Daniel Morcate.
Un fanático llamado Wayne LaPierre |
Ante la terrible
matanza de Sandy Hook, dejemos las cosas claras. Los apologistas de las armas,
por muy respetables que parezcan, por mucho que se amparen en la Segunda
Enmienda y otros falaces parapetos verbales, son cómplices de ésa y otras
escabechinas nacionales. Cómplices indirectos, pero cómplices al fin. Con su
obstinada oposición al control de armas, sus aportes monetarios a cabildos que
intimidan a políticos, sus adquisiciones delirantes de armas que ponen al
alcance de asesinos ─ cuando no los convierten a ellos mismos en homicidas ─
los apologistas apretaron el gatillo junto a Adam Lanza, el joven enajenado
cuyo nombre hoy muchos rehusan pronunciar quizás porque les suena demasiado a
ellos mismos. No en balde el perturbado de marras, como los matones que le
precedieron, compartía con los apologistas el culto embrutecedor a las armas.
Y ya que estamos
hablando claro, quitémosles de una vez a los apologistas la patética excusa de
la Segunda Enmienda. Ella solo ha "garantizado" el derecho individual
a poseer armas desde el 2008, cuando en Distrito de Columbia Vs. Heller
una Corte Suprema conservadora anuló la ley de control de armas de Washington
D.C. Antes de eso, y desde que se adoptó en 1791, solo garantizaba el derecho
de un estado a mantener una milicia. Eso es todo. Ni siquiera lo invocaba la
hoy infame Asociación Nacional del Rifle hasta fines de los 70, cuando comenzó
a pervertirla un fanático llamado Wayne LaPierre. La desfachatez con que
LaPierre y sus secuaces manipularon esa excusa provocó en 1991 una protesta del
republicano que entonces presidía el Supremo, Warren Burger. "La idea de que la Segunda Enmienda protege
el derecho de un individuo a portar armas", dijo Burger, "es uno de los mayores fraudes perpetrados
contra el pueblo norteamericano por parte de grupos de intereses especiales que
he visto en mi vida".
En el culto a las
armas en el Estados Unidos contemporáneo, el de las matanzas puntuales de
inocentes, el país en el que ya no podemos enviar a nuestros hijos a la escuela
o al cine sin el temor de que los maten a balazos, una falacia conduce a otra.
Ahora algunos afirman que ya es demasiado tarde. Que 45 % de los hogares se han
armado ya con 300 millones de armas. Y que aun después de la masacre en Aurora,
Colorado, 49 % de los norteamericanos opinaba que es más importante proteger el
derecho a las armas que controlar su compraventa, mientras que apenas 45 %
opinaba lo contrario.
La verdad es que habrá
que intentarlo mientras quede un solo norteamericano dispuesto a frenar el
culto enloquecido a las armas, responsable de más de 30 mil muertes anuales. Es
una cuestión de legítima defensa. Y el intento debe comenzar con pasos
calibrados. En lugar de reiterar sus "más sentidas condolencias" tras
cada matanza, con palabras que ya suenan falsas aunque no siempre lo sean, el
Presidente Obama y los congresistas deberían renovar la prohibición a la venta
de armas de asalto que expiró en el 2004 y extenderla a las devastadoras
semiautomáticas como las utilizadas en recientes masacres. Mediante otra ley
federal se pueden exigir inspecciones personales a todos los compradores. En la
actualidad solo se inspecciona a seis de cada 10. A esas inspecciones se
debería agregar una indagación minuciosa sobre la salud mental de cada
comprador. Y se deberían prohibir las ventas de armas a personas que sirven de
intermediarias a quienes no califican para comprarlas.
El sangriento ritual
de las armas es un problema complejo que requiere soluciones múltiples. Algunas
pueden ser tan sencillas como el realizar periódicas compras oficiales de armas
para disminuir significativamente su cantidad y prevenir que las usen jóvenes
hispanos y afroamericanos que, masacres aparte, son los que más mueren y matan
con ellas. Otras soluciones requieren mejorar el sistema de salud mental para
neutralizar a homicidas potenciales. Algunas presuponen un cambio de actitud
hacia las armas mediante la educación. Adam Lanza difícilmente hubiera
degenerado en monstruo sin una madre que lo crió en el culto delirante a las
armas. Ambos son hoy una espantosa metáfora de a podredumbre que encierra ese
culto irracional. Un culto ante el cual, quienes creemos que el derecho a la
vida de nuestros hijos es más fuerte que el supuesto derecho a portar armas, ya
no debemos reprimir el clamor de basta ya.
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