Mario J. Viera
1.
Él
y Ella
Bien, comencemos:
A manera de prólogo, solo a
manera de prólogo, porque realmente no es un prólogo y, por tanto, no encabezo
esta primera parte del relato con esa incómoda palabra de PROLOGO; porque el
prologar es como resumir en pocas palabras todo el tema, toda la historia, el
relato que se pretende narrar ─ aunque, en ocasiones, se escriben tan largos
prólogos que agotan la paciencia del lector y resultan luego, que casi son un
libro dentro de otro libro, del libro que se pretende prologar ─.
¡Coño, odio los prólogos!
Debo confesar que nunca, nunca pierdo mi tiempo leyendo un prólogo. Pero requiero
comenzar con una introducción, a manera de prólogo, como antes dije, que
intente estimular el interés de ese supuesto, terrible, ignoto personaje ─
quizá el más importante de cualquier trabajo literario ─ que es el posible
osado lector que decida leer estos garabatos lingüísticos que emplearé para
narrar una historia.
Comencemos con el título de
“Caminando”. Caminar, es un jodido verbo del español, sí, porque tal vez para
algunos, este verbo se deriva de la palabra
camino, aunque camino sea el lugar por donde se transita y caminar sea la
acción de moverse, de ir de un lado hacia otro; sin embargo, como dijo el
poeta: “Caminante no hay camino/ se hace camino al andar”. Se camina por los
caminos y los caminos se trazan con el caminar. ¡Vamos, que se trata de eso que
tan trilladamente se ha repetido, de una verdad de Perogrullo!
Quizá el concepto de camino en nuestra lengua se deba a una
reminiscencia de los tiempos cuando se empleaban los caminos solo para caminar
con nuestros propios pies sin el empleo de ningún otro medio de desplazamiento
animal o mecánico; pero caminar es dirigirse a un lugar, a un destino y ¿para
qué si no se utilizan los caminos? Entonces a partir del empleo de los caminos
por donde nos desplazamos ¿habrá surgido la idea de andar?, porque andar es “Ir
de un lugar a otro dando pasos”; pero, ¡coño!, si no damos pasos ¿cómo podemos
caminar? ¡Qué jodienda! Pero andamos a caballo, andamos a pie, andamos en tren
y nunca caminamos a caballo, ni caminamos en tren y solo caminamos a pie ¡por
los caminos!
Se habla y se mencionan a
menudo “los caminos de la vida” o las vías por las que nos conducimos para
lograr un propósito dado; por lo que hay vías, caminos, honestos y honrados ─
modo de comportamiento moral según la Real Academia ─ para ganarnos la vida,
para encaminar nuestro destino; como
también se pueden emprender caminos
(vías) deshonestos e inescrupulosos para alcanzar idénticos propósitos. ¡Todos
transitamos por caminos! ¡Todos caminamos por la vida y trazamos nuestros
propios caminos! ¿Hacia dónde, finalmente, nos conducen esos caminos? ¡Quién
puede preverlo! De lo que sí podemos
estar seguro es que, según el camino que tracemos por la vida, sin ninguna duda
esos caminos terminarán en ese algo
siempre desconocido que se denomina hado
o más coloquialmente dicho, destino.
Y el destino es el tema de este relato, el de ese hombre sin nombre que un día
subió a un ómnibus para dirigirse a cierto lugar...
Iba sentado en el ómnibus,
aunque él preferiría decir que iba sentado en la guagua, porque aquello de
ómnibus o de bus, le resultaba extraño, carente incluso de significado; y el ómnibus,
la guagua transitaba por una amplia avenida, avanzando por aquel barriecito que
aquel hombre tanto conocía, aunque tiempo había que por allí no andaba,
¿Por qué abordó aquella guagua
y no otra? ¿Para qué iba en aquella barriada? ¡No lo sé y no me importa! Aquel
hombre estaba sentado en aquella guagua y contemplaba displicente el aparente
tránsito fugaz de edificios y viviendas que se alineaban al costado de la calle
a la que tenía acceso su mirada. ¿En qué estaría pensando en ese momento?
