Fernando Mires. Blog Polis: Política y Cultura
Desde hace algún tiempo los medios tienden a
usar el término “autocracia” para referirse a gobiernos fuertes y autoritarios,
antes denominados simplemente, dictaduras. La tendencia no es casual.
Seguramente tiene que ver con el aparecimiento de nuevas formas en el ejercicio
del poder, formas propias a los tiempos en que vivimos, no asimilables a lo que
entendíamos normalmente por dictaduras de tipo “clásico”. Se trata, en
términos generales, de formas de poder en las que coexisten sesgos
dictatoriales con espacios democráticos, los que se desplazan de
acuerdo al cambio de correlaciones de fuerzas en el contexto de un sistema de
dominación gubernamental. Dictaduras híbridas, las llaman unos.
“Demokraturas”, dicen otros. Gobiernos “i-liberales”, señalan algunos
politólogos.
Denominaciones aparte, estamos comprobando la
hegemonía alcanzada en la sintaxis política por el término democracia. Hasta la
dictadura más terrible quiere ser denominada democracia y no dictadura. Eso hay
que computarlo como un hecho positivo, si no olvidamos que los cambios de la
realidad comienzan con el cambio de las palabras que la designan.
Si nos atenemos a la literalidad del término
democracia, podemos comprobar la existencia de gobiernos no-democráticos que
–sea por las razones que sean- no solo mantienen formas democráticas, además
provienen de orígenes democráticos. La mayoría de ellos no solo ha llegado al
poder mediante elecciones, además suelen convocarlas periódicamente.
Evidentemente, las necesitan, aunque sea como medio de legitimación, algo que
no era necesario acreditar ante nadie en el pasado reciente. Una dictadura del
pasado estaba legitimaba ante sí misma por una religión o por una ideología,
pero nunca por ser “democrática”.
Hizo bien el presidente Biden al remarcar que
la gran contradicción de nuestro tiempo es la que se da entre democracia y
autocracia. Biden, claro está, tomaba como referencia su propio país, cuya
antigua democracia se ha visto y ve amenazada por signos innegablemente
autoritarios como son los que porta consigo el populismo trumpista. Pero
también lo hacía para marcar el espacio internacional entre aquellos que siguen
a la autocracia –hoy convertida en dictadura- de Putin en Rusia y los que
adhieren al bloque democrático mundial hegemonizado en la guerra de Rusia a
Ucrania por la “alianza atlántica” (América del Norte +Europa)
Estamos entonces frente a un fenómeno mundial
que, pese a su diacronía, nos muestra una línea demarcatoria internacional y
nacional que se da con claridad en determinados espacios geográficos (Europa
del Este, América del Sur, Norte de África, Asia Central)
No es el momento para describir las
particularidades de ese fenómeno político llamado autocracia. Baste decir, por
ahora, que las definiciones o tipologías rígidas solo tienen un uso provisional
que no logra captar la dinámica y los desplazamientos de formas y
configuraciones que pueden variar en el tiempo, incluso en un solo país, y en
lapsos relativamente cortos. Cabe por el momento destacar que tales formas de
gobiernos no son “modelos” petrificados pues más bien se encuentran en
constante evolución o involución. La dictadura putinista en Rusia es quizás el
ejemplo involutivo más notorio: el gobierno de Putin surgió como
auténtica democracia para pasar pronto a convertirse en un gobierno
autoritario, luego dictatorial, hasta llegar a ser, durante la guerra a
Ucrania, la tercera dictadura totalitaria de la modernidad (las
primeras fueron el nazismo y el estalinismo)
Hay también ejemplos occidentales que nos
muestran como las formas democráticas pueden degenerar en formas autocráticas.
Ha sucedido en Polonia, Hungria, Serbia. Incluso democracias largamente
establecidas, como la de Israel, amenazan convertirse, bajo el auge de las
extremas derechas y del oportunismo de determinados políticos, en este caso
Netanyahu, en una nueva autocracia.
En América Latina el caso más relevante sigue
siendo la Venezuela chavista y/o madurista, autocracia surgida en parte como
reacción populista a la norma democrática (la de Ortega en Nicaragua devino
definitivamente en dictadura militar, y al parecer, de modo irreversible) Ha
habido, sin embargo, signos que apuntan en sentido contrario: gobiernos
tendencialmente autocráticos que han readoptado la norma democrática en contra
de pasados autoritarios, como en Colombia y Brasil (anti-uribismo y
anti-bolsonarismo). En esos dos casos, aunque los gobernantes elegidos puedan
calificarse como de izquierda, la oposición no se dejó enmarcar en el esquema izquierda-derecha,
sino en el mucho más amplio de democracia-autocracia. Tanto Petro como Lula
abrieron sus alas para agrupar a sectores, si no anti autocráticos, por lo
menos, anti-autoritarios.
¿Cómo enfrentar a las
autocracias? Esa es una pregunta a la que buscan responder no solo los
demócratas latinoamericanos sino también los europeos e israelíes frente a la
consolidación de regímenes autocráticos en donde antes hubo democracias. El profesor de la universidad de Princeton
Jan Werner- Mueller, en un artículo publicado en Project Syndicate,
busca dar respuesta a la pregunta señalada. Así cree encontrar el principal
obstáculo para la democratización en la falta de unidad de las fuerzas
opositoras anti-autocráticas. Tanto en Israel, en Hungría y en Turquía –constata-
la oposición no ha logrado hasta ahora unirse en frentes compactos.
