martes, 9 de septiembre de 2014

En casa ajena

Mario J. Viera


Imaginemos algo que pudiera considerarse insólito. Imaginemos que usted tiene una casa bonita, bien cuidada, ventilada y salubre. Imaginemos que esa casa de usted cuenta con sala y comedor amplios, con cinco dormitorios y dos baños. Imaginemos que usted forma parte de una familia, digamos, de cuatro miembros: Usted, su esposa y dos hijos, un varón y una hembra; es muy probable que usted se sienta satisfecho y tranquilo, contento con lo que la vida y su esfuerzo le han concedido.

Imaginemos que existe una casa vecina suya; pero muy diferente a la que usted habita. Una casa, triste, bastante descuidada y hasta insalubre. Imaginemos que esa casa por dentro es un desastre, con solo dos dormitorios y un baño con más semejanza a una letrina que a un cuarto de baño sanitario. Imaginemos una triste composición familiar de los moradores de esa casucha de al lado: Un esposo despreocupado, una esposa gruñona y una gran prole entristecida y desatendida.

Quizá usted se sienta conmovido por la triste condición de sus vecinos y quizá hasta les ha dado alguna ayuda material. Tal vez al cruzarse en la acera ustedes y sus vecinos han intercambiado algún que otro saludo amable. Luego usted ha continuado con su tranquila existencia, mientras sus vecinos continúan viviendo en la angustia. Probablemente ellos les observen a ustedes con recelos, quizá hasta se refieran a usted con un despectivo mote. ¿Es posible? Sí, así es el ser humano.

Sigamos imaginando. Una noche tres de los hijos del matrimonio de al lado se introducen sigilosamente en la casa de usted a través de una puerta trasera, sin intenciones de robar, solo con el deseo de habitar en ese cuarto ventilado que usted no ocupa. Ellos se mantienen en ese dormitorio escondidos, disimulados, pero sintiendo que están en la gloria en comparación con su vida anterior.

Así transcurren los días, usted viviendo en su habitual tranquilidad sin sospechar que hay intrusos en su casa; ellos en su anonimato y en el acomodo a su nueva vida. Un buen día, usted descubre la presencia de los intrusos.

¿Tenemos que imaginar cuál sería la reacción de usted?

Quizá usted lo primero que piense será en la seguridad de su familia ante la presencia de esos que, para usted, son completamente ajenos y extraños. ¡Es natural!

Usted gritará: “¡Intrusos, hay intrusos en mi casa!” De inmediato tratará de expulsarlos de su casa ─ ¿quién no haría igual? ─, quizá primero empleando medios persuasivos, luego, si no le queda otro recurso, por la fuerza.

Ahora imaginemos otra absurda situación: la reacción de los intrusos.

Ellos, molestos, se sientan sobre el piso: “De aquí nadie nos mueve”, dicen y rompen en llantos y quejidos, “Somos muy pobres y ustedes tienen todos los recursos. Es injusto, tenemos derechos y hasta traemos con nosotros a nuestros hijos. No pueden echarnos, ni alejarnos de nuestros pequeños. Vamos a reclamarle al mismísimo Dios para que nos ampare”.

Entonces los vecinos de usted, los de la destartalada casa de al lado, inician una gran protesta defendiendo a sus tres hijos que han penetrado furtivamente en la casa de usted y le gritan diciendo: “Son injustos, son inhumanos, no merecen ser nuestros vecinos”.


Hasta aquí dejo esta hipotética historia y me pregunto, ¿tendrá usted, finalmente, que aceptarles y acogerles como si fueran miembros de la familia de usted?

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