Roberto Casín. EL NUEVO HERALD
Hubo una época en que además de
despreciables los forajidos eran también despreciados. La regla se cumplía con
agrado, incluso en los predios menos civilizados del planeta. Sólo las personas
respetables, más instruidas y de mejor corazón tenían abiertos con una sonrisa
los caminos. Quienes se situaban al extremo opuesto delinquían por partida
doble. Uno, porque no se acomodaban a las normas, y dos, porque además la gente
los señalaba claramente como enemigos. Pero desde que los bandoleros invadieron
los predios de la política para proclamarse justicieros y patriotas, el
desconcierto mundial en materia de leyes, derechos, tolerancia y justicia, es
absoluto. Y las consecuencias, muy lamentables.
Los remito al diabólico cariz que han
ido tomando los acontecimientos desde que a una sarta de endemoniados soldados
de la Yihad se les antojó convertir en escombros las Torres Gemelas, y en
cenizas a miles de infieles. Desde entonces han estado sembrando en nombre de
Alá y sin clemencia el terror, y cada vez que pueden la muerte. Ya no sólo son
saudíes, yemenitas y somalíes que hicieron del Corán un fusil de asalto.
También hay egipcios y sudaneses, seguidores de Al Qaida equipados con armas
libias, palestinos y libaneses apertrechados por Irán, y también sirios de
Jabhat al Nusra envueltos en los estandartes de la Primavera Árabe.
Las fotos tomadas por algún que otro
reportero que ha osado aventurarse en las ardientes arenas del Magreb, en las
inhóspitas montañas de Waziristán o en pueblos aparentemente inofensivos del Oriente
Medio los revelan con estampa propia: Kalashnikov en mano, arropados en sus
chilabas y bajo turbantes que apenas les dejan al descubierto los ojos, de
mirada desafiante. Están poseídos por la idea poner al mundo patas arriba. Si
los bolcheviques consiguieron hacerse del poder en los albores del siglo XX
inspirados por el fanatismo de otro dogma, y los nazis hicieron temblar al
mundo y exterminaron a millones de judíos décadas después, pensarán, ¿por qué
no habrían ellos de doblegar a los cristianos en el XXI?
El propósito común que les anima hace
imperceptibles las diferencias que pueda haber entre los terroristas de Ansar
Al Sharia, en Yemen, los de Hezbolá, en Beirut, o los de las Brigadas al
Qassam, brazo armado de Hamás, cuyo líder político, Jaled Meshal, se instaló
hace una semana en la Franja de Gaza luego de 45 años de ausencia y ante una
enfebrecida multitud de palestinos sin fronteras prometió edificar un estado
islámico en las tierras que hoy también son hogar de judíos, y por supuesto borrar
del mapa a Israel. Luego, un cabecilla de al Qassam se dirigió enmascarado a la
misma muchedumbre y la hizo vibrar de júbilo al anunciarle que se está
preparando “un ejército desde Gaza, Cisjordania, Cairo, Túnez, Teherán y
Ankara”. Faltarán comida y juguetes para los niños pero qué importa, sobran
AK-47.
Si todo el pleito fuese por cuestión
de honra o porque la Biblia y el Talmud son de lectura intrincada estaríamos de
rechupete. Pero no, el asunto no es tan sencillo. Donde ondean las banderas
negras con la inscripción “El único Dios es Alá, y Mahoma su profeta” el
panorama es alarmante o desolador. Por ejemplo, hace sólo unos meses, los
señores de los que les cuento se apropiaron de una parte de Mali ─ más de 800
mil kilómetros cuadrados ─ en pleno corazón del Sahel, incluida la legendaria
Tombuctú, y declararon el estado islámico independiente de Azawad. Desde
entonces, miles de seguidores de la guerra santa musulmana, jóvenes ávidos de
aventuras, sedientos de sangre y de dinero, vienen agrupándose en lo que dan
por suelo seguro. Los reclutan como a un coro de ángeles, pero no son otra cosa
que matones que oran cinco veces al día. Desde Bamako llegan noticias de que
han implantado la sharia, que amputan pies y manos a ladrones que quizás
robaron por hambre, que pastorean a las mujeres a latigazos, y que la vida con
ellos es peor que entre los talibanes en Afganistán.
Mientras tanto, del lado de acá, donde
estallan las bombas y guardamos luto por los degollados, seguimos enfrascados
en la disyuntiva de cómo tratar a los guerreros del Islam, si a balazos u
ofreciéndoles bandera blanca, aun cuando los hechos dicen que son hombres muy
peligrosos, que no aspiran a tener una vida normal ni a dejar que la tengamos,
y que es mejor tenerlos a dos metros bajo tierra que resignarnos a seguir
siendo los trofeos de su tiro al blanco.
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