Vicente
Echerri. EL NUEVO HERALD
Salvo por los nuevos armamentos y
tecnologías, el anuncio de la reciente coalición que encabeza Estados Unidos
contra el agresivo califato islámico, establecido por el terror en parte de
Siria e Irak, tiene un sabor antiguo. No se ha llamado una “cruzada” porque ese
nombre produce un instintivo repelús entre los musulmanes con los cuales, desde
luego, hay que contar para esta campaña; pero de algo parecido se trata. No es
una guerra religiosa, pero sí un choque de civilizaciones, entre Occidente, que
es hoy más una cosmovisión que un concepto geográfico, y estos movimientos que
se proponen la vuelta a la Edad Media a través de la violencia. El escenario
tiene abolengo: Siria y Mesopotamia, donde se nos ha dicho que empezó la
Historia y donde, según las religiones del Libro, tuvo su sede el Paraíso.
¿Por qué el fundamentalismo musulmán
encuentra esta cantera de fanáticos —aunque se trate de una minoría entre los
más de mil millones de mahometanos — dispuestos a cometer unas atrocidades
(degüellos, lapidaciones, tortura, imposición exclusiva de su fe) que los
avances científicos y tecnológicos del mundo reducen a primitivos actos de
barbarie? ¿Cómo pueden estos jóvenes nacidos en la era espacial y de las
vertiginosas comunicaciones — de las cuales se valen, además, para su
propaganda — aspirar al establecimiento de un despotismo arcaico en medio de un
desierto? Y algo más importante aún, ¿por qué Occidente, ápice de la cultura
del mundo, tiene el deber de combatir este fenómeno hasta su erradicación?
La respuesta a todas estas interrogantes
es una sola: la globalización; que el mundo se haya reducido en grado notable,
y que apenas queden resquicios donde no se ejerzan los medios y arbitrios de
Occidente, provoca un profundo sentido de frustración y de acoso entre estos
beduinos que ven sus “valores” amenazados y preteridos por la pujante sociedad
de consumo que dicta el orden universal. La religión tradicional, sea ésta cual
fuere, es la primera víctima de la desafiante contemporaneidad, que la despoja
de sentido y la reduce a un cascarón litúrgico. El cristianismo tiene, por su
propia naturaleza sincrética, mayor elasticidad para enfrentar este reto. El
islam, en su desnuda elementalidad, ve en ese nuevo orden un peligro mortal, al
menos por boca de sus portavoces más enfáticos que quieren ampararse en la pureza
de una religión que perciben culturalmente sometida. La militancia terrorista
es la expresión desesperada de una fe que no se resigna al folclore en que la
convierte el mundo actual.
Por la misma razón de vivir en un
planeta que se nos ha empequeñecido y en el que nuestra sociedad dicta las
pautas (democracia, respeto a los derechos humanos, libertad de comercio,
etc.), Occidente tiene la obligación de enfrentar y aniquilar estos brotes de
barbarie dondequiera que aparezcan, y de los cuales el llamado Estado Islámico
presenta actualmente la mayor virulencia. Dicho de otra manera, este califato
surge no tanto contra el tiránico régimen de Siria o el débil, desunido y
corrupto gobierno de Irak, sino contra el orden occidental, que impone sus
reglas en todas partes. De ahí por qué el secretario de Estado John Kerry
dijera esta semana que el mundo no puede observar pasivamente la propagación
del “mal” que representa el Estado Islámico y que era preciso poner en vigor un
“plan global” para derrotar lo que, por su parte, el nuevo primer ministro
iraquí catalogó de “cáncer”.
Pese a la claridad con que se presenta
este desafío, sigue habiendo voces en Occidente — tanto en Europa como en
Estados Unidos — que, en nombre de un pacifismo a ultranza o mal entendido, insisten
en que nos mantengamos al margen de cualquier ejercicio bélico. A esta gente le
repugnan las bombas americanas que están cayendo nuevamente en Irak — y que
caerán muy pronto en Siria — para ayudar a la liquidación de un fenómeno cuya
sola existencia amenaza el sistema que nuestras sociedades encarnan. Algunos
hasta han llegado a decir que tendríamos que hacernos a la idea de convivir con
ese califato.
Esperemos que el aldeanismo de ciertos
políticos no logre descarrilar la obligación — que el presidente Obama ha
empezado a ver con claridad — de combatir y derrotar, dondequiera que se
presente, al extremismo islámico que, como dijera Borges del nazismo, “adolece
de irrealidad […] es inhabitable”.
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