Ángel Oropeza. EL UNIVERSAL
La tergiversación y manipulación de la
ciencia psicológica ha sido siempre una fascinación de autoritarismos y tiranías. Juan Perón, Augusto Pinochet, Anastasio
Somoza y Efraín Ríos Montt, por nombrar sólo cuatro representantes históricos
del gorilismo fascista latinoamericano, disfrutaban de calificar como insanos
mentales a quienes se les oponían, y con frecuencia encarcelaban a adversarios
políticos y defensores de los derechos humanos en instalaciones psiquiátricas
que escondían su real función cancelaría.
También el expresidente Chávez gustaba mucho
de despachar la complejidad social recurriendo al expediente de "disociados", "psicóticos" y "enfermos mentales" para etiquetar a
quien no le aplaudiera, o simplemente no compartiera sus puntos de vista.
Pero quienes fueron unos maestros en el "arte" de usar la Psicología con
fines represivos fueron los camaradas del Estado estalinista en la antigua
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Allí, los hospitales psiquiátricos eran frecuentemente usados por los
jerarcas del establishment como cárceles para aislar a los disidentes y
prisioneros políticos, e intentar destruirlos moral, física y psicológicamente.
No fue por azar que el diagnóstico de "esquizofrenia
lentamente progresiva" se convirtiera en moneda de uso corriente en el
aparato represivo comunista, para catalogar a quienes se oponían al
sistema. El psiquiatra Andrei
Snezhnevski, y los profesores del Instituto Serbski de Moscú llegaron a afirmar
con marcado cinismo que "muy
frecuentemente, ideas acerca de luchar por la verdad y la justicia se forman en
la mente de personalidades con una estructura paranoica". Lo cierto es
que al menos 365 personas sanas fueron tratadas por presentar una
"definida locura política" en la Unión Soviética, aunque en realidad
pudieron ser varios miles más. De hecho,
el conocido disidente y defensor de los derechos humanos Vladimir Bukovski,
logró en 1971 filtrar a occidente más de 150 páginas donde se documentaba el
abuso psiquiátrico por razones políticas, llevado a cabo en las instituciones de salud mental de la Unión
Soviética.
Dada su extrema dependencia con la URSS, esta
práctica represiva bajo el disfraz de tratamientos psicológicos se hizo también
muy frecuente en la Cuba castrista, y ha sido desde la década de los 60 del
siglo pasado uno de los modus operandi preferidos por los aparatos de
inteligencia política del estado comunista. Para el régimen castrista, las
actividades de los disidentes obedecen por igual tanto a la manipulación por
intereses externos como a su insania mental.
Es por ello que tampoco es azaroso que en
Venezuela, dada la extrema dependencia con respecto a Cuba, y la influencia del
castrismo sobre la actual oligarquía gobernante, la recurrencia a la
"enfermedad mental" de los opositores se haya vuelto tan usual en los
burócratas oficialistas. El último
episodio es el risible y vergonzoso "acuerdo" de los diputados del
gobierno en la Asamblea Nacional, obedeciendo órdenes de un teniente que los
manda, en el cual se piden realizar "evaluaciones psicológicas" a
Julio Borges y Nora Bracho, por el delito de intentar interrumpir un discurso
de Nicolás Maduro.
Más allá de lo anecdótico, el problema es que
esta práctica cada vez más usual de asignar alegremente categorías nosológicas
psiquiátricas a los opositores, disidentes
y defensores de los derechos humanos en Venezuela, esconde una lamentable
incapacidad para tolerar y administrar las diferencias propias de toda
comunidad humana. Se recurre a la "etiqueta psicológica" simplemente
porque ─ desde el primitivismo cuartelario de nuestros burócratas ─ con los
"locos" no se puede dialogar. Lo único que se puede hacer con los
"locos" es ignorar a los que no hacen daño, y encerrar a los que son
peligrosos.
Así, para el gobierno no existen adversarios
sino "enfermos mentales" que, dado que son "locos", no
pueden tener razón ni se les puede tomar en cuenta. De esta manera, y fiel a
las indicaciones de La Habana, el gobierno divide al país en dos: los que le
aplauden y los "enfermos".
Desde su indigencia intelectual e hipertrófica arrogancia, sienten que
pueden ahorrarse el esfuerzo de la convivencia y la tolerancia, porque "no
hay con quién dialogar". Por eso es tan útil esta vieja práctica
estalinista: todo el que no se arrodille, es porque está enfermo de la mente, y
por tanto hay que ignorarlo o encerrarlo.
Tanto Julio Borges como Nora Bracho, los
últimos "enfermos" del madurocabellismo, no han hecho otra cosa que
dedicar las 24 horas del día al arduo y fatigoso trabajo de la organización
popular y la construcción de una alternativa digna para los venezolanos. Y en
la medida que su labor ha venido alcanzando éxitos y frutos tangibles, también
han despertado la ira de los cuartelarios. Para Julio y para Nora, nuestro
abrazo y reconocimiento. Si ya forman parte de los "enfermos mentales"
del neogorilismo venezolano, saben que van por buen camino.
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