa que
ha cogido a la yuma por el rabo. Pero es tan cubiche como usted, si es que
usted lo es, estimado lector. O como yo. Me refiero al senador de Texas, Ted
Cruz, quien encarna los peligros que enfrenta la reforma migratoria a partir de
esta semana, cuando ha llegado el momento de someterla, más que al debate
político, a la politiquería que caracteriza a Washington. El senador Cruz se da
golpes en el pecho porque todavía se opone a cualquier vía a la legalización
para los indocumentados. Acusa al presidente Obama de promoverla con el oculto
propósito de aniquilar la reforma. Y repite como un mantra lo de “más botas en
la frontera”, a sabiendas de que ninguna cantidad de botas que allí se emplacen
va a satisfacer a los trogloditas a los que él representa como hijo pródigo del
Tea Party.
Cruz es un ejemplo del mayor peligro
que afrontan los titánicos esfuerzos por lograr la reforma migratoria que tanto
necesita el país: los extremistas republicanos que usarán cualquier excusa para
vilipendiarla, boicotearla y luego culpar de su posible fracaso a la Casa
Blanca y a otros legisladores, demócratas y republicanos, que con lucidez y
valentía están invirtiendo capital político en hacerla realidad. En otra
muestra de su mala fe, Cruz y otros tres republicanos de la Comisión Jurídica
del Senado la semana pasada le enviaron una carta altisonante, amenazadora
casi, a sus cuatro correligionarios de la Banda de los Ocho, Marco Rubio
incluido, que negocia la reforma. “No debemos poner a prueba la fe del pueblo norteamericano”,
escribieron, con una reforma que “da prioridad a legalizar a violadores de la
ley sobre las necesidades del país”. La pomposa carta exige detalles de las
negociaciones como si el complejo tema no se fuera a discutir amplia y
abiertamente en comisiones y en el pleno de las dos cámaras, para no hablar de
en la prensa nacional.
La impostura de estos legisladores
extremistas es manifiesta. Y demuestra por qué los partidarios de la reforma no
pueden darse el lujo de dejarla totalmente en manos de los políticos, sobre
todo ahora que se está llegando a la etapa decisiva. Si lo hicieran, la reforma
probablemente correría la misma suerte que los moribundos esfuerzos por frenar
las masacres de inocentes con leyes estrictas para controlar la compraventa de
armas de fuego y municiones. Los activistas pro inmigrantes deben mantener la
presión sobre el Congreso y la Casa Blanca mediante acciones coordinadas que,
dentro del marco de nuestras leyes, envíen un claro mensaje sobre la
conveniencia de humanizar el trato a los indocumentados y convertirlos en
miembros productivos, de hecho y de derecho, de nuestra sociedad.
Ya sea por convicción o por complacer
a la base radical a la que representan, los extremistas velan más por sus
intereses particulares que por los del partido al que pertenecen. Algunos creen
que su radicalismo es indispensable para reelegirse en sus distritos
conservadores. Aparentemente, no han asimilado la lección de la apabullante
derrota electoral que sufrió el GOP en noviembre. Pero esa misma derrota ha
dado nuevos bríos a los sectores moderados del republicanismo. Y éstos tienen
ahora la delicada misión de “iluminar” a los extremistas. O por lo menos de
evitar que se erijan en un obstáculo infranqueable para adoptar medidas que
fomenten la concordia y el bienestar de la nación, como la reforma migratoria.
Las imposturas y torpeza de los
extremistas no se deberían confundir con los planteamientos que, de buena fe,
buscan garantizar la mejor reforma migratoria posible, una que no repita los errores
que se le atribuyen a la Ley de Inmigración que aprobó el Congreso y promulgó
el presidente Ronald Reagan en 1986. Solo una legislación bien articulada, que
combine sensatamente la normalización del status de los indocumentados con el
aumento de la inmigración legal y la prevención de la ilegal, recibirá el apoyo
necesario no solo de la mayoría de legisladores sino también de los
norteamericanos a los que éstos representan. Una legislación así, desde luego,
no complacerá a todo el mundo. Pero gozará de una legitimidad incuestionable.
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