Alejandro Armengol. EL NUEVO HERALD
La pasada semana algunos en Miami
celebraron el 80 aniversario del 4 de septiembre. Desde el punto de vista de la
libertad de expresión, tienen todo su derecho a hacerlo. En lo que respecta al
mínimo análisis sobre la nefasta trayectoria del dictador Fulgencio Batista y
Zaldívar, en la política y la historia cubana, mejor hubiera sido que se
dedicaran a recordar cualquier fecha más célebre, desde la aparición del
“Caballero de París” hasta la última vez que se oyó pregonar la venta de
tamales en la esquina de 23 y 12, en El Vedado.
Cierto que gracias a la permanencia
del castrismo la aberración batistiana todavía se escucha a veces, e incluso
con algún que otro adepto trasnochado de última hora, pero poco cuenta en lo
que respecta a esa figura tenebrosa salvo su pecado mayor: haber propiciado la
llegada de Fidel Castro al poder.
Los dos aspectos que más se mencionan
al intentar justificaciones más o menos taimadas del batistato apelan a la
comparación y a la circunstancia, más que al supuesto protagonista de la
escena. Se pretende hablar de la “época de Batista”, apelar a cifras y destacar
el desarrollo económico alcanzado en Cuba como si todo ello obedeciera al
designio del tirano, cuando en realidad éste lo que hizo fue aprovecharse de
una situación existente y no crearla. Si incluso actualmente en la isla hay ─ en
lo que respecta a esa Habana de oropel y alegría grosera dedicada a venderse al
turista extranjero ─ una vuelta a la década de 1950, no es precisamente lo
mejor del espectáculo y la farándula de esos años lo que se recrea con mérito,
sino la vulgaridad y la prostitución de cualquier tipo, las cuales han renacido
con fuerza. Batista fue sinónimo de desprecio de la cultura, ignorancia y
explotación. Fue, para resumirlo en una palabra vigente y apropiada, soez.
Tampoco tiene validez alguna el
segundo aspecto, que es un símil fácil cuando no perverso. Cuando se compara la
dictadura de Batista con el régimen totalitario de los hermanos Castro no se
ataca principalmente a los segundos, sino que indirectamente se brinda cierto
alivio al primero.
Carece de sentido esa comparación,
como también lo es en el caso de Hitler y Stalin o entre la Camboya de Pol Pot
y el Congo de Leopoldo II de Bélgica. Es útil la denuncia y el acumular cifras
de asesinatos, vandalismo, hambre y miseria, pero lo peor no justifica ni
disminuye lo malo. Durante el último período de Batista en el poder, se robó,
asesinó y torturó. Puede cuestionarse alguna cifra repetida más como objetivo
de propaganda que para establecer certezas. Sin duda en los primeros años de la
llegada al poder de Fidel Castro se magnificó el terror anterior como un
recurso justificativo. Nada de esto anula los abusos reinantes con Batista en
el Palacio Presidencial. El argumento del “otro es peor” no solo resulta
infantil sino pernicioso.
El problema de la débil legitimidad
gubernamental antecede al acto de Batista, porque tiene sus raíces en la
corrupción rampante y la relativa incapacidad de dos instituciones establecidas
por la Constitución para el desarrollo del Estado de derecho y el avance
político del país: la Corte Suprema y el Congreso. Sin embargo, nadie como él
se aprovechó de esa debilidad institucional con objetivos más mezquinos, al
punto de abrir la puerta para lo que vendría después del 1 de enero de 1959.
Este desempeño final de su mandato en la isla oscurece cualquier intento de
reivindicación social que practicó durante su primera etapa de mando.
Tras el 10 de marzo de 1952, el camino
electoral con Batista en el poder fue cada vez más cuestionado. Unas elecciones
celebradas bajo su gobierno no se percibieron por la población como fuente de
legitimidad. La amnistía a los asaltantes al Moncada no fue un simple error
político o un acto de generosidad equivocada. Formó parte de esa búsqueda de
legitimidad que nunca alcanzó.
¿Existía la posibilidad de una
solución democrática en Cuba, sin dictadura de Batista y sin entregarle el
poder a Fidel Castro? En términos políticos generales, pareció posible hasta
1956 ─ incluso tras el ataque al Moncada, un hecho relativamente menor en
aquellos momentos para el panorama político nacional ─ si Batista hubiera
mostrado una actitud negociadora, similar a la que tuvo a finales de la década
de 1930, y cedido frente a la idea de una asamblea constituyente propugnada por
Carlos Márquez Sterling, Jorge Mañach y José Pardo Llada, entre otros. Sin
embargo, tras sus declaraciones de entonces no había un interés genuino de
negociar, sino su afán de seguir como “hombre fuerte” de la isla.
En última instancia, el uso de la
violencia para reprimir a la oposición fue lo que llevó a la caída del régimen
de Batista y al triunfo de Fidel Castro. Por ello nada más debería ser
repudiado a diario en esta ciudad.
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