Tampoco lo sé y tampoco me interesa. El caso era que estaba en aquella guagua
que se trasladaba por la amplia avenida de una barriada que le era conocida a
este personaje.
Mirando por la ventanilla
del vehículo, de pronto vio una casita pintada con descolorido azul, y la
continuó observando mientras la guagua se alejaba. Y los recuerdos asaltaron su
mente y una ligera sonrisa afloró en sus labios. Allí, en el portal de la
casita de azul descolorido había visto a una mujer que estaba barriendo; una
mujer realmente despampanante ─ ¿de dónde habrá salido esa palabra de
despampanante para describir en toda su magnitud a una mujer verdaderamente despampanante? ─. En la mente de aquel
hombre sonó ─ ¿sonó o se dibujó? ─ una afirmación nacida del recuerdo:
“¡Todavía está buena!” Porque él la había conocido de antes... Había creído haberle borrado de su mente con los años
transcurridos desde... ¡No la había olvidado! Y la vio de nuevo, hermosa,
deseable y femeninamente ¡despampanante! La vio ahora mientras el vehículo
pasaba frente a la casa. Y quiso de nuevo poder contemplar la sonrisa de ella y
ver el pícaro brillo de sus ojos pardos; y quiso de nuevo oler la fragancia de
su cuerpo; y quiso de nuevo palpar la tibia suavidad se sus manos...
Cuatro calles más adelante,
a toda prisa, descendió del vehículo, mientras se ajustaba una mochila a su
espalda. Quería, al menos, intercambiar con aquel recuerdo con cuerpo de mujer,
aunque solo fuera un “Hola ¿qué tal?”
Ella le vio cuando se
acercaba. Interrumpió lo que estaba haciendo. ¿Qué expresión era aquella que se
reflejó en su rostro? Si uno atentamente la observara podría considerar que era
una expresión compleja, con un poco de asombro y un poco de alegría. Es muy
difícil adivinar lo que hay detrás de cada gesto en el rostro de una mujer.
Pero de inmediato su expresión facial se contrajo en algo así como un reflejo
de disgusto o ¿contrariedad?, ¿desasosiego?, o todo entremezclado en una simple
mirada.
A manera de saludo soltó
ella una expresión como asombro: “¿Estoy viendo una visión, un fantasma en
cuerpo de hombre?”
Él, respondió con un
escueto “Hola”.
Estaban ahora de frente; él
del lado de la acera; ella en el portal de su casa. Se miraron a la cara. El
repitió su lacónico saludo: “¡Hola!”
Sin mucho énfasis en el
tono de la voz le dijo ella:
_ Te ves igual, aunque
también distinto...
Él: “Te ves igual que
siempre... Pasaba por aquí y quise saludarte...
Le miró ella directamente a
los ojos con aquella mirada que todavía él recordaba.
_ ¡Hace tanto tiempo!
_ Hace bastante tiempo;
pero nunca te olvidé ─ dijo él aunque sabiendo que mentía.
_ Yo, en ocasiones ─ le
dijo ella ─ me acordaba de ti.
Y ella no estaba mintiendo.
Ella le invitó a entrar. Y
en la salita de la vivienda conversaron y revivieron recuerdos.
_ Un día desapareciste, te
fuiste... Nunca después volví a saber de ti ─ dijo ella y era como si fuera un
reproche.
_ Sí ─ reconoció él ─
Suceden así cosas que uno no hubiera deseado ─ Y nada más explicó y ella
tampoco hizo alguna pregunta.
_ Deja ahí la mochila, y
ven que te colaré café y seguimos hablando...
