Vicente Echerri. EL NUEVO
HERALD
Los
comunistas y sus compañeros de viaje suelen colgarle el sambenito de “fascista”
a cualquiera que discrepe de ellos. Dada la hoja negra del fascismo en todas
sus vertientes, incluidos el nacionalsocialismo y el falangismo, eso de
fascista puede ser un adjetivo enmudecedor: un socorrido recurso de los rojos
para silenciar a sus enemigos, o al menos intentarlo. Creo, sin embargo, que la
mayoría de los que recurren a este apelativo para atacar a los demás no sabe
bien en qué consiste el fascismo ni cuán cerca puede estar de él, pues
comunismo y fascismo son dos monstruos gemelos que pusieron en práctica sus
métodos de horror en el Estado totalitario. Sin entrar en minuciosas
definiciones, el fascismo es, en esencia, la doctrina del partido único en
alianza con el gran capital, y su única diferencia con el comunismo es que,
gracias precisamente a esta alianza, puede ser económicamente exitoso, lo cual
lo hace mucho más temible, al tiempo que más refinadamente represivo.
Digamos,
por ejemplo, que China, la denostada China Roja de nuestra infancia, donde Mao
Zedong ensayó sus pavorosos métodos de ingeniería social, era ─ mientras fue
fiel al modelo comunista ─ un Estado ineficaz y, en consecuencia, de escasa
peligrosidad en el ámbito internacional. Desde que le abrió las puertas al
capitalismo, al tiempo de conservar su estructura política monopartidista, se
convirtió en un régimen fascista, económicamente pujante y, en consecuencia,
más rapaz. En Vietnam ha pasado algo semejante, si bien a menor escala. De
puertas adentro, los regímenes de China y Vietnam, aunque hayan liberalizado la
gestión económica, siguen siendo políticamente totalitarios. El flujo de
capital que hace crecer el producto interno bruto, que aumenta el empleo y el
poder adquisitivo, sirve también para lubricar o edulcorar la represión: las
cadenas que sujetan a chinos y vietnamitas ya no chirrían, están aceitadas con
dinero, en muchos casos de empresas occidentales.
Los
empresarios, norteamericanos y cubanos, que andan gestionando la atenuación de
las restricciones que impone el embargo de Estados Unidos a Cuba, arguyen que
el aperturismo económico hacia ese país propiciaría los cambios políticos,
liberaría la fuerza laboral sometida a los dictados del Estado al favorecer, de
rebote, la capacidad de la pequeña empresa.
Creo
que incluso en el escenario más halagüeño para los inversionistas de afuera ─ que
en lugar de joint ventures
permitieran la creación de empresas con capital enteramente foráneo ─, mientras
subsista la estructura política totalitaria, el único resultado real de la
sociedad cubana sería el tránsito del comunismo al fascismo, aunque ese cambio
produjera un mayor índice de prosperidad para todos sus miembros. No puedo
resignarme a un futuro fascista para mi patria, aunque conlleve ─ cosa posible ─
la solución de los problemas de vivienda y transporte, el fin de la crisis de
abastecimiento, la normalización de las comunicaciones y la posibilidad de
medro y lucro sin cortapisas. Creo que somos muchos los cubanos que no nos
conformamos con ese acomodo.
La
libertad política ─ que en nada se expresa mejor que en la organización y
funcionamiento de partidos que aspiran a la conducción del Estado ─ no es un
bien negociable ni secundario, sino prioritario y fundamental. La categoría de
ciudadano no se adquiere por ser rico o pobre, por tener o no tener empleo, por
saber leer o ser analfabeto, entre otras cosas. La primera condición que nos
hace miembros de una sociedad democrática ─ donde sólo la plena ciudadanía se
hace posible ─ es la libertad de expresión y de organización políticas. Si uno
no puede crear o integrar una estructura partidaria que aspire a ser gobierno
en su país, uno no es libre.
Unos
cuantos capitalistas codiciosos, que ven grandes posibilidades para sus
inversiones en Cuba, no parecen tener escrúpulos en convertir ese país en un
Estado fascista. Tranquilizan sus conciencias y la conciencia pública diciendo
que los cambios políticos hacia la democracia vendrán después, como sucedáneos
a una apertura económica. No hay nada en la historia contemporánea que
justifique esa expectativa.
En
los antiguos países comunistas de Europa Oriental ─ que se tornaron auténticas
democracias – los cambios políticos les abrieron el camino a los cambios
económicos; en tanto en China y en Vietnam, los cambios económicos no han
propiciado los cambios políticos. El ejemplo no puede ser más obvio.
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