Parcelas de miedo
Alejandro Ríos. EL NUEVO HERALD
Medios electrónicos oficiales han
venido celebrando el centenario de Carlos Rafael Rodríguez, uno de los
personajes más sobrevalorados del castrismo. Hace unos años me tocó presentar
un documental en Miami Dade College, Our House in Havana, protagonizado por
Silvia Morini, una de sus primas.
Conversando con el público, donde
alguien quiso saber sobre su relación con el alto jerarca, Morini explicó que
lo había visitado en su lecho de muerte para hablarle sobre el desastre de
revolución que habían pergeñado y, con cierto humor negro, subrayó que aquel
comentario tal vez le había acelerado su fallecimiento.
Siendo muy joven, visité una bella
residencia en Miramar, con unos amigos, en busca de algún disco de la prohibida
música americana y recuerdo haber escuchado que era la casa de una amante de
Carlos Rafael Rodríguez. Es sabido cómo la nomenclatura cubana disponía de las
viviendas abandonadas por sus dueños para satisfacer caprichos de tal índole.
Este señor era considerado una suerte
de sofisticado intelectual en la rudeza guerrillera del buró político. De
connotado comunista había pasado a ser consumado fidelista, luego de una breve
incursión a la Sierra Maestra cuando ya la guerra estaba ganada. Ajustó al pie
de la letra su conocimiento de la historia del comunismo a las necesidades del
castrismo y, de paso, camuflaba los horrores del estalinismo.
Es conocida una intervención suya ante
los estudiantes de las escuelas de arte, donde su deplorable requiebro del
máximo líder lo lleva a decir que en Cuba no había necesidad de protestar como
lo hacía la contracultura norteamericana con “guitarrita y pelo largo” porque
ya Fidel Castro, con su revolución, era la máxima expresión de protesta.
Cierta leyenda refiere que intervino
en varias ocasiones para salvar artistas y escritores caídos en desgracia. Sin
duda, algo le quedó de su sólida formación humanista en aquella república que
luego contribuyó en desmantelar urgido por su desenfrenada pasión fidelista.
Y hablando de lealtades, la jornada de
este centenario anunciado, que no dejará huella alguna en la cultura cubana,
coincide, paradójicamente, con el fallecimiento de un siniestro comisario que
cumplió y hasta se excedió en el mandato que le dieron sus patronos, los
Castro, para fustigar y meter en cintura a los artistas, escritores e
intelectuales descarriados durante los años setenta cuando le correspondió
dirigir los destinos de la cultura nacional.
Dicen que Luis Pavón Tamayo murió como
un mafioso en retiro, solamente perturbado durante un capítulo del año 2007 en
que quisieron redimirlo en televisión y la clase intelectual criolla se rebeló
en masa, pero solo virtualmente, en la llamada “guerrita de los emails” que fue
abruptamente zanjada con una declaración oficial en el diario Granma, donde
todo volvió al status quo que la dictadura depara a sus tolerantes y mansos
intelectuales.
Pavón, uno de los más serviles
testaferros de los Castro, se va sin obituario, sin coronas de quienes le
dieron las órdenes de tener mano dura, ni cenizas esparcidas donde dejara su
nefasta huella.
Las víctimas vivas no pueden
despotricar de sus desmanes porque en el fondo formaron parte de una política
de estado que no ha sido ventilada de tal modo sino de manera anecdótica como
si Pavón no contara, totalmente, con el respaldo del entonces dictador y su
hermano. “Es mejor no abrir esa gaveta” y todos puntualmente obedecen.
El terror implantado por Pavón luego
se transfiguró en otras parcelas de temor. Hart, Guevara, Arjona, Santamaría,
Leal, Guillén, Prieto y muchos otros directivos de la cultura cubana,
implantaron sus versiones represivas pues meter miedo siempre ha formado parte
de la naturaleza de la bestia.
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