lunes, 17 de diciembre de 2012

San Chávez


Alejandro Armengol. EL NUEVO HERALD

Hugo Chávez tituló pomposamente “socialismo del siglo XXI” a esa amalgama con la cual intentó acuñar su sistema de gobierno e ideología. Ahora queda claro que más correctamente sería llamarla “del siglo V o XV”. Igual apelación a la fe, o mejor al fanatismo, para justificar un mandato terrenal mediante una invocación divina. Las fotografías de fieles seguidores del chavismo, llorando y aferrados a un muñequito con la imagen del caudillo, no resultan dramáticas sino patéticas. El oscurantismo como consagración política a través de la ignorancia.

Porque si algún legado conservará el chavismo, con independencia de que su creador muera ahora o dentro de muchos años, es una idolatría típica latinoamericana, que no llega a mucho y es incapaz de acciones decisivas.

Chávez, que siempre se ha creído el continuador de Simón Bolívar y ha imitado a Fidel Castro hasta en enfermarse, es sólo la versión masculina de Eva Perón. Mucha fanfarria y poca esencia. Migajas a los pobres y delirios de grandeza. Un carisma que obedece a circunstancias políticas e históricas, y gestos altisonantes.

Al igual que con Evita, un cáncer se ha interpuesto en una carrera política marcada por baños de multitudes.

Sin embargo, a diferencia de Eva Perón, que siempre fue el poder tras el trono, alguien a quien acudir en busca de favores, un medio para llegar al jefe, Chávez representó la versión actualizada del caudillo. Fue el mandamás, alguien que recibía los reclamos, las súplicas, las peticiones simples y absurdas; una persona caprichosa y volátil, despiadada e injusta: un ser humano que actuaba con la omnipotencia de un dios y aspiraba a convertirse en mito, a continuar cercano y presente en Latinoamérica con un mandato hasta el 2030, año en el que se cumplen 200 años de la muerte de Simón Bolívar.

Escribo esta columna el jueves por la noche, y saldrá publicada el lunes. Como suele ocurrir cuando uno se arriesga a tratar acontecimientos en marcha, es posible que los hechos redefinan algunos de sus puntos, pero todas las probabilidades indican que esta aspiración bolivariana de Chávez no se cumplirá.

Ante cualquier mínima duda, en cuanto a la posibilidad de que continúe con vida en el 2030, queda la certeza de que, en lo que se refiere a convertirse en hacedor de un sueño, en paradigma y heredero de Bolívar, no cabe la interrogante. Más bien todo lo contrario. Durante toda su trayectoria política lo único que ha demostrado el actual presidente venezolano es ser un estorbo.

Estorbo no sólo a un proyecto sostenido de desarrollo, sino fundamentalmente a una trayectoria democrática ─ que pese a los conocidos escollos continúa siendo la única alternativa a elegir frente a cualquier afán totalitario ─. No por gusto la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, declaró recientemente que se siente más cerca que nunca de Rafael Correa, el presidente de Ecuador, al tiempo que imploró por el restablecimiento de Chávez. Peronismo, kirchnerismo y chavismo no son más que camisetas cacofónicas de un mismo sayo. Pálidos payasos de una aspiración totalitaria.

Si, como nos advirtió Isaiah Berlin, la revolución rusa apartó violentamente a la sociedad occidental de lo que, hasta entonces, parecía a casi todos los observadores un camino bastante ordenado, y le impuso un movimiento irregular seguido de un impresionante desplome, los populismos latinoamericanos no han servido más que para dilatar o impedir el avance económico y social. Al amparo de la imperfección y el fracaso neoliberal en la región, ha prosperado una práctica que se limita a medidas que prometen distribuir hoy el pan, para terminar mañana aumentando la miseria e impidiendo la puesta en marcha de un plan efectivo de reformas.

Chávez ─ y como figura política la valoración de sus acciones está más allá de cualquier consideración personal sobre su estado de salud o de mayores o menores sufrimientos y desgracias personales ─ ha resultado nefasto no sólo para Venezuela, sino igualmente para Cuba, y su intromisión y petrodólares han servido para retrasar cualquier intento de “reformas”.

En este sentido, no resulta gratuito que en sus palabras de clausura del Período Ordinario de Sesiones de la Asamblea Nacional, el viernes 13 de diciembre, Raúl Castro anunciara el proceso de “actualización” del modelo económico cubano “se empieza a adentrar en cuestiones de mayor alcance, complejidad y profundidad”.

Por supuesto que no hay que echarle la culpa a Chávez de todo lo que no se ha hecho en Cuba, pero sí su figura y gestión han contribuido de sostén a quienes se aferran a la vigencia de un supuesto izquierdismo que se resume en confusión y algarabía.

Ahora al régimen de La Habana, que de forma oportunista se subió al carro del ajiaco ideológico del “socialismo del siglo XXI”, no le queda más remedio que seguir la rumba. Es decir, perdón, la misa. Porque a Chávez puede acusársele de canalla, pero no de rumbero.

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