La potencialidad
absolutista del mandamás de turno habilitado siempre se encuentra con las
órdenes, líneas políticas y las acuciantes necesidades económicas de los
expertos comandantes cubanos
Álvaro Requena. EL NACIONAL
No espere el lector encontrar aquí la
definición última de “habilitante”, ni tampoco una explicación de por qué tales
leyes son solicitadas por el gobernante de turno. En primer lugar yo no sé de
leyes ni de poderes, asambleas o política, y todavía menos de administración de
los recursos del Estado. Así que sólo puedo hablar de lo que siento. Que además
parece que es lo que siente mucha gente.
En mi concepto, una ley habilitante es
la máxima demostración de desprecio y desconfianza que puede enrostrarle un
gobernante a una Asamblea democráticamente elegida. Su aprobación indica un muy
bajo nivel de autoestima por parte de los legisladores y, por tanto, aceptación
tácita y obsecuente de un gobernante que al humillarles les convierte en
subyugados mandaderos y ciegos observantes de su propia anulación.
Hay algo más, al saltarse el paso de
las discusiones de la Asamblea, el gobernante de turno consigue introducir en
esas leyes previsiones seguras para generar y apoyar la complicidad en su
camino al despotismo y al gobierno autocrático, que solíamos llamar dictadura,
pero ahora se conoce con variados nombres que defienden algún punto oscuro de
las libertades y muchas esperanzas sociales de los votantes. Eso no es nada
nuevo, al finado general J. V. Gómez le inventaron títulos que lo definían como
un ser necesario, imprescindible: “Rehabilitador de Venezuela”, “Ilustre
caudillo”, “Benemérito”, etc. Franco en España hizo lo mismo. Stalin, también.
Recientemente, se exaltaron los
epítetos hasta el punto de expandirse las famas y glorias del gobernante a
otras fronteras, islas, continentes y galaxias. Así mismo le fueron asignadas
tareas de reconstrucción, creación, estructuración y formalización de un modelo
ideológico único y actualizado al siglo presente.
Paralelamente, sus acólitos y otros
seguidores se dieron a la tarea inmensa de construir una forma de respeto
devocional religioso, que convierte al gobernante en alguien poco menos que
infalible. De esa imposibilidad de fallar, de errar en sus decisiones, surge la
necesidad de afianzarse en la mente del votante como ser omnipresente,
omnisciente, infalible y absolutamente desprovisto de la necesidad de consultar
a nadie, además de ser moralmente puro y expresión humana de los más altos y no
discutibles valores éticos.
Eso es, apreciados lectores, lo que
significa “habilitante”.
Claro que en Venezuela, donde las
cosas no siempre son como parecen, la potencialidad absolutista del mandamás de
turno habilitado siempre se encuentra con las órdenes, líneas políticas y las
acuciantes necesidades económicas de los expertos comandantes cubanos y lo que
era un halo de santidad y prueba de su incomparable y único destino, se
convierte en una mascarada triste de obsequioso iluminado ante su avasallante
maestro.
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