Mario J. Viera
Hay musulmanes ─ no sé si
son pocos o si son mayoría ─ que están estancados en los siglos XI al XIII cuando
se produjeron las cruzadas; y hay musulmanes ─ no sé si pocos o mayoría ─ que
suspiran aún por el califato del al-Ándalus perdido en 1492 cuando los reyes
católicos derrotaron y expulsaron al sultán Boabdil quien, según la leyenda,
lloró contemplando por última vez desde las colinas a su reino y recibió el
reclamo de Aixa, su madre, que le dijera, “Lloras como mujer lo que no supiste
defender como hombre”.
Usted puede ser todo lo
refractario que sea al Islam; yo también lo soy.
Usted puede considerar como
una aberración medioeval la Sharía, el código legal de los países sometidos al
Islam; yo también asi lo considero.
Usted, acaso, se sentirá
indignado con la segregación de otros cultos religiosos y hasta las persecuciones
que se hacen contra cristianos y judíos en los países islámicos y no le faltará
razón. A mí eso también me indigna.
Si a Usted o a mí, nos da
la gana de criticar los preceptos del Corán, ese es derecho nuestro de opinión
y, hacerlo, no representa ofensa hacia el culto musulmán.
Si Usted quiere hacer mofa
del profeta Mohammed, yo no lo haré, quizá ofenda los sentimientos religiosos
de los musulmanes, pero a nosotros, a Usted o a mí ¿qué nos importa la blasfemia?
La blasfemia no es delito, quizá sea “indelicada” pero todos tenemos derecho a
blasfemar y hasta ser apóstatas.
Lo que sí ni Usted ni yo tenemos
derecho alguno, es prohibir el ejercicio de una religión o perseguir a los que
practican cualquier religión, sencillamente porque no podemos practicar los
mismos modos que provocan nuestra indignación.
Hay musulmanes, como hay
cristianos, que torcidamente interpretan sus libros sagrados y pretenden que
otros se sometan a sus viciosas interpretaciones, y deber de los hombres de conciencia
libre es condenarles, sean cristiano, sean musulmanes. Así entre los musulmanes
aparece el fenómeno de los grupos terroristas como Al Qaeda, Boko Haram en
Nigeria, Al Shabab en Somalia, el Talibán y últimamente el Estado Islámico. Pero
entre los cristianos no dejan de aparecer sectas fundamentalistas, tales como
los “Discípulos de Cristo” del pastor Jim Jones y su Proyecto agrícola del
Templo del Pueblo, primero con sede en San Francisco para luego trasladarse a Jonestown
una comunidad fundada en la Guyana. Según se dice en Wikipedia las facultades
mentales de Jones comenzaron a fallar, empezó entonces a arengar sobre
"traidores", enemigos lejanos que querían destruir su sueño y
amenazas de invasión desde "el exterior". Al borde de la paranoia,
una o dos veces por mes impulsaba a sus adeptos a realizar, como "pruebas
de lealtad", simulacros de suicidios masivos, que incluían la ingesta de
falsas pociones de veneno. Las aberraciones de Jones provocaron el asesinato de
Leon Ryan. Tras este atentado contra un congresista, Jones preparó un brebaje para
que todos los miembros de la comunidad murieran. El total de víctimas fue de
912 incluidos los niños de la comunidad.
En 1959 un grupo disidente
de la Iglesia Adventista del Séptimo Día dirigido por Benjamin Roden fundó la
secta llamada Rama Davidiana de Adventistas del Séptimo Día, que se estableció
cerca de Waco en Texas. En 1990 se hace del liderazgo de la secta Vernon Howel
cambiaría legalmente su nombre en mayo de 1990 a David Koresh quien luego se
proclamaría a sí mismo como el hijo de Dios, el Cordero que abriría los siete
sellos. Los davidianos veían al mundo exterior a su secta como una amenaza y,
por tanto, comenzaron a acumular un importante arsenal de armas. Y estar
preparados contra el acoso del Mal. En Monte Carmelo, Koresh había reunido
junto a él a numerosos adultos y un numeroso grupo de niños, y con unos y
otros, se dispuso a convertir en un fortín inexpugnable el rancho Monte
Carmelo. El primer encontronazo había tenido lugar el 28 de febrero, cuando las
autoridades, tardíamente preocupadas por el cariz que tomaba el asunto,
decidieron pasar a la acción, acusando a los davidianos de tenencia masiva de
armas y de abusos sexuales para con los niños que mantenían a su lado.
Recibidos a tiros, los agentes contestaron de igual manera, produciéndose
entonces un primer balance de cuatro agentes muertos y una decena de sectarios
abatidos. Monte Carmelo ardió hasta sus cimientos. Cuando las fuerzas del FBI
lograron entrar en el lugar encontraron muertos a 69 adultos y 17 menores,
muchos de ellos calcinados.
El fundamentalismo impulsa
incluso al odio. Se conocen pastores que acosan a los homosexuales señalándoles
como satánicos, como degenerados morales y hasta algún que otro ha proclamad
que merecen sufrir el castigo de Sodoma.
El fanatismo místico
engendra monstruos.
Pero en religión hay
matices y no se puede condenar a un grupo religioso porque en su comunidad
subsistan bestias. Esto no lo puede ver así Mr. Trump. El enemigo externo e
interno que amenaza la tranquilidad y estabilidad de los Estados Unidos son
todos los musulmanes sin exclusión. Uno es el principal enemigo, los forajidos
del Estado Islámico; ellos como alegan muchos musulmanes no los representan;
ellos, los de ISIS, odian a los Estados Unidos y al Occidente; ellos ni
siquiera han elaborado una teología particular, su filosofía es el saqueo, el
odio, la muerte. Contra ellos hay que dirigir todos los esfuerzos para
exterminarles sin piedad, sin darles cuartel. Cuando Trump hace una campaña del
temor a los musulmanes, cuando exhorta que a todos los que practican esa fe se
les acose, se les hostigue, se estará contribuyendo a justificar al Estado Islámico
y a muchos dentro de los musulmanes que dirán “nos odian solo por nuestra
religión”. Ese no es el espíritu de América.
Mr. Trump debería revisar
lo que dice la Primera Enmienda a la Constitución:
“El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento
de la religión, ni prohibiendo el libre ejercicio de la misma; ni impondrá
obstáculos a la libertad de expresión o de prensa; ni el derecho a la asamblea
pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno la reparación de agravios”.
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