Ella coló café y él la
acompañó a la cocina. Vivía sola, era evidente. Sentado en uno de los dos
sillones oportunamente colocados en la cocina, él no dejaba de contemplarla
mientras preparaba el café y enjuagaba unas tazas... y miraba su figura que él,
veía esplendorosa, sus formas atractivas, sus suaves caderas, sus piernas, tan
hermosas y bien talladas, como siempre habían sido y se dijo para sí, en su
mente: “¡Qué rica está!”
Cuando quedó colado el café,
ella le preguntó: “¿Te sigue gustando amargo el café?” Él negó con la cabeza y
contestó: “Ahora lo prefiero dulce”.
Se sentó la mujer al lado
del sillón que él ocupaba.
_El café dulce... ¿por qué?
¿Para quitarte algo amargo de tu vida...?
_ No sé. Quizá sea para
recordar que hay dulzura que se pierden sin uno darse cuenta o quizá por culpa
de uno mismo...
Y al decir, aspiró el aroma
que se desprendía de la piel de la mujer y lo aspiró con deleite como quien
huele el aroma de un vino noble. Ella sonrió entendiendo que él estaba aludiendo
al pasado que ambos una vez vivieron, aunque no le creyó sincero. Existen cosas
que una mujer entiende sin necesidad de más palabras; pero aquella declaración
que consideró mentira, le hizo sentirse bien.
_ ¿Te ríes? ─ preguntó él
también con una sonrisa ─ ¿por qué?
Ella hizo un guiño, un
mohín coqueto en sus ojos y volvió a sonreír, y dijo como soltando de repente
un recuerdo:
_ Recuerdo aquel día... en
aquella loma cubierta de arbustos...¿Te acuerdas?
Afirmó él con un movimiento
de cabeza.
_ Tú fuiste el primer
hombre que entró en mí. Que me hizo mujer ─ y rió alegremente ─ ¡Ah, y qué
susto te llevaste cuando me viste sangrar y no sabías que hacer...!
Él sonrió, pero omitiendo
recordar que también ella había sido la primer mujer que en su vida hubiera
penetrado.
Y fueron a la salita y
estuvieron conversando por casi una hora. Entonces él, aparentando desear
marcharse, tomó del suelo su mochila; pero ella le asió por un brazo
reteniéndole: “No te vayas todavía, quédate un rato más. Te invito a comer
conmigo. Verás que comida voy a preparar. Te gustará. Espera, mira que no me
hacen compañía, desde hace mucho, viejos amigos de pasados tiempos...”
Él no le creyó y ella
tampoco se creyó a sí misma.
El aceptó la invitación.
¡Era lo que más deseaba! Quizá ella, al retenerle, le estaría animando a algo
más que a intercambiar recuerdos... quizá a revivir de nuevo los días del
pasado. La suave mano de ella estaba depositada sobre el brazo de él, y
acarició él aquella mano... Sintió ella
como una corriente tibia que le recorría todo su cuerpo que le brotaba del
interior de sus entrañas, y él sintió como una involuntaria erección.
Siempre sucede lo que tiene
que suceder entre un hombre y una mujer, cuando esa mujer vive en soledad y se
siente falta de calor y afectos y ese hombre rebosa de testosterona y si además
existe todavía vivo en ellos el recuerdo de un tiempo donde intercambiaban
caricias y amor. Y se entregaron los dos a la pasión y a la lujuria y se
fundieron sus desnudos cuerpos en uno solo.... Por tres días con sus noches
gozaron el frenesí de sus sexos, pero entonces llegó el momento cuando él se
marcharía. No hubo despedida; así tenía que ser y asi ella lo sabía, que él no
era hombre de ninguna mujer y ninguna mujer podría retenerle. Un beso en la
puerta y una esperanza en ella de que tal vez algún otro día cualquiera él
regresaría; pero rogó que su regreso no llegara demasiado tarde.
Con su mochila al hombro,
él se echó a caminar sin volver la vista atrás y ella le vio alejarse.
2.
La
Muchacha de El Olvido
Él caminaba por las
vertientes del peligro. Y ahora buscaba nuevos horizontes. ¿Dónde ir? A
cualquier parte, preferentemente donde hubiera tranquilidad y sosiego, porque
necesitaba quietud. Pero, ¿acaso puede encontrar sosiego y quietud aquel que se
entrega por espíritu y condición mental a los vaivenes de la vida y a los
retos? Estaba huyendo... ¿de qué? No he podido determinarlo, quizá de una
amenaza de muerte ¡quién pudiera saberlo! Sin embargo, en él no se anunciaba la
caución del temeroso que huye; no miraba atrás sobre su hombro; no se movía
cauteloso por las calles concurridas o vacías; de hecho, nadie le seguía los
pasos, nadie atisbaba entre lo oculto vigilando sus movimientos; pero él estaba
huyendo.
Andando y caminando había
llegado hasta esta pequeña ciudad por donde deambulaba sin punto fijo ni lugar
de reposo. Y en ella no encontraba su sitio, su lugar; el punto de quietud que
ansiaba.
Todo cuerpo tiene su
propio, característico, único olor y fragancia y cada ciudad posee sus propios
olores; porque las ciudades son cuerpos vivos; cuerpos múltiples que componen
un cuerpo común. No le agradaba el olor de esta ciudad, todo el ambiente estaba
impregnado del dulce y penetrante aroma que se desprendía de la torrefactora de
café que allí se alzaba. Ninguno de los citadinos se percataba de aquel olor
porque nacieron respirándole y crecieron oliéndole. Pero a él, venido de fuera,
aquel olor pegajoso no le gustaba. Este no era el lugar que buscaba. Mucho
bullicio en una pequeña ciudad.
Tal vez el sitio calmoso
que ansiaba encontrar lo hallaría en aquel pueblo rústico del que hubiera
escuchado hablar. Parecía tener lo que buscaba, el largo bostezo de un bucólico
lugar, donde todos se conocen y donde nunca ocurre algo. Al menos así lo
imaginaba. Y decidió que iría a explorar aquel paraje que prometía ser el sitio
a propósito donde él mismo podría ser olvidado de todos: El Olvido.
Siempre con su mochila
colocada sobre su espalda llegó al edificio de aquella estación de ferrocarril de
arquitectura que hacía recordar la de los países nórdicos, con su fachada
pintada de azul y sus techos de dos aguas, recubiertos de escamas metálicas; en
la parte posterior del edificio, un largo andén con locales para almacenes y con
espacio para una cafetería. En el interior se abre el salón de espera con sus
largos bancos de doble espaldar y asientos a ambos lados y una taquilla para la
venta de los boletos de pasaje.
En el salón de espera gran
movimiento de personas que entran y salen continuamente, que corren hacia el
andén cuando arriba el tren que aguardaban; y olores, mezcla de perfumes
baratos y de humo de cigarros y cigarrillos y hasta olores de chucherías y
licores y hasta los olores propios de los urinarios de dos servicios públicos
con letreros en sus puertas de “Caballeros” y “Damas”. Y bulla, el rumor que no
se apaga en medio de una multitud; de una abigarrada multitud con gente de todo
tipo, maneras y condiciones sociales.
Compró su boleto para El
Olvido. El empleado levantó solo un breve instante su mirada para reparar en
él, solo para ver quien deseaba ir a El Olvido.
_ ¿A qué hora llega el tren
que va para El Olvido? ─ preguntó.
El empleado de los boletos
volvió a mirarle, esta vez con más detenimiento y dijo y contestó:
_ No hay tren para El
Olvido. El tren solo cruza por El Olvido... Ese es el tren de las cuatro en
punto...
Alguien que le escuchó
preguntando le aclaró: “Es el tren lechero de las cuatro; si es que no llega
más tarde...”
Dos de la tarde, dos horas
entonces de espera. Pasaría por la cafetería. Tenía hambre; quizá pediría un
emparedado, tal vez también una cerveza. La cafetería era un local rectangular
y algo estrecho solo con espacio para el mostrador y para unas mesas colocadas
alineadas al lado de la pared. Solo dos empleados, un hombre y una mujer,
atendían al público que en ese momento no era numeroso, quizá cuatro o cinco
clientes además de aquellos dos sentados en una de las mesas tomándose una sopa
caliente.
Se sentó en una de las
banquetas adosadas al mostrador y pidió un emparedado mixto y una cerveza. Le
atendió el empleado que vestía una camisa impecablemente blanca. Aparentaba ser
uno de esos individuos que uno identifica como rudos, por su aspecto fortachón
y sus maneras torpes, pero resultó ser la amabilidad hecha persona. Servido el
emparedado y servida la cerveza. El volvió su vista hacia los dos que en una
mesa ingerían sendos platos de sopas, El aspecto de ambos le llamó la atención.
En efecto, algo había notable en aquellos dos. Eran jóvenes, tal vez muy
jóvenes pero sus rostros recios les dotaban de un aire de mayor edad. No
conversaban entre ellos. Vestían unos ajustados pantalones tipo vaqueros,
camisas de caqui de mangas largas. Delgados los dos, pero fibrosos; uno de
ellos muy rubio, muy blanco. aunque dorado por el sol, ojos azules o verdes, de
rostro alargado, salientes pómulos, nariz aguda y labios muy finos lo que le
confería un aspecto como de cruel. El otro era casi la antítesis del primero,
trigueño de piel dorada, brazos largos, rostro ovalado. Sus ojos eran pequeños
y de color pardo; el cabello, abundante, algo ondulado y castaño. Sus líneas
eran suaves, tanto que le dotaban de belleza a su rostro.
El empleado de la
cafetería, notó la curiosidad del cliente del emparedado y la cerveza.
_ Esos dos, son de un
pueblo que se llama El Olvido ─ dijo y esto llamó a la curiosidad al cliente ─
Ellos vienen a menudo por la ciudad, parece que a vender algo... No sé. No
acostumbran hablar con nadie... Pero son dos tipos duros, de respeto... Unos de
los que hay que mantenerse aparte... Siempre regresan a su pueblo en el tren de
las cuatro...
Regresó al salón de espera.
Y fue a sentarse en uno de aquellos bancos de doble respaldar. Casualmente se
sentó precisamente al lado de aquel que frente a la taquilla de boletos le
hablara del tren lechero.
_ ¡Hola! ─ le saludó aquel
hombre. Volvió el rostro hacia él y le contestó el saludo con un mohín de la
cabeza. Era un hombre delgado ─ pero llamarle delgado es un eufemismo ─ el tipo
en realidad era flaco, pero no tanto como para parecer distrófico. De mediana
estatura con una edad que bien pudiera ser de cuarenta años como también
sesenta. Pelo ralo, ojos saltones, manos grandes. Aspecto campesino. Sonreía
amablemente.
_ Así que Ud. se va para
nuestro pueblo... ¡Ya verá que le gustará! Sepa que el que bebe el agua de El
Olvido allí se queda...
Y le contestó él: “Si el
sitio es tranquilo, pues sí, allí me quedaré...
_ Pues sí. ¡Sí señor! El
Olvido es bien tranquilo...
Del otro lado del banco
sono una cantarina voz de mujer:
_ ¡Otro que quiere vivir en
el olvido!
Volvió el rostro para ver
quien había hablado. El rostro de una muchacha le sonreía. Cabellera negra que
le caía sobre los hombros, ojos alegres y pardos, labios bien conformados, como
esos labios que uno ve y quisiera saborearles. Podría estar en sus tempranos
veinte años.
_ Más que vivir en el
olvido quisiera vivir para no olvidar y ser yo el olvidado. ─ Aclaró él.
Sonrió entonces la
muchacha. Y haciendo una coqueta mueca le respondió.
_ Algunos pecados debe
cargar alguien que no quiere ser recordado... Pero eso es asunto de cada
cual... ¡Bienvenido sea entonces a El Olvido! Aunque todavía no ha llegado
_ Es linda, es un encanto ─
se dijo él.
Y el hombre sentado a su
lado terció entonces:
_ Pues ya que posiblemente
seamos vecinos, ¿cómo dijo Ud. que se llama?
_ No he dicho mi nombre,
señor... Llámeme como mejor le plazca que los nombres no tienen significado y
yo, yo he olvidado mi nombre...
Y sonó de nuevo la voz
cantarina de la muchacha de El Olvido:
_ Un hombre que ha olvidado
su nombre, que quiere ser olvidado... mucho le asentará vivir en El Olvido ─ y
rompió a reír alegremente.
Luego la muchacha se puso
de pie; sonrió y moviendo su mano como en despedida dijo un ¡Hasta luego! Y
salió fuera. El la siguió con la mirada, contemplando su cuerpo ¿grácil?,
¿delicado?, algo de ello tenía, pero con ondulaciones sensuales de su cintura y
caderas que a él le parecieron voluptuosas.
3. Un
pueblo llamado El Olvido
El tren llegó con cuarenta
y cinco minutos de atraso y demoró otros quince para emprender la marcha. Con
toda su calma, ajustándose a la espalda su sempiterna mochila subió al tren; ya
antes lo habían hecho los dos que él había visto en la cafetería con sus platos
de sopa. Le pareció que algo les abultaba en la cintura bajo de la camisa, pero
no le prestó mucha atención al detalle. Pasajeros de otras estaciones ocupaban
asientos dentro del vagón, aunque no eran muchos y había suficientes asientos
libres. Al pasar por el pasillo le saludó el flaco, el que le preguntó su
nombre; pero por más que observaba no vio entre los ocupantes del vagón a la
muchacha.
El vagón se veía limpio y el aire
acondicionado funcionaba correctamente. Entonces fue y se sentó en el último
asiento del fondo. No hubo a lo largo del viaje, estación, andén o apeadero
donde no parase, aunque solo fuera por cinco minutos el tren, Y, finalmente,
tres horas desde su partida, el tren se detendría en el punto de El Olvido.
¡Tres horas! Una distancia que si se hubiera recorrido en ómnibus a lo sumo
tomaría solo una hora... Lamentablemente a El Olvido no viajaban ómnibus, solo
se llegaba allí por el tren lechero, ese el de las continuas paradas o
aventurándose a través de un ruinoso y polvoriento terraplén.
Descendió del tren por la
portezuela del fondo del vagón. El apeadero era un muy largo andén,
desproporcionado si se compara con el tamaño del poblado al que prestaba
servicio, con una también alargada marquesina de techo de dos aguas, entejado
con tejas españolas. Varios bancos de parques se alineaban en el andén. Tres
faroles eléctricos alumbraban con mortecina luz el área del apeadero. A la luz
de aquellos faroles, pudo ver a la muchacha descender del tren, dos vagones más
adelante. Ella fue al encuentro de un hombre que obviamente le estaba esperando.
Acompañada de aquel, se dirigió a un deplorable y viejo auto que aguardaba en
el playón. Sin embargo, no pudo ver por donde tomaron los dos personajes de la
cafetería, pero sí al flaco que le sonreía afectuosamente. Indagó con él por
algún hotel que hubiera en el pueblo.
_ Bueno, hotel, como lo que
se dice hotel, aquí no hay ─ dijo el flaco ─; pero sí un hospedaje, por esa
calle que Ud. puede ver, como a dos o tres calles. Es un edificio de madera
pintado de rosado... el hospedaje de Ma’ Teresa... ¡Fíjese, no tiene pérdida!
