Vicente Echerri.
EL NUEVO HERALD
El asesinato de una veintena de niños
y siete adultos la semana pasada en Newton, Connecticut, ha consternado y ha
hecho reflexionar a toda la nación. Aunque no es el primer caso y ni siquiera
el que más muertes haya ocasionado, la inocencia de la mayoría de las víctimas
y la reiteración, casi en vísperas de Navidad, de un crimen tan gratuito como
bárbaro, ha afectado notablemente a la ciudadanía y ha puesto a todo el mundo
en ánimo de buscar explicaciones y soluciones.
Esta columna será, pues, una más. Vendrá
a sumarse a todas las opiniones que se han escrito en los últimos días — tanto
de expertos como de legos — y a los comentarios de otros medios de difusión,
así como a las discusiones en torno al tema que tienen lugar ahora mismo en
aulas, dependencias gubernamentales, oficinas, talleres y en el seno de las
familias. Si algo bueno ha tenido este episodio de horror es que ha puesto
sobre la mesa de todos no sólo el problema del acceso a las armas de fuego y la
urgente necesidad de controlarlo, sino también la cultura de la violencia en
que vivimos, la incomunicación e incluso la disfuncionalidad de un inmenso
número de familias, el autismo social en que parecen inmersas las últimas
generaciones, así como la falta de apoyo institucional para el tratamiento y la
reclusión de adolescentes desequilibrados, como son todos o casi todos los
autores de estas matanzas. Aunque esto suene a lugar común, lo que hemos visto
la semana pasada (y en varias ocasiones en los últimos años) es el síntoma de
una sociopatía cuyo remedio a todos concierne.
Cada vez somos más los ciudadanos de
este país que creemos en la necesidad de que el Estado ejerza un mayor control
sobre la venta y tenencia de armas de fuego (en particular de los llamados
fusiles de asalto o subametralladoras). Siempre que ocurre una desgracia como
la de esta escuela de Connecticut, surge, con mayor vehemencia, la
interrogante: ¿Por qué esta facilidad con que se adquieren en Estados Unidos
armas potencialmente tan letales que, con harta frecuencia, van a parar a manos
de un loco homicida? Los partidarios de la irrestricta libertad para
adquirirlas la defienden al amparo de la 2da. Enmienda de la Constitución,
aprobada como parte de la Declaración o Carta de Derechos (Bill of Rights) de
Estados Unidos el 15 de diciembre de 1791.
No es menester argüir lo mucho que han
cambiado las cosas en este país desde entonces, como ha cambiado el poder y
alcance de las armas de fuego. El principio detrás de ese derecho consagrado
por una enmienda constitucional es el de la prerrogativa del hombre libre de
armarse y, de ser necesario, defenderse contra la posible opresión del Estado.
Muy cerca estaba entonces la experiencia de los minutemen que fueron pioneros
de las milicias que se alzaron contra los británicos en la guerra de
Independencia. Por la misma época, y a lo largo del siglo XIX, la aventura de
los pioneros en la expansión y colonización del Centro y Oeste de los Estados
Unidos hacía de las armas una herramienta de supervivencia, tanto para la caza
de animales salvajes como para defenderse de bandidos e indios. Desde hace
mucho, la organización social hizo prácticamente obsoletos estos peligros, al
tiempo que la disparidad entre el poder militar del Estado (el más formidable
de la historia) y el armamento de que puedan disponer los civiles en este país
es tan grande que ridiculizaría cualquier intento de defensa si mañana se
implantara aquí una tiranía totalitaria.
Se impone, creo yo, que las
instituciones del Estado controlen la fabricación, venta, distribución, compra,
tenencia y portación de armas de fuego, y que proscriban el acceso a los
fusiles de asalto. El presidente Obama y algunos legisladores de su partido ya
han anunciado una iniciativa en ese sentido para cuando se reúna el próximo
Congreso en enero. Pero el problema no termina aquí. Se precisa alterar el
clima de enajenación y de violencia virtual en que han vivido los niños y los
jóvenes de este país durante las dos últimas generaciones, así como romper — con
la contribución mancomunada del hogar, la escuela y la comunidad religiosa — el
aislamiento social que acentúa todo ese montón de cachivaches electrónicos que,
con el pretexto de comunicar, mantienen a tantos en un estado cercano a la
idiotez. Familia y sociedad han de observar y atender también el perfil
psicológico de los más jóvenes y determinar tratamiento y reclusión preventiva
para los que muestren precoces rasgos de sociópatas. El desacreditado manicomio
tiene de nuevo una utilísima razón de existir.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario