Rosa
Townsend. EL NUEVO HERALD
Se
están jugando las fronteras de dominio geopolítico e ideológico en Europa y
Latinoamérica. Nada más y nada menos.
Esa
es la razón del ensañamiento oficialista contra los insurrectos de Ucrania y
Venezuela. Lo que los regímenes-títere del putinismo y el castrochavismo no
sabían era que cuando la rabia es más grande que el miedo no hay nada que
detenga a los pueblos.
Ahora
que lo saben probablemente se avecine lo peor. Caos y más sangre, dieta clásica
de los vampiros políticos, da igual que hablen español, ruso o ucraniano.
Los
paralelismos entre las dos tragedias van más allá de la coincidencia en el
tiempo y los brutales métodos de represión. Ambas son el escaparate de
ideologías en bancarrota; dictaduras gansteriles disfrazadas de democracia; dos
puntos neurálgicos en el mapamundi energético; sus sociedades están
enfrentadas; económicamente empobrecidas; perdieron el título de naciones
soberanas por obedecer a poderes externos, a sus amos en Moscú y La Habana. Y
por último, ambas navegan a la deriva con alto riesgo de conflicto civil, salvo
que lo remedie un arbitraje.
En
el caso de Ucrania existe además gran peligro de desintegración, una parte
pro-Unión Europea y otra pro-Rusia. El separatismo no es nuevo, ha estado
latente en los ánimos del pueblo desde la independencia de la URSS en 1991. Y
fue el detonador tanto de la “revolución naranja” en 2004 como de la actual
revolución (todavía sin nombre). Pero una división del país en estos momentos
sembraría de odio el corazón del Viejo Continente, justo al cumplirse 100 años
de la Primera Guerra Mundial.
La
mera posibilidad provoca escalofríos en las capitales europeas y en Washington,
que no han perdido tiempo en actuar. Sus presiones han contribuido a acelerar
el proceso de cambio, con la destitución hasta el momento de Yanukovich, la
formación de un gobierno provisional y la convocatoria de elecciones.
Pero
Putin no está contento. Si Ucrania se le escapa de las manos, sus ínfulas
imperiales se desvanecen. Y ayer demostró que no lo va a permitir, exhibiendo
su matonismo con el despliegue de tropas en estado de alerta cerca de Ucrania.
Y es que la ex-república soviética tiene la buena o mala suerte de estar
ubicada en el cruce de la Europa Occidental y Oriental. Y además la atraviesa
el gaseoducto ruso que abastece al continente de energía.
Cualquiera
que sea el desenlace impactará enormemente el balance de poder. La Unión
Europea (UE) se juega su futuro como potencia estratégica; Putin su fama y el
imperio; y los ucranianos la paz y prosperidad. De ahí el duelo entre la UE y
Putín por ver quién ofrece más ayuda económica para ganarse la lealtad de Kiev.
A
la mediación internacional se debe la gran diferencia entre el ritmo
vertiginoso de cambios en Ucrania y el aparente estancamiento en Venezuela.
Nadie ha presionado en serio al régimen de Maduro, que sin embargo cuenta con
el silencio cómplice de Latinoamérica, el apoyo expreso de Cuba y la tibieza de
Estados Unidos. A lo cual se suma la vergonzosa indiferencia de la OEA.
Está
claro que el mundo ha dejado huérfanos a los manifestantes venezolanos. Luchan
solos con las armas del valor y la dignidad. Las que nunca han fallado en el
transcurso de la historia humana. En sus jóvenes manos tienen el freno para
detener la expansión del Socialismo del Siglo XXI en el Hemisferio. Esa es la
gran batalla ideológica que se está dirimiendo en las calles de Caracas.
Predecir
el fin de este proceso sería una osadía. Pero hay elementos suficientes para
vaticinar que tanto en Venezuela como en Ucrania se ha marcado un hito. Y que
hay tres aspectos innegables:
Primero,
que ambas insurrecciones representan el golpe más mortífero al putinismo y al
castrochavismo. Segundo, que en la era que vivimos son los pueblos quienes
toman las riendas de sus destinos. Y tercero, que no hay vuelta atrás: éstas no
son unas protestas cualquiera, son el antes y el después, el rostro vivo del cambio.
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