¡Ah, y allí se come bien...!
Encaminó sus pasos por
aquella calle polvorienta y mal iluminada que el flaco le indicara. A sus
espaldas escuchó que le gritaba: “¡Que la pase bien, amigo!”
A juzgar por la presencia
de la calle por donde caminaba podría decirse, que sí, que El Olvido era ese
lugar de bostezo y monotonía placible que pretendía encontrar, porque a ambos
lados de aquella calle se alineaban viviendas silenciosas y oscuras y comercios
cerrados a tan temprana hora de la noche; y en la calle apenas pudo toparse con
algún transeúnte. Silencio y quietud en ocasiones interrumpido por la música de
algún radio que apenas era audible.
El hospedaje de Ma’ Teresa,
una larga edificación de madera de dos plantas. La puerta de entrada con un tragaluz
en el centro y un bombillo de 40 bujías mal alumbrándola. No estaba cerrada. En
una carpeta o algo que pudiera ser considerado como tal, una mujer gruesa, de
tez oscura se ocupaba en hacer anotaciones en un libro de cuentas. Alzó su
mirada hacia el recién llegado observándole a través de los gruesos lentes de
sus espejuelos. Cabello entrecano, rostro que debió ser bello en tiempos
pasados, boca pequeña y labios gruesos. Debía tener más o menos unos cincuenta
años de edad.
Aquel local era un espacio
estrecho; a la derecha se abría una escalera que conducía al piso superior; en
el ala izquierda, se podía apreciar un salón espacioso con varias mesas y
sillas en su interior; aunque las luces estaban apagadas se le podía apreciar
con la luz que provenía de los tres tubos fluorescentes instalados detrás de la
carpeta.
La mujer que ocupaba la
carpeta, ¿sería la misma Ma’ Teresa?, le explicó las condiciones para
hospedarse: “Son cinco la noche y diez si opta por las comidas. Las
habitaciones no cuentan con baños individuales; el baño se ubica al final del
pasillo en el piso superior. El desayuno de siete a ocho de la mañana...”
Él extrajo de su bolsillo
una billetera y le extendió unos billetes.
_ Aquí tiene, cincuenta por
cinco días con comidas... Si me siento bien aquí, después de esos cinco días
podré pagar por otros cinco días más.
Increíblemente la carpetera
no le pidió su nombre solo le solicitó que firmara el libro de registros.
Para el asombro de él, la
habitación estaba bien iluminada con lámparas fluorescentes y la cama se veía
cómoda y correctamente tendida con sábanas bien limpias y olorosas. Estaba
cansado, por lo que, omitiendo por el momento darse un baño se despojó de toda
su ropa y se acostó completamente desnudo.
Se levantó tarde. No
desayunó, pero tomó un baño con agua fría. No es que le agradara bañarse con
agua fría, pero en el hospedaje no había calentadores para el agua.
Nadie circulaba a esa hora
por el corredor.
Del piso inferior brotaba
un apetitoso olor de guisos y estofados que estimulaban al apetito. Cuando bajó
al comedor o, si se quiere, al restaurante, mejor sería decir, a la fonda, la
mujer de la carpeta ─ ¿Sería acaso Ma’ Teresa? ─ le saludó regalándole una
sonrisa amable. Ella era la camarera, la que recomendaba los platos y la que
cubría el servicio de mesera. Delicioso encontró él aquella comida elaborada al
estilo casero. Estaba tan satisfecho que hasta le dejó una propina a la
mesera-carpetera.
Cuando salió a la calle
escuchó sonar dos campanadas de un reloj de campanario. ¡Vamos, si El Olvido
tiene hasta una iglesia! Pero en realidad no era una iglesia como esas hechas y
derechas que se levantan en muchas comunidades; ni siquiera podría llamársele
capilla; porque en aquel casco de mampostería, ni por casualidad oficiaba algún
cura. Solo eran cuatro paredes sin techo, en cuyo interior crecían matojos y se
agazapaban ratones; pero, no obstante, su torre se mantenía en pie y su reloj
funcionaba puntualmente...
