jueves, 11 de abril de 2013

Reforma y politiquería


Daniel Morcate. EL NUEVO HERALD

Ted Cruz, de origen cubano, es el primer hispano electo como senador de Texas. Foto Telemundo
Tiene complejo de prócer norteamericano. Cree que vino en el Mayflower o cosa por el estilo. Piensa que ha cogido a la yuma por el rabo. Pero es tan cubiche como usted, si es que usted lo es, estimado lector. O como yo. Me refiero al senador de Texas, Ted Cruz, quien encarna los peligros que enfrenta la reforma migratoria a partir de esta semana, cuando ha llegado el momento de someterla, más que al debate político, a la politiquería que caracteriza a Washington. El senador Cruz se da golpes en el pecho porque todavía se opone a cualquier vía a la legalización para los indocumentados. Acusa al presidente Obama de promoverla con el oculto propósito de aniquilar la reforma. Y repite como un mantra lo de “más botas en la frontera”, a sabiendas de que ninguna cantidad de botas que allí se emplacen va a satisfacer a los trogloditas a los que él representa como hijo pródigo del Tea Party.

Cruz es un ejemplo del mayor peligro que afrontan los titánicos esfuerzos por lograr la reforma migratoria que tanto necesita el país: los extremistas republicanos que usarán cualquier excusa para vilipendiarla, boicotearla y luego culpar de su posible fracaso a la Casa Blanca y a otros legisladores, demócratas y republicanos, que con lucidez y valentía están invirtiendo capital político en hacerla realidad. En otra muestra de su mala fe, Cruz y otros tres republicanos de la Comisión Jurídica del Senado la semana pasada le enviaron una carta altisonante, amenazadora casi, a sus cuatro correligionarios de la Banda de los Ocho, Marco Rubio incluido, que negocia la reforma. “No debemos poner a prueba la fe del pueblo norteamericano”, escribieron, con una reforma que “da prioridad a legalizar a violadores de la ley sobre las necesidades del país”. La pomposa carta exige detalles de las negociaciones como si el complejo tema no se fuera a discutir amplia y abiertamente en comisiones y en el pleno de las dos cámaras, para no hablar de en la prensa nacional.

La impostura de estos legisladores extremistas es manifiesta. Y demuestra por qué los partidarios de la reforma no pueden darse el lujo de dejarla totalmente en manos de los políticos, sobre todo ahora que se está llegando a la etapa decisiva. Si lo hicieran, la reforma probablemente correría la misma suerte que los moribundos esfuerzos por frenar las masacres de inocentes con leyes estrictas para controlar la compraventa de armas de fuego y municiones. Los activistas pro inmigrantes deben mantener la presión sobre el Congreso y la Casa Blanca mediante acciones coordinadas que, dentro del marco de nuestras leyes, envíen un claro mensaje sobre la conveniencia de humanizar el trato a los indocumentados y convertirlos en miembros productivos, de hecho y de derecho, de nuestra sociedad.

Ya sea por convicción o por complacer a la base radical a la que representan, los extremistas velan más por sus intereses particulares que por los del partido al que pertenecen. Algunos creen que su radicalismo es indispensable para reelegirse en sus distritos conservadores. Aparentemente, no han asimilado la lección de la apabullante derrota electoral que sufrió el GOP en noviembre. Pero esa misma derrota ha dado nuevos bríos a los sectores moderados del republicanismo. Y éstos tienen ahora la delicada misión de “iluminar” a los extremistas. O por lo menos de evitar que se erijan en un obstáculo infranqueable para adoptar medidas que fomenten la concordia y el bienestar de la nación, como la reforma migratoria.

Las imposturas y torpeza de los extremistas no se deberían confundir con los planteamientos que, de buena fe, buscan garantizar la mejor reforma migratoria posible, una que no repita los errores que se le atribuyen a la Ley de Inmigración que aprobó el Congreso y promulgó el presidente Ronald Reagan en 1986. Solo una legislación bien articulada, que combine sensatamente la normalización del status de los indocumentados con el aumento de la inmigración legal y la prevención de la ilegal, recibirá el apoyo necesario no solo de la mayoría de legisladores sino también de los norteamericanos a los que éstos representan. Una legislación así, desde luego, no complacerá a todo el mundo. Pero gozará de una legitimidad incuestionable.

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