¿Cómo será Obama 2? Naturalmente, como
Obama 1, aunque decidido a tratar de sacar adelante dos o tres temas sociales
relevantes: los derechos de homosexuales y lesbianas, la legalización de un
porcentaje de los inmigrantes ilegales, la reforma, muy matizada, del seguro
médico, y poco más.
Obama sabe que a él no lo eligieron
para cambiar la historia del país, ni para revolucionarlo, sino, como a todos
sus predecesores, para mejorar parcial y levemente la administración del
sistema de acuerdo con los límites que marca la ley. Él es el agobiado gerente
de una república, no un mago.
Ahí, precisamente, radica la grandeza
de la experiencia social norteamericana. Durante la ceremonia de posesión
varios de los expositores lo dijeron con orgullo y vehemencia: estaban en
presencia del presidente número 44 de la República. Desde la elección de George
Washington en 1789, hasta hace unos días, la transmisión de la autoridad se ha
hecho siempre ordenadamente y dentro de las pautas de la Constitución
promulgada en 1787.
Nada de golpes militares, ni de
revueltas populares o elitistas. Incluso en 1864, durante la Guerra Civil,
funcionaron las urnas y Lincoln fue reelecto. Es verdad que los Estados
confederados del sur no votaron, pero no se alteró el ritmo constitucional.
Cuando, a las seis semanas, asesinaron al gobernante, el vicepresidente Andrew
Johnson, un exsenador demócrata y sureño, bastante tosco e impopular – Lincoln
era republicano y educado —, asumió el cargo y terminó su mandato en 1868.
Mientras los latinoamericanos solemos
estar muy satisfechos con nuestras revoluciones y cultivamos la admiración por
los personajes que las dirigen, y les escribimos odas y corridos a nuestros
fulgurantes caudillos, los norteamericanos, en cambio, se enorgullecen del
sosegado funcionamiento institucional.
Lo fundamental en Estados Unidos es
que quien ocupe la Casa Blanca, un escaño en el Congreso o el Senado, o un
cargo en la judicatura, haya accedido a ese puesto dentro de la ley. La nación
es totalmente refractaria al barullo revolucionario, aunque todos saben que en
la clase política, como en cualquier estamento, abundan las personas mediocres.
Nadie espera superhombres que salven la patria sino funcionarios que obedezcan
las reglas.
Lo asombroso de Estados Unidos es,
precisamente, la capacidad para cambiar la realidad social, política y económica
del país sin modificar sustancialmente la estructura del Estado y las normas
constitucionales.
La república norteamericana comenzó
con 13 colonias agrupadas cerca de la costa Atlántica, en la que existían algo
más de tres millones de blancos y setecientos mil esclavos negros (los indios
apenas figuraron en el censo de 1790).
Ese primer país estaba dirigido por
varones adultos, escolarizados, propietarios, fundamentalmente, cristianos. Los
negros, las mujeres y los pobres no existían. Doscientos veinticuatro años
después de la elección de George Washington, la nación, presidida por un
afroamericano graduado en Harvard, ha multiplicado su geografía por ocho y su
población por 80.
Hoy viven en Estados Unidos 315
millones de personas y la inmensa mayoría forma parte de las clases medias. La
nación, desde hace un siglo, se ha convertido en la primera potencia
científica, militar y económica del planeta, mientras, simultáneamente, ha
ido incorporando a casi todos los
individuos a los mecanismos de toma de decisión. Si hay un estado progresista,
es éste. Es el que más progresa.
La historia de Estados Unidos
demuestra que la verdadera prosperidad no se logra mediante los espasmos
revolucionarios, generalmente sangrientos y destructivos, sino por el respeto a
la ley y la continuidad en la obra de gobierno en sociedades libres. Aquí está
la prueba.
Por eso es absurdo temer a Obama 2. El
cuadragésimo cuarto presidente, aunque tiene una visión del gasto público y del
papel del Estado más intervencionista que la media nacional, no llegará a los
extremos, por ejemplo, de Lyndon Johnson, el presidente número 37, y la “Gran
Sociedad” que desplegara en los años sesenta del siglo pasado.
En el 2017, sencillamente, los
americanos elegirán al presidente número 45 y la nación continuará su camino
ascendente sin prisa ni pausa. Ese año, Obama pasará a ser un expresidentes
laborioso y cordial preocupado por armar una biblioteca pública con sus papeles
y recuerdos. Así viene ocurriendo desde hace más de dos siglos.
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