Probablemente si Werner-Mueller se hubiera
preocupado del caso latinoamericano, podría haber llegado a una conclusión
similar. El chavo-madurismo, el evismo, incluso el orteguismo, han
enfrentado a oposiciones que, por lo general, no han sabido unirse frente a los
gobiernos que adversan.
La deducción de Werner-Müller es obvia: entre
diferentes ideologías nunca va a ser encontrada una unidad, de modo que la
unidad política debe ser construida sobre una base no ideológica. El problema
es que un acuerdo puramente pragmático entre sectores ideológicos suele
despertar desconfianzas entre los electores. La deducción del autor citado, al
tomar como referencias los casos de Israel, Hungría y Turquía, es que las
unidades electorales construidas en los países que menciona, no han logrado
marcar las diferencias con los gobiernos que desafían. En Israel, aduce, la
unidad fue buscada en torno “a figuras duras de centro-derecha como el general
retirado Benny Gantz”. En las elecciones de Hungría, la oposición tampoco logró
establecer una línea claramente diferenciadora. En Turquía, la unidad de la
Mesa de los Seis, si bien ha logrado reorganizarse en torno al veterano
candidato socialdemócrata Kemal Kılıçdaroğlu, lo ha hecho solo en contra del autocratismo
y por el retorno de la constitucionalidad republicana. No es poco, es cierto.
Pero podría repetirse lo que siempre ocurre en Turquía, a saber, que la
oposición democrática logre imponerse en Estambul y otras grandes ciudades,
pero pierda nuevamente en zonas semi-agrarias, como son las de Anatolia, donde
el lenguaje épico-moralista- religioso de Erdogan entra con suma facilidad. La
oposición turca estaría en este caso obligada a presentar – sobre todo en
momentos en los que Turquía se ve amenazada por profundos desajustes económicos
– un programa social muy creíble. La democracia moderna, es decir la de
masas, obliga a combinar la lucha por las libertades con la lucha por las
necesidades.
Esa combinación fue en cierto modo la receta
que llevó en América Latina al triunfo de candidatos como Boric, Petro y Lula.
Los tres podrán gobernar mientras se mantengan fieles a las demandas
democráticas y a las demandas sociales que los catapultaron al gobierno. En
Chile, fracciones ideológicas intentaron imponer al país una constitución
ideológica. Fracasaron. Boric entendió el mensaje y hoy remonta en las
encuestas llevando a cabo su programa social pero manteniendo su apego a la
constitución vigente, aunque esta sea “la de Pinochet”. Petro, más ideologizado
que Boric, parece tener más dificultades para conservar el equilibrio entre lo
social y lo político. De Lula ya sabemos que ha dado las espaldas a las fuerzas
democráticas mundiales que apoyan a Ucrania, tal vez no por principios
ideológicos (nunca los ha tenido) sino por razones derivadas del comercio
exterior, sobre todo con China.
Venezuela sigue siendo un problema
grave. Como es muy sabido, en estos momentos tiene lugar en el
seno de la oposición una feroz lucha para imponer candidaturas personales
y partidarias. Alguna vez va a emerger una candidatura,
pero eso tampoco asegura una alternativa que ofrezca un mínimo
de credibilidad. En la multitud de candidatos venezolanos, no hay
ninguno que sea catalizador, entre otras razones, porque la mayoría de
ellos pasó de un anti-electoralismo irresponsable y aventurero, a un
electoralismo demagógico, sin mediar críticas, discusiones, debates, en
fin, estrategias que explicaran el repentino cambio de paradigma.
Si hay algo en
Venezuela en lo que casi nadie cree, es en la política y en
los políticos, sean de gobierno o de oposición. En este dudoso logro, la
responsabilidad no es solo del gobierno sino –me atrevería a decir, sobre todo-
de la oposición. Estamos frente a un caso radical de “anomia política”. Para
superarla solo queda una efímera esperanza: que el candidato
elegido pueda representar algo diferente a la falta absoluta de alternativas
sociales, económicas y políticas que caracteriza al gobierno. Pero para
que eso ocurra, ese candidato debe reunir en su torno un mínimo de
condiciones básicas que marquen claramente una diferencia, no
solo con el gobierno, sino con el modo imperante de hacer política en
el país. Nombremos, entre varias, tres:
Primero: no haber abandonado nunca la línea de los
cuatro puntos cardinales que orientaron a la oposición hasta
el año 2018: electoral, constitucional, democrático y pacífico. O en
el caso extremo de haberla abandonado, saber reconocer públicamente
y por escrito el tremendo error cometido.
Segundo: no haber promovido o apoyado nunca alguna
intentona militarista, golpista, invasionista, o cualquiera otra que incluya el
uso de la violencia. Eso significa, entre otras cosas, no haber puesto jamás el
principio de “fin de la usurpación” por sobre el principio de “elecciones
democráticas”. Significa también, ceñirse a las reglas del juego político, sin
jurar venganzas, ni ofrecer linchamientos y cárceles al adversario el que, en
la contienda, es enfrentado constitucionalmente. Todo eso no sería más que
chavismo al revés.
Tercero: No haberse alineado jamás con proyectos
autocráticos internacionales o regionales, como son el putinismo, el trumpismo
y otras afinidades menores como el bolsonarismo, el bukelismo, el castrismo, el
orteguismo.
Si no se reúnen estas condiciones básicas, el
electorado verá en ese candidato solo a un representante del partido del “más
de lo mismo”, o peor aún: la lucha entre dos tipos de autocracias: una que está
y otra que quiere estar. Por eso, como hemos intentado precisar, una
posibilidad (posibilidad, no seguridad) para derrotar a las autocracias,
presupone saber marcar las diferencias con el adversario. Al fin y al cabo, sin
diferencias no hay política.
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