Quienes, invocando
al pueblo, hoy piensan que se saldrán con la suya con zancadillas seudo
legales, silencios espesos y agresiones judiciales, quienes son capaces de
cualquier cosa para no soltar el poder político, serán finalmente juzgados como
lo que son por las siguientes generaciones de ciudadanos.
Alonso Moleiro. TALCUAL DIGITAL
Escribo estas líneas en la víspera del
desenlace del domingo 14 de abril. Una campaña electoral abrupta y de carácter
inédito, extremadamente corta e incluso más apasionada que las registradas en
el pasado reciente.
Sin bien la maqueta de simpatías e
identificaciones no debe conocer modificaciones demasiado estructurales en el
trazo grueso ─ dos fuerzas políticas que copan completamente la escena
nacional, y que han invadido los espacios domésticos con sus valores
emocionales y postulados ─, es obvio que la ausencia de Hugo Chávez está
produciendo algunos desequilibrios, todavía no demasiado perceptibles, en la
vida cotidiana de los venezolanos.
El chavismo mantuvo el espíritu de
cuerpo y honró la última disposición de su líder, acompañando la candidatura de
un trastabillante y controvertido Nicolás Maduro.
Un dirigente que ha desarrollado
técnicas para maniobrar y desplazarse en la política como parte del alto
gobierno, en calidad de funcionario público, como ha quedado dicho en otra
parte por quien suscribe, pero que tiene objetivas debilidades como figura
nacional al momento de convocar simpatías en unas elecciones. Muchísimo más en
unas elecciones de este tenor.
Queda claro que Maduro fue el sucesor
escogido y que la militancia del gobierno identificó en su figura los elementos
unificadores que necesitaba en el espacio emocional dejado por el desaparecido
Chávez.
La debilidad de su oratoria y su
discutible carisma, junto al apreciable abismo que podemos constatar cuando
establecemos la comparación con su predecesor, lo único que nos indican es que
la brevedad de esta campaña hizo mucho para ayudarlo.
De haber tenido un margen mayor de
exposición, con bastante probabilidad el capital político del oficialismo se
habría desmigajado con alarmante rapidez. El nerviosismo exhibido por la alta
dirigencia del PSUV en los últimos días, expresado en truculentas denuncias que
se contradicen unas a otras, así lo delata.
En la otra acera, Henrique Capriles
Radonski comandó a una Mesa de la Unidad con un aparato bastante más modesto y
una militancia con una fidelidad algo más condicionada que la de sus
adversarios.
Fue un acierto de Capriles endurecer
el tono de su mensaje y descorrer ante los venezolanos la terrible realidad
cotidiana que padecemos, olvidándose por esta ocasión de complacer los oídos
del presuntamente existente "chavismo blando".
Capriles conoció un enorme crecimiento
como líder político, y, más allá del resultado, condujo una campaña electoral
totalmente acertada en términos conceptuales y estratégicos.
Queda en la audiencia la sensación de
que se desarrolló una contienda en la cual abundaron las acusaciones menudas y
los insultos sin contenido. Expresión inequívoca de la decadencia nacional, un
proceso lento pero sostenido que ha vivido la nación en los últimos 20 años.
La terrible debilidad institucional
vigente en el país me permite hacer un hincapié esencial para apuntar lo
fundamental de esta nota: el enorme desbalance existente en materia de
condiciones y oportunidades; la forja de un sistema de decisiones políticas
destinadas a favorecer al status y al gobierno; el cuadro estructuralmente
desequilibrado que se registra en la opinión pública; la reiterada secuencia de
violaciones a la normativa legal que favoreció a una de las dos tendencias en
un contexto de completa impunidad.
En fin, me refiero a las reiteradas
declaraciones, en clave de amenazas, violatorias a la Constitución Nacional,
hechas por el ministro de la Defensa a favor del partido de gobierno.
La grotesca e ilegal intromisión de la
Fuerza Armada en la política cotidiana, herencia directa de un hábito que le
impuso a la nación el propio Chávez, que contradice el espíritu constitutivo de
la institución castrense.
El empleo ventajista que hizo el PSUV
de todos los bienes del Estado, con el objeto de favorecer a su causa. La
consolidación del peculado de uso, la administración inescrupulosa y corrompida
de los bienes nacionales a favor de una parcialidad política, la superposición
de los objetivos del gobierno con los del Estado como expresión de uno de los
rasgos más visibles del subdesarrollo y el retroceso que experimentamos como
sociedad. Especialmente patente en el comportamiento de medios estatales, como
Venezolana de Televisión.
La escasez de modales y de vergüenza
de las instituciones públicas para presionar a sus empleados; la ofensiva
lenidad complaciente, que, al respecto, se observa en instituciones como el
Ministerio Público.
La consolidación de un ambiente
político en el cual ha sido posible que la disidencia haya sido amenazada,
agredida con insultos de diverso calibre; vilipendiada con cualquier licencia,
coaccionada de forma por demás cobarde, en medio de un silencio deshonesto e
indignante, que incluye, también, al Consejo Nacional Electoral, en episodios
como el que tuvo que vivir Norkys Batista breves días atrás.
Coloco estos apuntes sobre la mesa,
nuevamente, sin conocer todavía el desenlace electoral, como quien manda un
mensaje dentro de una botella. Nuevos tiempos se irán aproximando; más allá de
los titulares y la lectura gruesa, generaciones futuras de venezolanos curiosos
tendrán que pergeñar material de prensa y artículos como este para poder
comprender lo vivido en este complejísimo tiempo histórico. Esta ha sido la era
del fanatismo, la impostura y la ausencia de escrúpulos.
Quienes, invocando al pueblo, hoy
piensan que se saldrán con la suya con zancadillas seudo legales, silencios
espesos y agresiones judiciales, quienes son capaces de cualquier cosa para no
soltar el poder político, serán finalmente juzgados como lo que son por las
siguientes generaciones de ciudadanos.
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