Alejandro Armengol. EL NUEVO HERALD
Hugo Chávez tituló pomposamente
“socialismo del siglo XXI” a esa amalgama con la cual intentó acuñar su sistema
de gobierno e ideología. Ahora queda claro que más correctamente sería llamarla
“del siglo V o XV”. Igual apelación a la fe, o mejor al fanatismo, para
justificar un mandato terrenal mediante una invocación divina. Las fotografías
de fieles seguidores del chavismo, llorando y aferrados a un muñequito con la
imagen del caudillo, no resultan dramáticas sino patéticas. El oscurantismo
como consagración política a través de la ignorancia.
Porque si algún legado conservará el
chavismo, con independencia de que su creador muera ahora o dentro de muchos
años, es una idolatría típica latinoamericana, que no llega a mucho y es
incapaz de acciones decisivas.
Chávez, que siempre se ha creído el
continuador de Simón Bolívar y ha imitado a Fidel Castro hasta en enfermarse,
es sólo la versión masculina de Eva Perón. Mucha fanfarria y poca esencia.
Migajas a los pobres y delirios de grandeza. Un carisma que obedece a
circunstancias políticas e históricas, y gestos altisonantes.
Al igual que con Evita, un cáncer se
ha interpuesto en una carrera política marcada por baños de multitudes.
Sin embargo, a diferencia de Eva
Perón, que siempre fue el poder tras el trono, alguien a quien acudir en busca
de favores, un medio para llegar al jefe, Chávez representó la versión
actualizada del caudillo. Fue el mandamás, alguien que recibía los reclamos,
las súplicas, las peticiones simples y absurdas; una persona caprichosa y volátil,
despiadada e injusta: un ser humano que actuaba con la omnipotencia de un dios
y aspiraba a convertirse en mito, a continuar cercano y presente en
Latinoamérica con un mandato hasta el 2030, año en el que se cumplen 200 años
de la muerte de Simón Bolívar.
Escribo esta columna el jueves por la
noche, y saldrá publicada el lunes. Como suele ocurrir cuando uno se arriesga a
tratar acontecimientos en marcha, es posible que los hechos redefinan algunos
de sus puntos, pero todas las probabilidades indican que esta aspiración
bolivariana de Chávez no se cumplirá.
Ante cualquier mínima duda, en cuanto
a la posibilidad de que continúe con vida en el 2030, queda la certeza de que,
en lo que se refiere a convertirse en hacedor de un sueño, en paradigma y heredero
de Bolívar, no cabe la interrogante. Más bien todo lo contrario. Durante toda
su trayectoria política lo único que ha demostrado el actual presidente
venezolano es ser un estorbo.
Estorbo no sólo a un proyecto
sostenido de desarrollo, sino fundamentalmente a una trayectoria democrática ─ que
pese a los conocidos escollos continúa siendo la única alternativa a elegir
frente a cualquier afán totalitario ─. No por gusto la presidenta argentina,
Cristina Fernández de Kirchner, declaró recientemente que se siente más cerca
que nunca de Rafael Correa, el presidente de Ecuador, al tiempo que imploró por
el restablecimiento de Chávez. Peronismo, kirchnerismo y chavismo no son más
que camisetas cacofónicas de un mismo sayo. Pálidos payasos de una aspiración
totalitaria.
Si, como nos advirtió Isaiah Berlin,
la revolución rusa apartó violentamente a la sociedad occidental de lo que,
hasta entonces, parecía a casi todos los observadores un camino bastante
ordenado, y le impuso un movimiento irregular seguido de un impresionante
desplome, los populismos latinoamericanos no han servido más que para dilatar o
impedir el avance económico y social. Al amparo de la imperfección y el fracaso
neoliberal en la región, ha prosperado una práctica que se limita a medidas que
prometen distribuir hoy el pan, para terminar mañana aumentando la miseria e
impidiendo la puesta en marcha de un plan efectivo de reformas.
Chávez ─ y como figura política la
valoración de sus acciones está más allá de cualquier consideración personal
sobre su estado de salud o de mayores o menores sufrimientos y desgracias
personales ─ ha resultado nefasto no sólo para Venezuela, sino igualmente para
Cuba, y su intromisión y petrodólares han servido para retrasar cualquier
intento de “reformas”.
En este sentido, no resulta gratuito
que en sus palabras de clausura del Período Ordinario de Sesiones de la
Asamblea Nacional, el viernes 13 de diciembre, Raúl Castro anunciara el proceso
de “actualización” del modelo económico cubano “se empieza a adentrar en cuestiones
de mayor alcance, complejidad y profundidad”.
Por supuesto que no hay que echarle la
culpa a Chávez de todo lo que no se ha hecho en Cuba, pero sí su figura y
gestión han contribuido de sostén a quienes se aferran a la vigencia de un
supuesto izquierdismo que se resume en confusión y algarabía.
Ahora al régimen de La Habana, que de
forma oportunista se subió al carro del ajiaco ideológico del “socialismo del
siglo XXI”, no le queda más remedio que seguir la rumba. Es decir, perdón, la
misa. Porque a Chávez puede acusársele de canalla, pero no de rumbero.
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