domingo, 22 de septiembre de 2013

Odios estratégicos


Américo Martín. EL NUEVO HERALD

“Odios estratégicos”, manera pomposa de encubrir una de las usuales modalidades del cinismo. La primera vez que la escuché fue a Rómulo Betancourt, allá por 1959. La dictadura militar se había desmoronado, la gente en la calle quería reproducir las barricadas y adoquines de las revoluciones parisinas, el radicalismo a todo dar con el sonoro ejemplo de los barbudos entrando en La Habana. Como el mundo era bipolar, la izquierda más emotiva explicaba todos los problemas del país cargando de culpas al imperio. Por lo visto, los gobiernos latinoamericanos serían excelentes, de no ser por las maquinaciones gringas. Era como la cédula de identidad del revolucionario del siglo XX (el del XXI resultó más efímero).

Cuando el hemisferio fue estremecido por la frustrada gira de paz del vicepresidente Nixon, a los líderes del momento se les pedía una prenda de “principismo”. Debían condenar la presencia anglosajona, más que en los mejores tiempos de Vasconcelos y Rodó.

Pero seamos claros, semejante agravio podía cargársele justificadamente al secretario de Estado Foster Dulles, quien durante la X Conferencia Interamericana vino a Caracas solo para llevarse en los cuernos a la disidente Guatemala. En cambio Nixon – calculadamente o no, eso no oculta el hecho – venía en son de paz. Caídas las dictaduras militares, quería propiciar algo así como la reconciliación entre las Américas sajona e hispana.

Calculó mal porque los comportamientos imperiales aún estaban frescos y porque el ensimismamiento nacionalista estaba en el tope. Pero obviamente entre la visita guerrera de Dulles y el ramo de olivo de Nixon había una sustancial diferencia.

Con mentalidad de hombres de estado, Betancourt, Caldera y Jóvito quisieron aprovechar el viraje norteamericano para obtener ventajas en el camino hacia la consolidación democrática y el esperado desarrollo de Venezuela.

Fue cuando le escuché decir a Betancourt que él no cultivaba “odios estratégicos”. Eso fue hace 53 años, más de seis decenios, más de diez lustros. El punto es que en la Venezuela de hoy, años 2000 y pico, han retoñado los odios estratégicos. Lo han hecho sin las justificaciones históricas de la izquierda de los años 50 y 60. Es más simple que eso y el caso reciente de Venezuela es, en ese sentido, desolador.

Fracasa la Misión Vivienda, se hunden la salud y la educación, Venezuela se convierte en uno de los tres peores productores de alimentos (los otros dos: Haití y Cuba), la inflación ha sido la más elevada de América; y en 2013, lanzada a alcanzar la cumbre mundial. Disputa esa presea con Belarús, tierra de Aleksander Lukashenko, el último estalinista de Europa. Como saben hasta los escolares, los problemas venezolanos no quedan ahí. Es el país que menos crece en Latinoamérica, dispone de una deuda externa e interna impagables y de un déficit fiscal prodigioso, mientras sus reservas internacionales – pese a la incesante bonanza de los precios del petróleo – se cayeron como una plomada, precisamente cuando está con el agua en el cogote.

¿Y cómo explican los voceros gubernamentales tan monumental desastre?

Ah, muy sencillo: el imperio sabotea los proyectos del gobierno. Es un tenebroso plan ─ repiten con mirada extraviada ─ cuya fase última sería la invasión de los marines, vergonzosamente coludidos con la derecha venezolana. Y lo que es peor, más de 60 veces la CIA ha preparado “el magnicidio”, primero de Chávez, ahora de Maduro. En fin: los odios estratégicos retumban.

Tanta obsesión contrasta con lo que ocurre en el resto del Hemisferio, incluso Cuba, que ahora administra conservadoramente sus denuncias de magnicidios e invasiones. Los gobiernos critican tales o cuales gringadas, pero conservan buenas relaciones con sus presidentes. No mantienen la alharaca que distingue a sus colegas venezolanos. Curiosamente son los presidentes de izquierda los que más cuidan el lenguaje, tanto como sus intereses. El hecho está a la vista: el único país que no crece ni le tuerce el cuello a la inflación es el que más recursos tiene. Y por lo tanto, con más razones para colocarse en los primeros lugares en crecimiento, estabilidad monetaria y social, y no en el Averno donde tan estúpidamente se ha condenado.

Leyendo un artículo escrito por Betancourt en 1939, cuando todavía se consideraba marxista, socialista, partidario de la “sociedad sin clases”, descubrí que no era nueva su manera equilibrada de ponderar al otro sin naufragar en los “odios estratégicos”. La nacionalización del petróleo dictada por el presidente mexicano Lázaro Cárdenas ─ explicaba Rómulo ─ no provocó hostilidades de EEUU, debido al “hambre de petróleo” que, dada la inminencia de la guerra mundial, tenía la potencia norteña. Quería garantizarse el flujo de petróleo mexicano y venezolano. ¿Qué deberían hacer México y Venezuela?, se preguntaba Betancourt. Pues aprovechar la oportunidad para negociar amigablemente ventajas económicas sin sacrificar soberanía, en beneficio de su desarrollo y del nivel de vida de sus pueblos.

Asombra que esas reflexiones tan obvias sean hoy desdeñadas por el presidente Maduro, quien se adorna con una vocinglería retórica que lo está hundiendo en el pantano. Asombra aún más que no haya nadie en el poder en posición de entender lo que aprendieron de memoria Roussef, Lagos, Bachelet, Mujica, Humala, y de “desmemoria” el poco presentable Ortega. Aprendieron que nunca en la historia sirvió para nada el recetario de comunas, consejos obreros, estatizaciones “ideológicas”, autogestión, controles de cambio y demás zarandajas. Esas falsas panaceas alimentaron el fracaso de más de un siglo de ilusas revoluciones. Clavo pasado para todos, menos para Maduro.

¡Aprende, hombre! Aunque de sesera quizá ligeramente seca, eres muy joven aún.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario