Fernando Mires. Blog POLIS
Este
artículo es un mini-estudio de geometría política
Comenzaré
con una deducción con la cual he finalizado otros artículos. Esa deducción
dice: el centro en la política no está en el medio. Con esto sugiero que la
política, así como tiene su propia moral, no deducible de la moral religiosa o
de la moral privada, también tiene su propia geometría.
Insistiré:
ocupar el centro de la política no significa buscar una posición equidistante
entre dos extremos, sino ocupar el espacio de la centralidad. Ese es también el
espacio de la hegemonía, tanto con respecto al adversario como con otras
fuerzas no adversas pero que representan opciones diferentes. La conclusión que
de allí se desliza puede ser decisiva.
Ocupar
el espacio de la centralidad política no lleva a eludir los antagonismos. Por
el contrario, lleva a situarse en las zonas más conflictivas de lo político.
Pues en la geometría política la zona de conflictos no se encuentra en los
polos sino en los centros.
Entre
el Polo Norte y el Polo Sur ─ para ejemplificarlo de modo (geo) gráfico ─ no
hay conflicto. Solo hay – valga la redundancia ─ polaridad. Los conflictos
atmosféricos tienden a darse en zonas intermedias (centrales) cuando los aires
fríos chocan con los calientes y desde ahí surgen esos fenómenos tan poco
simpáticos que todos conocemos: tormentas, tornados, huracanes.
En
la política los fenómenos que la irrumpen no son demasiado diferentes. También
allí los conflictos no se dan en las zonas polares (o extremas) sino en las
zonas centrales.
Las
zonas centrales, valga la reiteración, al ser lugares de antagonismo (choque de
fuerzas enemigas o adversas) conforman la espacialidad particular de lo
político. Pero esa centralidad, a diferencias con la geometría no-política, no
ocupa un sitio pre-determinado. Son los propios antagonismos políticos los
agentes que originan su centralidad, es decir, sus lugares de confrontación (y
diálogo).
La
conclusión es la siguiente: La polaridad en política no solo no es sinónimo de
antagonismo. Sucede exactamente lo contrario. Mientras más polarizado un
conflicto, menor será su proyección antagónica pues el antagonismo se da solo
cuando existe la posibilidad de un choque entre dos fuerzas, pero no cuando
ellas se encuentran alejadas unas de otras.
Polaridad,
en efecto, supone distanciamiento. Antagonismo, en cambio, supone acercamiento
y por lo mismo, confrontación.
No
saber diferenciar entre polaridad y antagonismo puede llevar a cometer errores
irreparables pues el lugar de la política es el del antagonismo, no el de la
polaridad. Explicaremos esta afirmación a través de la descripción de una
geometría política ya muy conocida. Me refiero a la del cuadrilátero español.
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Podríamos
afirmar que la despolarización al llevar al antagonismo es condición ineludible
para la práctica política. Dicho a la inversa, la política comienza a desaparecer cuando los antagonismos ceden lugar
a la polarización.
Uno
de los ejemplos más recurrentes que muestran hasta qué punto la polarización
lleva a la destrucción de la plataforma política de una nación lo proporciona
la Alemania pre-nazi.
En
el hecho Hitler no solo polarizó a la geometría política alemana. En gran
medida él fue el resultado de esa polarización. En un polo, el
socialismo-nacional representado por los nazis. En el otro, el socialismo
internacional representado por los comunistas. En el medio, pero (ojo) no en el
centro, la socialdemocracia, más restos dispersos del antiguo liberalismo y del
conservatismo monárquico.
Los
comunistas tuvieron en sus manos las llaves de la salvación de Alemania. Si
hubiesen pactado un frente común con los socialdemócratas habrían construido un
centro político inexpugnable al avance del nazismo. Pero la abstrusa política
“izquierdista” de Stalin lo impidió.
Hitler
ascendió al poder gracias a la división de las izquierdas. Sobre ese punto ya
casi no hay discusión. La deducción que se desprende de esa desgracia histórica
es simple. Allí donde la política se
transforma en pura polarización, termina la política. Eso significa que
ninguna nación, aún la más democrática, está libre del peligro de la
polarización. Lo vimos recientemente en el caso de una de las democracias más
robustas del mundo, la norteamericana. Por muy pocos votos, los EE UU lograron
salvarse del impulso polarizador que intentó imponer Donald Trump.
“Clinton-Trump,
la elección más polarizada”, tituló El País cuyos redactores como los de casi
todos los diarios del mundo desconocen la diferencia entre polaridad y
antagonismo. El título correcto debería haber sido “la elección más antagónica”. Hubiera sido la más polarizada si los
delegados demócratas hubiesen elegido como candidato al socialista Bernie
Sanders. Afortunadamente, aunque por un margen muy estrecho, fue elegida
Hillary Clinton. Con ello, tal vez sin darse cuenta, esos delegados demócratas
salvaron al país de haber caído en las fosas profundas de la polarización.
Entre
Sanders y Trump no había ninguna posibilidad de debate. Una confrontación entre
ambos candidatos polares habría sido entre dos monólogos desprendidos el uno
del otro. Peor todavía: si hubiera triunfado Sanders entre los demócratas, el
triunfo de Trump ya estaría cien por ciento asegurado.
Por
cierto, nadie puede decir que Hillary Clinton tiene el triunfo dentro de su
cartera. Todo lo contrario, será muy difícil alcanzarlo frente a un candidato
capaz de decir e incluso cometer cualquiera barbaridad si se trata de conseguir
un par de votos.
La
elección presidencial norteamericana será más existencial que nunca. Lo que
está en juego es nada menos que la continuidad democrática de la nación. Será
también una lucha entre la política
antagónica representada por Clinton y la antipolítica polarizada representada
por Trump.
Hillary
tiene en sus manos la posibilidad de salvar la continuidad democrática.
Pese
a su indiscutible sensibilidad social, Sanders era la persona menos apropiada
para enfrentar a Trump. Bajo las condiciones polarizadas que habría impuesto su
candidatura, no solo los republicanos más democráticos sino, además, los
demócratas más conservadores, habrían corrido a buscar refugio bajo el
liderazgo de Trump en contra del “socialismo” de Sanders. No ocurrirá así con
Clinton.
Precisamente
la posición no polarizada asumida por Hillary, le asegurará no solo los votos
de los más radicales electores demócratas. Además, el de varios republicanos
que ven en Trump un peligro para la estabilidad política de la nación y, por
ende, de su propio partido. Si así sucede, la geometría del antagonismo, que es
a la vez la geometría de la democracia, logrará imponerse frente a la geometría
polarizada que representa la anti-política de Donald Trump. Frente a esa
terrible posibilidad, todos los demócratas del mundo seremos “hyllaristas”
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