Carlos Alberto Montaner. EL BLOG DE MONTANER
Granma no reprodujo el discurso de
Barack Obama en Sudáfrica. Era humillante para Raúl Castro. Tras el protocolar
apretón de manos, Obama explicó que no se debía invocar en vano el nombre de
Mandela. No era aceptable celebrar la vida y la obra del líder desaparecido y
perseguir a quienes sostienen ideas diferentes a las oficiales. Eso se llama
hipocresía.
Raúl, cuando leyó su discurso, sin
proponérselo, le dio la razón a Obama. Sin ningún recato celebró la diversidad
como si él presidiera la Confederación Helvética. Mientras hablaba, en Cuba se
recrudecía la represión contra los demócratas a golpes, patadas y calabozos. El
espectáculo encarnaba la idea platónica de la hipocresía.
Para entender a Cuba es razonable
acercarse a Sudáfrica. Hay muchas similitudes entre el desaparecido apartheid y
la dictadura de los Castro. Los dos sistemas se erigieron sobre disparatadas
teorías que conducían al atropello y el autoritarismo.
El apartheid sudafricano se nutría de
la vergonzosa tradición norteamericana de la segregación racial, edificada
sobre el sofisma de “dos sociedades
iguales, pero separadas”, modelo originado en la pretendida superioridad de los
blancos, forjado con la copiosa “legislación de Jim Crow” en la mano. Cuando el
Partido Nacional de Sudáfrica, en 1948, hizo suya esa filosofía, y
posteriormente fragmentó el país en bantustanes, echó las bases del
horror.
La dictadura cubana, a su vez, se
sustenta en las supersticiones del marxismo-leninismo. Los comunistas tienen el
privilegio exclusivo de organizar la convivencia cubana. Lo dice, incluso, la
Constitución. Los ampara la certeza de la superioridad “científica”. No puede
haber otras voces, porque ellos, a través del Partido, son la vanguardia del
proletariado, esa clase sobre la que se articula, no se sabe por qué, el
devenir de la historia.
Aquella infame Sudáfrica, felizmente
desaparecida, estaba básicamente dividida en dos castas raciales: de una parte
los blancos, con todos los derechos y privilegios, y de la otra los negros y
mestizos, súbditos de segunda categoría (ni siquiera eran ciudadanos).
Cuba está dividida en dos castas
ideológicas: los comunistas y sus simpatizantes “revolucionarios”, dotados de
todos los derechos, frente a los indiferentes y los opositores, calificados
como gusanos o escoria, y tratados y maltratados con el mayor desprecio.
Incluso, se les veda el acceso a los estudios universitarios porque se ha
proclamado, insistentemente, que “la universidad es para los
revolucionarios”.
Los defensores de la segregación
racial y del apartheid sudafricano legislaron sobre los sentimientos de las
personas. No se podía amar a una persona de otra raza. No se podía tener
relaciones sexuales con ella. No era posible el matrimonio interracial. Ni siquiera
las caricias y los besos.
Los defensores de la dictadura cubana
decretaron que no se podía tener vínculos afectuosos con exiliados, presos
políticos u opositores. Se rompieron los lazos entre padres e hijos, entre
hermanos, entre amigos. A veces se quebraron las parejas. Los matrimonios con
extranjeros no eran bien vistos. Se creó la extraña categoría del “desafecto”.
La policía política vigilaba a las mujeres de los cabecillas comunistas,
civiles y militares, para notificarles a los maridos cualquier adulterio. La
revolución también era la dueña de la entrepierna de las mujeres.
Frente al horror del apartheid,
numerosos países comenzaron a presionar para producir un cambio de régimen.
Había que hacerlo. Era lo decente: acabar con esa viscosa bazofia y sustituirla
pacíficamente por un sistema plural basado en el consenso, la democracia y la
igualdad ante la ley. Para lograrlo se produjo un embargo económico auspiciado
por la ONU.
Ante ese acoso internacional, el
gobierno blanco de Pretoria puso el grito en el cielo e invocó sus leyes y su
constitución peculiares. Decía ejercer su derecho soberano a la
autodeterminación, pero no le hicieron caso. Por encima de esa vil coartada
“nacionalista” estaba la decencia: no se podía maltratar impunemente a la
población negra, como si estuviera compuesta por animales.
Estados Unidos, que vaciló,
cobardemente, ante el embargo internacional contra Sudáfrica (finalmente se
sumó), en el caso cubano es uno de los pocos países del planeta que presiona en
el terreno económico con el objeto de cambiar un régimen totalitario e injusto
por otro democrático, plural e incluyente.
Eso es lo coherente. Contribuir a que
ese pueblo se libere, como sucedió en Sudáfrica. Supongo que, según Obama, esa
es la mejor manera de honrar a Mandela.
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