Américo Martín. EL NUEVO HERALD
“Odios estratégicos”, manera pomposa
de encubrir una de las usuales modalidades del cinismo. La primera vez que la
escuché fue a Rómulo Betancourt, allá por 1959. La dictadura militar se había
desmoronado, la gente en la calle quería reproducir las barricadas y adoquines
de las revoluciones parisinas, el radicalismo a todo dar con el sonoro ejemplo
de los barbudos entrando en La Habana. Como el mundo era bipolar, la izquierda
más emotiva explicaba todos los problemas del país cargando de culpas al
imperio. Por lo visto, los gobiernos latinoamericanos serían excelentes, de no
ser por las maquinaciones gringas. Era como la cédula de identidad del
revolucionario del siglo XX (el del XXI resultó más efímero).
Cuando el hemisferio fue estremecido
por la frustrada gira de paz del vicepresidente Nixon, a los líderes del
momento se les pedía una prenda de “principismo”. Debían condenar la presencia
anglosajona, más que en los mejores tiempos de Vasconcelos y Rodó.
Pero seamos claros, semejante agravio
podía cargársele justificadamente al secretario de Estado Foster Dulles, quien
durante la X Conferencia Interamericana vino a Caracas solo para llevarse en
los cuernos a la disidente Guatemala. En cambio Nixon – calculadamente o no,
eso no oculta el hecho – venía en son de paz. Caídas las dictaduras militares,
quería propiciar algo así como la reconciliación entre las Américas sajona e
hispana.
Calculó mal porque los comportamientos
imperiales aún estaban frescos y porque el ensimismamiento nacionalista estaba
en el tope. Pero obviamente entre la visita guerrera de Dulles y el ramo de
olivo de Nixon había una sustancial diferencia.
Con mentalidad de hombres de estado,
Betancourt, Caldera y Jóvito quisieron aprovechar el viraje norteamericano para
obtener ventajas en el camino hacia la consolidación democrática y el esperado
desarrollo de Venezuela.
Fue cuando le escuché decir a
Betancourt que él no cultivaba “odios estratégicos”. Eso fue hace 53 años, más
de seis decenios, más de diez lustros. El punto es que en la Venezuela de hoy,
años 2000 y pico, han retoñado los odios estratégicos. Lo han hecho sin las
justificaciones históricas de la izquierda de los años 50 y 60. Es más simple
que eso y el caso reciente de Venezuela es, en ese sentido, desolador.
Fracasa la Misión Vivienda, se hunden
la salud y la educación, Venezuela se convierte en uno de los tres peores
productores de alimentos (los otros dos: Haití y Cuba), la inflación ha sido la
más elevada de América; y en 2013, lanzada a alcanzar la cumbre mundial.
Disputa esa presea con Belarús, tierra de Aleksander Lukashenko, el último
estalinista de Europa. Como saben hasta los escolares, los problemas
venezolanos no quedan ahí. Es el país que menos crece en Latinoamérica, dispone
de una deuda externa e interna impagables y de un déficit fiscal prodigioso,
mientras sus reservas internacionales – pese a la incesante bonanza de los
precios del petróleo – se cayeron como una plomada, precisamente cuando está
con el agua en el cogote.
¿Y cómo explican los voceros gubernamentales
tan monumental desastre?
Ah, muy sencillo: el imperio sabotea
los proyectos del gobierno. Es un tenebroso plan ─ repiten con mirada
extraviada ─ cuya fase última sería la invasión de los marines, vergonzosamente
coludidos con la derecha venezolana. Y lo que es peor, más de 60 veces la CIA
ha preparado “el magnicidio”, primero de Chávez, ahora de Maduro. En fin: los
odios estratégicos retumban.
Tanta obsesión contrasta con lo que
ocurre en el resto del Hemisferio, incluso Cuba, que ahora administra
conservadoramente sus denuncias de magnicidios e invasiones. Los gobiernos
critican tales o cuales gringadas, pero conservan buenas relaciones con sus
presidentes. No mantienen la alharaca que distingue a sus colegas venezolanos.
Curiosamente son los presidentes de izquierda los que más cuidan el lenguaje,
tanto como sus intereses. El hecho está a la vista: el único país que no crece
ni le tuerce el cuello a la inflación es el que más recursos tiene. Y por lo
tanto, con más razones para colocarse en los primeros lugares en crecimiento,
estabilidad monetaria y social, y no en el Averno donde tan estúpidamente se ha
condenado.
Leyendo un artículo escrito por
Betancourt en 1939, cuando todavía se consideraba marxista, socialista,
partidario de la “sociedad sin clases”, descubrí que no era nueva su manera
equilibrada de ponderar al otro sin naufragar en los “odios estratégicos”. La
nacionalización del petróleo dictada por el presidente mexicano Lázaro Cárdenas
─ explicaba Rómulo ─ no provocó hostilidades de EEUU, debido al “hambre de
petróleo” que, dada la inminencia de la guerra mundial, tenía la potencia
norteña. Quería garantizarse el flujo de petróleo mexicano y venezolano. ¿Qué
deberían hacer México y Venezuela?, se preguntaba Betancourt. Pues aprovechar
la oportunidad para negociar amigablemente ventajas económicas sin sacrificar
soberanía, en beneficio de su desarrollo y del nivel de vida de sus pueblos.
Asombra que esas reflexiones tan
obvias sean hoy desdeñadas por el presidente Maduro, quien se adorna con una
vocinglería retórica que lo está hundiendo en el pantano. Asombra aún más que
no haya nadie en el poder en posición de entender lo que aprendieron de memoria
Roussef, Lagos, Bachelet, Mujica, Humala, y de “desmemoria” el poco presentable
Ortega. Aprendieron que nunca en la historia sirvió para nada el recetario de
comunas, consejos obreros, estatizaciones “ideológicas”, autogestión, controles
de cambio y demás zarandajas. Esas falsas panaceas alimentaron el fracaso de
más de un siglo de ilusas revoluciones. Clavo pasado para todos, menos para
Maduro.
¡Aprende, hombre! Aunque de sesera quizá
ligeramente seca, eres muy joven aún.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario