Fernando
Mires. Polis: Política y Cultura
Durante largo tiempo, para ser precisos, desde el
18.05.2021 cuando fueron elegidos por votación popular los miembros de la
Convención que debía dar forma a la nueva constitución, Chile fue situado en el
escalón más bajo de la condición política: la binaridad. El complejo e
interesante espectro político chileno se vio reducido a dos bandos
irreconciliables: apruebistas y rechacistas. Un bipartidismo
informal que no admitía matices ni puntos intermedios, ni mucho menos la
palabra “pero” sin la cual no hay reflexión ni tampoco política. Todo fue
reducido a un rudimentario “o estás conmigo o estás con los otros”.
El plebiscito puede y debe ser bajo determinadas condiciones
un medio para decidir sobre situaciones límites, pero en ningún caso el medio
principal que lleva a la decisión política. La plebiscitización de la política
suele cretinizar a la ciudadanía. No por casualidad el plebiscito es el medio
electoral que más gusta a las dictaduras. Solo cabe esperar que después del
plebiscito Chile recupere su condición pluripartidaria para, en próxima
ocasión, llevar a cabo ese necesario cambio constitucional que pide a gritos el
país.
Chile por ahora es el país de las constituciones
rechazadas. La constitución vigente, la de 1980, llamada constitución de
Pinochet, fue rechazada en octubre del 2020 por amplia mayoría. La constitución
destinada a sucederla, llamadas por sus enemigos constitución del “octubrismo”,
y por otros, la constitución de la izquierda, fue rechazada en septiembre de
2022, y también por amplia mayoría. ¿Qué pasa con los chilenos? Me
preguntaba alguien. ¿Es que no desean ninguna constitución? Mi respuesta
solo pudo ser: claro que la desean, pero lo que buscan, y todavía no han
encontrado, es una constitución que jurídica y políticamente los constituya
como nación, más allá de ideologías y de partidos.
Ya el origen de la constitución propuesta era
problemático. Surgió como consecuencia del estallido social de octubre del
2019, y no porque los heterogéneos grupos que ahí actuaron hubieran deseado
fervientemente una constitución (en las demandas del octubrismo no figuraba
ningún llamado a crear una constitución) sino como un recurso de la clase
política, incluyendo al gobierno de Piñera, para canalizar las energías
(positivas y negativas) desatadas en esos sucesos. De ahí que, aunque la
constitución en ciernes no fuera octubrista, su filiación cronológica sí lo
era. Para muchos era, de modo simbólico, el corolario constitucional del
estallido de octubre.
Más todavía: el hecho de que entre la elección del
gobierno de Boric y la elección para elegir a los convencionales mediaran solo
unos pocos meses, hizo pensar a muchos, y no sin razón, que la elección presidencial
y la nueva constitución pertenecían al mismo proceso. Bajo esas condiciones era
imposible que, de modo simbólico, gran parte de la ciudadanía no viera en el
nuevo proyecto, la constitución del gobierno de Boric. Como si fuera poco,
miembros del gobierno, como Camila Vallejos y Giorgio Jackson, muy cercanos a
Boric, intentaron obtener réditos de la popularidad del presidente aduciendo
que la constitución era necesaria para el cumplimiento del programa del
gobierno.
Boric, como presidente, quedó mal posicionado. Si no
intervenía a favor de la futura constitución, la ciudadanía podía creer que no
estaba de acuerdo con ella. Si lo hacía, la ciudadanía podía interpretarlo como
una intervención oficialista. Al final, ocurrieron las dos cosas. En una primera
fase, Boric intentó mantenerse al margen del proceso constitucional. Luego
reconoció que había errores en la la constitución, llamando a votar a favor
para después corregirla sin decir explícitamente en cuales párrafos o puntos.
Algo así como “yo te vendo este auto malo, me lo pagas como si fuera nuevo, y
después lo reparo”.
A los errores mencionados, llamémoslos cronológicos, hay
que sumar graves errores políticos cometidos por los convencionalistas elegidos
al calor del auge boricista. Pero antes, permítaseme una digresión. Es la
siguiente: El hecho de que los convencionalistas fueran elegidos por votación
popular es, para sectores que adhieren al extremismo ideológico, la
demostración de una auténtica democracia, llamada en su propia jerga,
“democracia directa”. Pero para quienes hemos estudiado diferentes procesos de
transformación política, la democracia directa suele ser un recurso para
sortear a las instituciones, un arma populista destinada a vincular de modo
vertical a las llamadas “bases”, con el Estado.
En el caso de las elecciones constituyentes fue claro que
la gran mayoría de los convencionalistas no eran constitucionalistas. No todos
eran partidistas, es cierto. Pero, de una u otra manera, la mayoría estaba
empapada por la ola movimientista gestada en los sucesos de octubre. En otras
palabras, eran líderes intermedios de una revolución que nunca había tenido
lugar. Era inevitable entonces que, si no en la letra, en la forma, los
constituyentes fueron vistos como portadores del espíritu del octubrismo. Solo
así se explica que desde el comienzo fuera distorsionada la concepción
prevaleciente de Chile como nación-estado, siendo asumida indirectamente la
concepción evomoralista – en ningún caso un ejemplo de constitución democrática
129 del estado plurinacional. Chile fue rebajado así a la categoría de
pluri-nación y los pueblos llamados originarios (todos los pueblos del mundo
son originarios) fueron separados (debería escribir, segregados) como miembros
de mini-naciones que, para colmo, nunca habían existido como tales. Y bien, ese
espíritu, incluyendo la forma redaccional, sobredetermina muchas páginas del
proyecto constitucional. Razón de más para que muchos ciudadanos, en ningún
caso ultraderechistas, algunos de ellos probados en las gestas
anti-pinochetistas, dijeran: no, esta no es la constitución que yo quiero para
mi país.
Ahí está el nudo del problema: la nueva
constitución iba a ser fundacional, la consagración
constitucional de un nuevo Chile. Y justamente eso, era lo
que más se criticaba a la pretensión de la constitución de
Pinochet: un deseo no oculto de hacer aparecer al país
como renaciendo, purificado de todas las taras y vicios del pasado. La
constitución de Pinochet ─ si no en la letra, en su espíritu y estilo -
nació con la ambición de ser fundacional. La constitución
del octubrismo, a su vez, nació con pretensión refundacional. Y
eso era lo que no quería la mayoría del país.
Chile, para decirlo con las palabras de un
convencionalista, fue fundado en1810. No había ninguna razón para refundarlo en
el 2022. Cuando una nación ha sido fundada, y sus bases jurídicas son sólidas,
las constituciones dictadas de acuerdo a los cambios de tiempo,
son por lo general simples reformas constitucionales. Y si se dictan
nuevas constituciones, estas establecen una relación de continuidad
con el pasado.
Chile, a diferencias de otras naciones latinoamericanas,
fue siempre, independientemente del carácter de sus diferentes
gobiernos, un país bien constitucionalizado. Desde 1833 hasta 1980 –hasta
que al revolucionario Pinochet se le ocurriera hacer de nuevo a
Chile- había primado una asombrosa y envidiable continuidad
constitucional. Cambios, sí. Pero en el marco de la tradición.
2022 habría sido el año ideal para que los
convencionales chilenos retomaran el hilo de la tradición
y dictaran un nuevo texto constitucional de acuerdo al espíritu y a
la letra de la constitución con la que rompió Pinochet, nuestra
constitución, la de 1925. Pero en lugar de eso intentaron presentar
una constitución nacida de la nada, sin pasado,
sin tradición, una que atendía al llamado de las modas
ideológicas más recientes, fueran estas indigenistas, ecologistas o feministas,
todas legítimas y necesarias, pero bajo la condición de ser incluidas
en una constitución que conectara con el pasado democrático que
prevalecía antes de la dictadura.
Naturalmente, en torno al debate constitucional que
precedió al 4-S, de lo que menos se habló fue del texto constitucional. Y
tal vez ese fue el único aporte que tuvieron las jornadas plebiscitarias.
Lo que realmente estaba en juego en el choque que se dio entre apruebistas
y rechacistas era la hegemonía política del país. Ese día debía decidirse, no
tanto una nueva constitución, sino cuales iban a ser las coordenadas políticas
dominantes. Bien, la sorpresa mayor fue que no hubo sorpresas. El
país seguía siendo el mismo de siempre. El país de los tres tercios. Un tercio
de izquierda-izquierda, un tercio de derecha-derecha y en el medio, un amplio
centro formado por una centro derecha y una centro izquierda.
Boric por lo menos lo
sabía por experiencia propia. Cuando fue elegido presidente, lo
fue por dos razones. Una, porque una parte de la centro-izquierda decidió
apoyarlo en la primera vuelta y otra, porque la mayoría de las
fuerzas centristas lo apoyaron en la segunda vuelta, no porque quisieran a
Boric y a su programa, sino para impedir el avance de las
tropas electorales de José Antonio Kast. A esas fuerzas, y no a
la desordenada izquierda del estallido social, debe Boric su
presidencia. Ahora bien, ese centro no quiso que en Chile
hubiera una constitución de izquierda-izquierda. Así de simple
Aunque no me crean, pienso que las naciones, cuando
son naciones políticas (los sociólogos las llaman sociedades) también
piensan. Por eso hay naciones que son pensadas -son las
autocráticas- y naciones que se piensan a sí mismas. A veces, como
ocurre con cada uno de nosotros, las naciones se equivocan. Pero si
son democráticas, corrigen. Pues pensar no es meditar. No hay nada
más confrontativo que pensar. Debemos decidir entre nuestros deseos,
pasiones, intereses e ideales. Y muchas veces estos chocan entre sí. Por eso,
decía Kant, “pensar es peligroso”. Aunque agrego: nunca será más
peligroso que no pensar.
El resultado de las elecciones del 4-S
fue claro como el agua. Chile pensó y votó. Boric dijo después:
“leí el mensaje”. Si lo leyó bien, deberá saber que, más allá de
lo que él quisiera, deberá gobernar de acuerdo a la correlación
de fuerzas que impera en el país, y en ella sus más
fieles partidarios son solo una parte. Tendrá que hacer cambios
políticos y no hay cambios políticos que no pasen por cambios
personales. Solo después, y sobre la tumba de dos constituciones
rechazadas, la del 1980 y la del 2022, saldrá una nueva constitución para
todos los chilenos. La que el país necesita y merece.
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