Roger Vilain. Blog POLIS
Junto a mi mesa conversan dos tipos
mayores. Alzan la voz, gesticulan, piden más café, y por mucho que me escudo
intentando escapar de esas diatribas con “No
digas noche”, de Amos Oz, un comentario hace saltar mi taza, los libros, el
cenicero y la botella de agua mineral.
Tengo la costumbre de vivir y dejar
vivir. Tamaña máxima la aprendí de mi padre hace una punta de años, de modo que
entre ceja y ceja llevo la convicción de que cada quien con su cada cual, cada
oveja con su pareja, cada loco con su tema o cada luna con su medianoche. Lo
contrario es cercenar la más íntima de las necesidades, que es la de
privacidad, y es darle un hachazo a la libertad en el mero centro del occipital.
Conmigo no cuenten para eso.
Pero a veces se entremezcla la
gimnasia con la magnesia y qué va, el cóctel resulta intragable a cualquier
hora, lo que me hace fruncir el ceño, levantar como zorro las orejas, detenerme
a propósito del bodrio que mis vecinos tejen a quemarropa. Entonces ya ven,
este sábado comento en voz alta para ustedes. Y es que el mundo chorrea
belleza, enigmas que bien valen el recogimiento y la contemplación, pero
también miserias, escupitajos cargados de prejuicios y resentimientos que, como
está el patio, hay que despacharlos rápido sin darles tregua ni respiro.
No sé de qué iba la charla en su
contexto general y me interesaba un pepino, pero alguien habló de Venezuela, y
luego de América, y de España, y de ahí surgió la acusación, la palabra
genocidio ─ que por supuesto no ha sido lavado todavía, decían ─; de ahí se
materializó el prejuicio, el dedo índice, la imbécil creencia de que todo el
mal que nos agobia hoy tiene certificado de nacimiento en la Conquista y
comienza en aquellos días llenos de espadas, de sotanas y de cruces.
No conozco un sólo país ajeno a la
pólvora o al cuchillo, a la violencia demencial en cualquiera de sus
manifestaciones. No existe sociedad humana virgen, de espaldas a mil avatares
en que las injusticias no se abracen con la sangre, con la explotación o la
traición, con las más bajas pasiones a la hora de anexarse territorios,
defender dioses, imponer cosmovisiones y enarbolar mejores formas de matar o
pisotear. Así que no me vengan con cuentos: dos buenos señores dándole a la
lengua, consumiendo café plus con cremita premium de cereza y chocolate
derretido al canto, que pagarán su cuenta al pelo y seguro también sus impuestos, que pobrecitos, lancen
como si nada cuatro inocuas pendejadas producto de una charla típica de ociosos
en un cafetín de pueblo, vamos, no debería ser para tanto. Pero lo es. De
percepciones así, de sentirnos dueños del circo y sus alrededores, de tanto
suponer que Dios ha bajado, que lo tenemos agarrado por las barbas, que nos
brinda una cerveza helada mientras asiente dándonos palmaditas en el hombro,
nace la creencia de que somos superiores, de que nos ultrajaron y hay que
cobrar venganza antes o después, pero cobrarla.
A partir de disparates como ése aparecen las más alocadas supercherías sobre nosotros y sobre el lugar que ocupamos
en la trama dura y caníbal de este mundo, que por cierto no es ningún lecho de
rosas.
Nacionalismos de todos los pelajes,
complejos de superioridad o de
inferioridad letales, ideas de pureza racial o cultural y otros delirios por el
estilo, Hitler, Stalin, Milosevic, Pinochet, Castro, Pol Pot, Nerón, sume y
siga y dígame, coño, si no hay que educar en serio para poner de patitas en la
calle a cuanto huela a suposiciones parecidas, a asépticos diálogos como éste,
a tantos tirios y troyanos incapaces de meterse en la historia sin gríngolas
ideológicas con pies de barro, incapaces de advertir que existe otro, que hay
alguien distinto a ti y que es maravilloso que eso ocurra.
Por supuesto que España conquistó, y lo hizo a la fuerza y a
la bruta, con saña y crímenes de por medio. Negarlo es una absoluta necedad
pero lo otro, alimentar odios, resucitar rencores, culpabilizar y no olvidar,
hoy por hoy, es una imbecilidad tallada a fuego lento. A las alturas del año
que vivimos la España de la Conquista forma parte de la historia, la historia
con mayúsculas, y quien pretenda ahora
hacer lodos con aquellos polvos es un tarado que únicamente se cura con
lecturas, con libros, con eso que dieron en llamar cultura. Lo otro es bolsería
y bajeza humana, buenas para escupir sandeces y peligrosísimas si hallan tierra
fértil en la que materializarse. Al carajo con ellas. Siempre.
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