jueves, 30 de mayo de 2013

Parcelas de miedo


Parcelas de miedo

Alejandro Ríos. EL NUEVO HERALD

Medios electrónicos oficiales han venido celebrando el centenario de Carlos Rafael Rodríguez, uno de los personajes más sobrevalorados del castrismo. Hace unos años me tocó presentar un documental en Miami Dade College, Our House in Havana, protagonizado por Silvia Morini, una de sus primas.

Conversando con el público, donde alguien quiso saber sobre su relación con el alto jerarca, Morini explicó que lo había visitado en su lecho de muerte para hablarle sobre el desastre de revolución que habían pergeñado y, con cierto humor negro, subrayó que aquel comentario tal vez le había acelerado su fallecimiento.

Siendo muy joven, visité una bella residencia en Miramar, con unos amigos, en busca de algún disco de la prohibida música americana y recuerdo haber escuchado que era la casa de una amante de Carlos Rafael Rodríguez. Es sabido cómo la nomenclatura cubana disponía de las viviendas abandonadas por sus dueños para satisfacer caprichos de tal índole.

Este señor era considerado una suerte de sofisticado intelectual en la rudeza guerrillera del buró político. De connotado comunista había pasado a ser consumado fidelista, luego de una breve incursión a la Sierra Maestra cuando ya la guerra estaba ganada. Ajustó al pie de la letra su conocimiento de la historia del comunismo a las necesidades del castrismo y, de paso, camuflaba los horrores del estalinismo.

Es conocida una intervención suya ante los estudiantes de las escuelas de arte, donde su deplorable requiebro del máximo líder lo lleva a decir que en Cuba no había necesidad de protestar como lo hacía la contracultura norteamericana con “guitarrita y pelo largo” porque ya Fidel Castro, con su revolución, era la máxima expresión de protesta.

Cierta leyenda refiere que intervino en varias ocasiones para salvar artistas y escritores caídos en desgracia. Sin duda, algo le quedó de su sólida formación humanista en aquella república que luego contribuyó en desmantelar urgido por su desenfrenada pasión fidelista.

Y hablando de lealtades, la jornada de este centenario anunciado, que no dejará huella alguna en la cultura cubana, coincide, paradójicamente, con el fallecimiento de un siniestro comisario que cumplió y hasta se excedió en el mandato que le dieron sus patronos, los Castro, para fustigar y meter en cintura a los artistas, escritores e intelectuales descarriados durante los años setenta cuando le correspondió dirigir los destinos de la cultura nacional.

Dicen que Luis Pavón Tamayo murió como un mafioso en retiro, solamente perturbado durante un capítulo del año 2007 en que quisieron redimirlo en televisión y la clase intelectual criolla se rebeló en masa, pero solo virtualmente, en la llamada “guerrita de los emails” que fue abruptamente zanjada con una declaración oficial en el diario Granma, donde todo volvió al status quo que la dictadura depara a sus tolerantes y mansos intelectuales.

Pavón, uno de los más serviles testaferros de los Castro, se va sin obituario, sin coronas de quienes le dieron las órdenes de tener mano dura, ni cenizas esparcidas donde dejara su nefasta huella.

Las víctimas vivas no pueden despotricar de sus desmanes porque en el fondo formaron parte de una política de estado que no ha sido ventilada de tal modo sino de manera anecdótica como si Pavón no contara, totalmente, con el respaldo del entonces dictador y su hermano. “Es mejor no abrir esa gaveta” y todos puntualmente obedecen.

El terror implantado por Pavón luego se transfiguró en otras parcelas de temor. Hart, Guevara, Arjona, Santamaría, Leal, Guillén, Prieto y muchos otros directivos de la cultura cubana, implantaron sus versiones represivas pues meter miedo siempre ha formado parte de la naturaleza de la bestia.

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