Una vez me entró la locura de huir hacia los Estados Unidos cabalgando en una balsa. El mar, ese monstruo que es para mí, me acogió en una noche densa. Remamos furiosamente;pero nos atrapó una corriente que frustró nuestra intención de enrumbar norte. El mar nos llevó en paralelo con la costa cubana. De lejos pude ver el Pan de Matanzas.
Logramos vencer la corriente y ahora sí pusimos proa (es un decir, porque la balsa no tenía ni proa ni popa) hacia el norte. Pero la fatalidad nos puso casi a la orilla de un mercante cubano. El resultado: apareció el guardacosta cubano y fuimos capturados.
Solo yo y uno de mis compañeros de aventuras quedamos retenidos en Villa Marista. El por reincidente en viaje clandestino; yo por ser opositor.
Yo había perdido en el mar los zapatos y asi, descalzo me tuvieron encerrado cerca de una semana.
Un oficial de la Seguridad, llenó mi expediente y me comunicó que sería llevado a la prisión. Me advirtió que me cuidara, que cualquier cosa podría ocurrirme en el cautiverio. Me dijo que debía tener presente que estaría entre presos comunes y cualquier cosa podría acontecer y... ¡Serí un problema entre prsos comunes y nada que ver con la Seguridad!
Así es que nos montaron en un carro celular y fuimos a parar a la prisión de Micro 10.
Aquello fue una tremenda experiencia para mí. Estaba rodeado de delincuentes comunes. Estaba rodeado de un personal bien ajeno a mi forma de vida y a mi modo de ver la vida.
Realmente no la pasé tan mal en aquella sucia y mal oliente prisión. La comida no era escasa y los comunes me respetaron y hasta me admiraron por ser un opositor y además un frustrado navegante.
Pero la estancia allí no duró mucho. Un día cargaron conmigo hacia el Combinado del Este y me alojaron en el Edificio 3, tercer piso. Sobre las seis de la tarde fui llevado al comedor. ¡Madre mía! La comida estaba fría, mal oliente y solo cuatro cucharadas de arroz mal cocinado.
La primera noche que pasé en la celda, ocupada por unos treinta reclusos, me la pasé casi en vela escuchando como los reclusos se contaban sus hazañas, entre las que destacaban los homicidios que habían cometido. Por hechos de sangre tenía a 23 acompañantes; el resto eran rateros o delincuentes de menor categoría.
Yo me mantenía, en lo posible, aislado de los inquilinos. No intimaba con ninguno; no les daba confianza, quizá alguno de ellos ya estuviera designado para crearme una situación incómoda, como la que me advirtiera el oficial de la Seguridad.
Mas o menos en aquella celda estuve durante quince días. Luego me pasaron para otro destacamento.
Como estaba descalzo; como me movía con suspicacia hacia todos, muchos creyeron que yo era un demente, y hasta me hacían burlas a mi espalda considerándome un pobre trastornado mental.
Poco tiempo después dos hombres jóvenes comenzaron a acercarse a mí. Primero en tono de burla. Luego comenzaron a conocerme mejor y se hicieron amigos míos de cierta manera. Cuando les expliqué porque no entraba en bromas, me entendieron y se convirtieron en mis guardaespaldas personales.
Me contaron sus azarosas vidas de delincuentes, asaltadores y atracadores y yo les hablé de mis ideas opositoras.
Eran delincuentes peligrosos. Procedían de familias desintegradas. Quizá, en otras condiciones sociales, hubieran sido buenos estudiantes y hombres de valía. De muy jóvenes conocieron la prisión y así se convirtieron en lo que entonces eran.
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