Vicente Echerri. EL NUEVO HERALD
El impulso a dar gracias – a Dios, a
los dioses o a nuestros semejantes – es expresión del sentimiento de la
gratitud que se deriva directamente de la humildad, del reconocimiento de haber
recibido algo – un regalo, un don – sin costo alguno y ni siquiera sin haber
hecho nada para merecerlo. Al decir “gracias”, estamos reconociendo
explícitamente la gratuidad de lo que recibimos y nuestro regocijo por ello.
Incluso cuando decimos “gracias” al final de una transacción por la que hemos
pagado, nuestro agradecimiento responde a la parte inmaterial de ese trato: la
buena voluntad, la eficacia y la simpatía de quien nos presta un servicio o nos
vende un artículo. Las gracias siempre son espirituales.
La acción de gracias es la contraparte
de la petición. Y así como a la primera la suscita el regocijo por lo recibido,
a la segunda la motiva el desamparo y la carencia. El ser humano es un animal
carente y precario por definición. La inteligencia que le ha llevado a crear un
número casi infinito de cosas para su comodidad y mejor adecuación al medio,
para el dominio de la naturaleza o, simplemente, para el consumo excesivo o
lujoso, ha multiplicado, en la misma proporción, el número de sus necesidades.
El monje más austero necesita más cosas que cualquier animal.
Si la inteligencia multiplica la
necesidad de las cosas; la ignorancia acrecienta el temor. El humano pide
porque carece y porque teme: a las fuerzas naturales, a la enfermedad, a la
pobreza, al abandono, a la muerte… La fe es un acto de afirmación desesperado
para sobreponerse al temor, y las fuerzas sobrenaturales son el obligado
interlocutor de esa demanda. El hombre quiere creer que la Divinidad lo escucha
y le responde; de ahí que la existencia de una deidad – en la tradición
religiosa, con la posible excepción del budismo – implique que esa deidad está
casi al servicio –como el genio de la lámpara de Aladino– de esa criatura
desamparada que clama por ella. ¡Habrase visto insolencia mayor!
Los seres humanos no se conforman con
proclamar la existencia de un ser divino, creador y sustentador del orden
universal (una idea que, por demás, puede defenderse desde un punto de vista
lógico y, sobre todo, estético), sino que aspiran a que ese ser divino los
guarde, los proteja, los libre de las enfermedades y del hambre, de los
desastres naturales y de las guerras y, por si fuera poco, les perdone los
pecados y los salve para la eternidad. A cambio, basta cumplir con algunos
ritos, sacrificar en el altar de la Deidad aves y rumiantes y, en algunos
casos, a otras personas; o acatar algunas normas que los intérpretes de la
divinidad, que nunca faltan, han codificado minuciosamente (sirvan de ejemplo
el Pentateuco y el Corán). En el cristianismo la oblación es simbólica y
algunas de sus denominaciones han enfatizado el don inapreciable de la gracia
salvífica: lo que Dios nos otorga movido por un amor inexplicable hacia una
criatura imperfecta, contumaz y cruel. Frente a esa acción de la Deidad no se
espera más que una respuesta agradecida y jubilosa.
La alabanza es una de las
manifestaciones más antiguas y tradicionales de la acción de gracias. El libro
de los Salmos es, por ejemplo, una de sus expresiones más acabadas y notables.
El cantor exalta a Dios por todo lo que da y lo que promete, por la maravilla
de la creación y por la capacidad de los humanos para reconocerla y
usufructuarla; al tiempo que reconoce su pequeñez y su insignificancia frente a
la vastedad del cosmos y a la fuerza o la conciencia que lo genera.
No sabemos si Dios se solaza o escucha
nuestras alabanzas. Sí podemos afirmar que, por ser enteramente autosuficiente,
no las necesita (como no necesitó nunca de la carne quemada de los sacrificios
propiciatorios), pero ennoblece a los seres humanos – y rebaja sabiamente
nuestra soberbia – levantar la mirada y, por los dones que nos prodiga el
mundo, por la enorme satisfacción de comprender, por la realización personal
que conlleva la experiencia del amor y la generosidad, decir, hoy y todos los
días… gracias, gracias.
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