jueves, 11 de septiembre de 2014

“Cruzada” inevitable


Vicente Echerri. EL NUEVO HERALD

Salvo por los nuevos armamentos y tecnologías, el anuncio de la reciente coalición que encabeza Estados Unidos contra el agresivo califato islámico, establecido por el terror en parte de Siria e Irak, tiene un sabor antiguo. No se ha llamado una “cruzada” porque ese nombre produce un instintivo repelús entre los musulmanes con los cuales, desde luego, hay que contar para esta campaña; pero de algo parecido se trata. No es una guerra religiosa, pero sí un choque de civilizaciones, entre Occidente, que es hoy más una cosmovisión que un concepto geográfico, y estos movimientos que se proponen la vuelta a la Edad Media a través de la violencia. El escenario tiene abolengo: Siria y Mesopotamia, donde se nos ha dicho que empezó la Historia y donde, según las religiones del Libro, tuvo su sede el Paraíso.

¿Por qué el fundamentalismo musulmán encuentra esta cantera de fanáticos —aunque se trate de una minoría entre los más de mil millones de mahometanos — dispuestos a cometer unas atrocidades (degüellos, lapidaciones, tortura, imposición exclusiva de su fe) que los avances científicos y tecnológicos del mundo reducen a primitivos actos de barbarie? ¿Cómo pueden estos jóvenes nacidos en la era espacial y de las vertiginosas comunicaciones — de las cuales se valen, además, para su propaganda — aspirar al establecimiento de un despotismo arcaico en medio de un desierto? Y algo más importante aún, ¿por qué Occidente, ápice de la cultura del mundo, tiene el deber de combatir este fenómeno hasta su erradicación?

La respuesta a todas estas interrogantes es una sola: la globalización; que el mundo se haya reducido en grado notable, y que apenas queden resquicios donde no se ejerzan los medios y arbitrios de Occidente, provoca un profundo sentido de frustración y de acoso entre estos beduinos que ven sus “valores” amenazados y preteridos por la pujante sociedad de consumo que dicta el orden universal. La religión tradicional, sea ésta cual fuere, es la primera víctima de la desafiante contemporaneidad, que la despoja de sentido y la reduce a un cascarón litúrgico. El cristianismo tiene, por su propia naturaleza sincrética, mayor elasticidad para enfrentar este reto. El islam, en su desnuda elementalidad, ve en ese nuevo orden un peligro mortal, al menos por boca de sus portavoces más enfáticos que quieren ampararse en la pureza de una religión que perciben culturalmente sometida. La militancia terrorista es la expresión desesperada de una fe que no se resigna al folclore en que la convierte el mundo actual.

Por la misma razón de vivir en un planeta que se nos ha empequeñecido y en el que nuestra sociedad dicta las pautas (democracia, respeto a los derechos humanos, libertad de comercio, etc.), Occidente tiene la obligación de enfrentar y aniquilar estos brotes de barbarie dondequiera que aparezcan, y de los cuales el llamado Estado Islámico presenta actualmente la mayor virulencia. Dicho de otra manera, este califato surge no tanto contra el tiránico régimen de Siria o el débil, desunido y corrupto gobierno de Irak, sino contra el orden occidental, que impone sus reglas en todas partes. De ahí por qué el secretario de Estado John Kerry dijera esta semana que el mundo no puede observar pasivamente la propagación del “mal” que representa el Estado Islámico y que era preciso poner en vigor un “plan global” para derrotar lo que, por su parte, el nuevo primer ministro iraquí catalogó de “cáncer”.

Pese a la claridad con que se presenta este desafío, sigue habiendo voces en Occidente — tanto en Europa como en Estados Unidos — que, en nombre de un pacifismo a ultranza o mal entendido, insisten en que nos mantengamos al margen de cualquier ejercicio bélico. A esta gente le repugnan las bombas americanas que están cayendo nuevamente en Irak — y que caerán muy pronto en Siria — para ayudar a la liquidación de un fenómeno cuya sola existencia amenaza el sistema que nuestras sociedades encarnan. Algunos hasta han llegado a decir que tendríamos que hacernos a la idea de convivir con ese califato.


Esperemos que el aldeanismo de ciertos políticos no logre descarrilar la obligación — que el presidente Obama ha empezado a ver con claridad — de combatir y derrotar, dondequiera que se presente, al extremismo islámico que, como dijera Borges del nazismo, “adolece de irrealidad […] es inhabitable”.

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