Mario
J. Viera
Cuando
ya somos mayores de los 80 años, en mi caso ya con 84 sobre mis costillas, ya
debiéramos dedicar un tiempo para pensar en la despedida, aunque antes de los
70 deberíamos ya haberlo hecho, sí porque según índices recientes de la
esperanza de vida entre los hombres, en Estados Unidos, es alrededor de los 73
años. Si esto es cierto debo sentirme regocijado, porque superé ya esa edad y
superé la que era la media entre los hombres de mi familia que rondaba en los
60.
Algunos,
llegados a esta edad, comienzan a elucubrar el cómo distribuir su herencia, sus
recursos y sus propiedades… Este no es mi problema, porque ni posesiones ni
riquezas dejaré tras de mí, es que nací pobre y pobre moriré (a no ser que por
estos días me gane la Lotto o el Power Ball).
Llegué
a Estados Unidos, al exilio con 61 años de edad, mal promedio para iniciar una
vida de inmigrante y mucho más si no llegamos con alguna buena cantidad de
dinero que le ayude a uno encontrar la oportunidad que existe en este país de
las oportunidades; claro está que, de haberme quedado en Cuba, mis
oportunidades habrían tendido a cero. El ser disidente en Cuba no es un oficio
rentable, lo único seguro que se puede garantizar es ganarse una estancia en
cualquier prisión o vivir, como de dice, “inventando”, porque ipso facto te
quedas sin empleo.
Empezar
de cero y con edad poco confiable, será muy difícil obtener un empleo que te
garantice un salario digno, todo el tiempo lo viví con el salario mínimo de
siete dólares. ¿Podía pensar en obtener un seguro de vida para ─ Vaya sarcasmo
─ disfrutar ─ otro sarcasmo ─ un sepelio más o menos digno?
¿Qué
dejaré tras de mí, aparte de alguna deuda que no habré podido saldar? Quizá el
recuerdo que guarden mis hijos y mis nietos sobre mí o tal vez el de algunos de
mis amigos. ¿Un legado?, algún que otro libro que he logrado editar y que nadie
lee, y las memorias flash donde guardo todos los artículos que he escrito y que
tal vez alguno aparezca y se interese en leer todo lo escrito por ese “viejo
loco” que se llamó Mario Viera. No sé cuan meritorio será el legado que deje
tras mi partida.
Ahora
─ ¡Cuánto tiempo perdido! ─ hago cálculos, saco cuentas y me pregunto, si se
dice que un sepelio cuesta alrededor de 7 500 dólares, ¿podré llegar a esa
cifra antes de que me vaya hacia allá, a ese lugar de donde no hay regreso? No
puedo vender mi carro, sencillamente porque no tengo uno propio y requiero, al
menos diez meses para saldar mis deudas aún pagando mensualmente hasta cien
dólares. ¡Ya veré! Necesito, Padre de la Vida, poder vivir siete años más para
sumar los dichosos siete mil quinientos, es decir llegar a los 91 años de edad
¡Difícil! ¡Qué jodido es morirse en Estados Unidos! No importa, algo llegaré a
reunir.
Como
dijo el poeta Rubén Martínez Villena, que era comunista ─ no siempre se puede
ser perfecto ─ “los amigos de ahora ─ para entonces dispersos ─/ reunidos junto
al resto de lo que fue mi yo”, me rendirán el póstumo adios; aunque dudo que
muchos de ellos se decidan a viajar hasta Punta Gorda en la Florida. Parientes
míos que viven en Estados Unidos estarán presentes; mi hija que vive en España
hará todo lo posible para venir a darme su último beso, y aquella hija mía que
vive en Cuba le será difícil conseguir una visa humanitaria que le permita
acudir a mi sepelio, pues como no soy republicano, ninguno de los congresistas
por la Florida hará nada para conseguirle tal visado.
Me
gustaría tener sobre mi féretro como manto a mi bandera cubana, que al final de
cuentas no viví de Cuba, sino que viví para ella. ¿Llantos? Pues digo como
dijera Mariana Grajales cuando varias mujeres lloraban ante la gravedad de
Antonio Maceo: “¡Fuera faldas no aguanto llantos!” No me agradaría para nada
que se me hicieran ritos religiosos por mi cuerpo vacío, pero si alguien
quisiera orar por mi alma, aunque lo creo inútil, pediría que no se lo negara.
Le prometo a todos mis amigos, que, si después de la muerte hay vida, se los
haré saber.
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