Fernando Mires. Blog POLIS
En
este artículo se presenta la siguiente tesis: Mientras en el Cercano Oriente
existe la tendencia a convertir a la religión en política, en el Lejano
Occidente (América Latina) subsiste la tendencia de convertir a la política en
religión
Oriente y Occidente son términos geográficos que
con el correr del tiempo adquirieron contornos culturales y políticos. E
independientemente a cualquier punto cardinal, Occidente pasó a definirse como
espacio en el cual priman formas democráticas de vida, elecciones libres y
secretas, separación irrestricta de poderes y la independencia del Estado con
respecto a la Iglesia. Esta última característica, la secularización, ha
llegado a ser signo distintivo de Occidente, razón por la cual los miembros de
la comunidad política occidental son señalados como “infieles” por algunos sectores del Islam. Infiel en ese
sentido no significa no tener creencias, sino reconocer un espacio de vida en
el cual no rige la ley de Dios. Para los fundamentalistas de todas las religiones,
una ofensa.
Desde la
perspectiva auto-centrista, el Oriente fue dividido desde y por Europa en dos,
uno geográficamente más cercano y otro más lejano. No obstante, la cercanía
geográfica no tardaría en reflejarse en cierta cercanía política.
Las corrientes
políticas nacidas en Europa, desde el jacobinismo, pasando por el socialismo,
hasta llegar al liberalismo, han penetrado con fuerza en el Oriente más
cercano, comportando la amenaza de la “desacralización del mundo” (Max Weber)
la que es percibida por ciertos sectores religiosos como una afrenta a su
identidad. De ahí que los grupos más conservadores del Cercano Oriente al negar
al “Occidente externo” niegan sobre todo al “interno”, a ese que anida en sus
naciones e, incluso, al que desean en el fondo de sus propias almas.
Por cierto, la
influencia política de Occidente en el Cercano Oriente no ha sido siempre
democrática, como hoy lo es. Todo lo contrario. Además de la colonial, la forma
más agresiva de dominación política occidental conocida en el mundo islámico fue
el socialismo representado por la URSS, potencia mundial que apoyaba a
militares como Nasser en Egipto, Ataturk en Turquía, Gadafi en Libia, Hussein
en Irak, y otros dictadores “socialistas” de la región. Así se explica por qué
en las rebeliones del 2011 confluyeron dos fuerzas políticas, las que siendo
antagónicas tenían como enemigo común a las dictaduras militares. Por una parte
sectores laicos pro-occidentales, partidarios de la secularización. Por otra,
organizaciones religiosas, partidarias de la re-sacralización del poder.
Dicha alianza
no podía ser de larga duración. De ahí que gobiernos resultantes de elecciones
democráticas ─ es el caso de Morsi en Egipto y de Marzouki en Túnez ─ están
condenados a navegar entre dos aguas. Deben, en efecto, enfrentar dos
oposiciones. A un lado la laica, organizada en un bloque en el que tienen
cabida ex partidarios de las antiguas dictaduras a los que se suman sectores
pro-occidentales que de modo paradojal lucharon en contra de esas mismas
dictaduras. Al otro, una poderosa fracción religiosa fundamentalista partidaria
de la re-sacralización del poder. Y bien, de la capacidad de los nuevos
gobiernos para navegar entre esas dos tormentosas aguas dependerá el futuro
político de la región.
En Turquía un
gobierno confesional ha logrado introducir reformas políticas de orientación
liberal, alcanzando una meta que parecía ser imposible: una república islámica
abierta al mundo, una que concita no sólo el apoyo de sectores religiosos, sino
también de grupos de orientación laica. Si en Turquía eso fue posible, puede
también serlo en Egipto e incluso en la Siria post-Assad. Esa es la esperanza.
A ella están apostando los EE UU y la mayoría de los gobiernos europeos.
Los gobiernos
europeos han debido aprender, además, que los ritmos y los cursos históricos de
otras naciones no son iguales a los propios. En la propia Europa el camino
hacia la democracia no fue directo. Las contrarrevoluciones antidemocráticas,
la fascista y la comunista, fueron derrotadas, pero a un precio altísimo. No
hay ninguna razón entonces para suponer que la democratización en el Cercano
Oriente será muy fácil. Pero todo indica que llegará, como ya ha llegado a los
espacios occidentales hasta hace poco pre-políticos, particularmente a ese
Lejano Occidente que es todavía el
continente latinoamericano.
En América
Latina ese pasado pre-político que una vez asoló a Europa va también quedando
atrás. De las dictaduras del pasado reciente sólo subsiste la junta militar
cubana, y una que otra autocracia. Continente de dictaduras militares y
encendidos populismos sólo perviven los últimos, portando consigo, por cierto,
el peligro de la recaída en nuevos regímenes dictatoriales.
De los populismos latinoamericanos ya se ha
escrito mucho; quizás demasiado. Poco se ha dicho en cambio acerca de su
principal connotación, a saber: la de que no hay populismo sin caudillo populista,
personaje que ejerce su poder de acuerdo a un carisma, supuesto o real. Eso
significa: todo populismo es personalista. No hay populismo sin culto a la
personalidad. La legitimación política del populismo ─ para usar
categorías de Weber ─ no es racional ni tradicional. Es carismática
De acuerdo a las tipologías weberianas, la
dominación carismática se diferencia de la dominación racional (la que
corresponde a regímenes que hoy denominamos democráticos) y de la tradicional
(que subsiste todavía en el Medio Oriente) en que la primera sustenta la
creencia en una determinada persona depositaria de poderes sobrenaturales
delegados por una supuesta instancia superior (la raza indígena, Evita,
Bolivar, el Che, entre otros ejemplos).
En cierto sentido podríamos afirmar que la
dominación tradicional intenta convertir a la religión en política. Es
el caso de los fundamentalistas islámicos quienes se defienden frente a la
posibilidad de una dominación de tipo racional. En cambio, la dominación
carismática intenta convertir a la política en religión. Es el caso de la
mayoría de los gobiernos populistas latinoamericanos.
Ahora, pasar
de la dominación tradicional a la racional es el camino seguido por la mayoría
de las naciones democráticas. Pero pasar de la dominación racional a la
carismática (es decir, convertir a la política en religión) es un hecho, desde
todo punto de vista, altamente problemático.
Para poner un ejemplo: Si un político jura a
un determinado caudillo apoyarlo “más allá de esta vida”, significa desde el
punto de vista histórico, experimentar una involución hacia el pasado totémico;
desde el punto de vista psíquico, caer en una regresión edípica pre-genital; y
desde el punto de vista teológico, proferir una blasfemia en contra de todas
las religiones del mundo.
Si el ejemplo
citado concuerda con algún caso verídico, dejo constancia de que no ha sido
casualidad.
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