“El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo,
que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano… un pueblo
sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”. (Ernesto Che Guevara)
¿Quién
me hubiera dicho que un día estaría de acuerdo con una frase del psicópata
argentino Ernesto Guevara? Es que en ocasiones hasta el mismo enemigo puede ser
inspirador en la lucha para el rescate de la dignidad, de la libertad, de la
democracia.
Y
hablo de ese sentimiento, quizá no sea cristiano, pero si sagrado, que es el
odio de los pueblos hacia sus opresores. Al opresor no se le puede conceder el
perdón, al represor prepotente no podemos compadecerle. Hay que odiarle, con tenacidad,
con vehemencia. Convertir al odio en factor de resistencia y ser intransigente
con el miserable que pisotea el lirio de la dignidad humana. Ellos son, en sí,
odio. Ellos no se inhiben en golpear, vejar, herir, perseguir y acosar, porque
a ellos les mueve el odio y al odio no se le puede responder con palabras
suaves; al que odia hay que odiar. Hay que inculcar el odio hacia el opresor.
El mismo odio que recoge la Biblia en el relato de Jericó, el mismo que empleó
Elías para devorar a sus perseguidores con fuego celestial.
El
odio impulsa a los pueblos para aplastar a sus opresores; el odio derriba
cercos, demuele murallas y aplasta cualquier resistencia del enemigo.
El
comunismo ha dejado como legado miles de fosas comunes rellenas con los
despojos materiales de sus víctimas ¿cómo no odiar a ese sistema de odio? El
odio no conoce el temor; el odio impulsa; el odio es el amor hacia el pueblo
oprimido; el odio es la posibilidad de rescatar el bien y la justicia y la
bondad. Amar al hermano, al hombre justo, al sabio y al débil. Amar al que
comparte fatigas comunes en la lucha por la dignidad y que comparte contigo su
pan y te da amable consejo y te requiere con amor y te inspira en lo hermosos de
la vida. El amor vence al odio cuando el odio sagrado de los pueblos ha vencido
al odio de los tiranos.
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