Y continuó caminando por
aquella ¿calle o... guardarraya? Y desandando llegó hasta aquel solar cercado
por tres hilos de alambre galvanizado donde vio que allí se celebraba algo así
como una feria con multitud de quioscos y tenderetes de tiro al blanco, de
ventas de chucherías y golosinas e incluso hasta puestos de juegos al azar y
mesas para jugar a las cartas y hacer apuestas; y mucha, mucha gente allí,
entremezclada, jubilosa. ¿Se trataba de alguna conmemoración especial para que
se abriera o celebrara aquella feria? De ningún modo, era una feria de todos
los días que se iniciaba al mediodía y cerraba a las cinco de la tarde; así le
dijeron algunos que pasaban al lado de él y él les preguntara. ¡Qué mejor lugar
se le ofrecía para conocer el alma de una comunidad como sitios como este donde
se reúnen multitudes despreocupadas!
La entrada estaba formada
por un torniquete donde un tipo robusto de mala cara y en camiseta cobraba el
precio de entrada.
Ya dentro de aquel solar,
que ocupaba toda una manzana, observó detenidamente a la gente y los quiscos y
tenderetes. Lo que más le llamó la atención fue que, entre toda aquella
aglomeración de pueblerinos, no pudo distinguir mujer alguna ni tampoco niños,
solo allí se reunían hombres adultos. Pero, ¡un momento! Si te fijas bien verás
que hay una mujer, una mujer sola, la única entre tanto macho reunido. ¡Mira
allá, al fondo del lote, donde hay una tienda abierta cubierta por un toldo de
lona que sostienen varios delgados horcones! ¿La ves? Es una mujer. Se nota
angustiada, desesperada ¡Y hasta parece que está llorando e implorando! Allí,
donde aquel hombre le manotea y le grita, el que está sentado ante aquella
mesita y a su espalda hay otros dos de pie observando la escena. Son altos y
fuertes y sin expresión en sus rostros.
Sintió curiosidad. Quiso
saber qué estaba sucediendo con aquella mujer. El hombre que manoteaba ante
ella era un mulato fornido, calvo, manchado rostro y cuello de vitíligo. Su
rostro contraído en un rictus de furia. Sobre la mesa ante la que se sentaba
descansaba una pistola.
Cuando se acercaba escuchó
decir a uno que conversaba con otro: “Ya el Gallo Pinto está maltratando de
nuevo a esa viuda”. Escuchó la trémula voz de aquella mujer. Mostraba en toda
la expresión de su rostro marchito un intenso miedo. Y el hombre con manchas de
vitíligo le gritaba: “Eres una maldita zorra... ¿Qué te crees? ¿Piensas que
puedes pasarte tan tranquila sin pagar el impuesto? ¿Así de gratis? ¡Mírate que
ni para puta me puedes servir!”
¡Oye, espérate, no es
asunto tuyo! Ya vas a meterte en problemas... ¿Acaso no querías vivir
tranquilo, en paz? ¿Dónde vas? Pero es en vano pedirte moderación, porque eres
como el escorpión del cuento...
Se puso de plano frente al
hombre y le espetó:
_ No es de hombre tratar
así a una mujer...
El de las manchas de
vitíligo le miró sorprendido, no podía concebir que alguien se le plantara así
y con tales palabras. Miró a los dos hombres que le acompañaba con una mirada
de interrogación.
_ ¿Quién coño eres tú? ¿No
sabes quién soy yo? ─ gritó el hombre mirándole fijamente al rostro y
extendiendo su mano hacia la pistola.
_ No sé quién coño eres ─
le replicó ─, pero no me gustan tus modales...
El manchado de vitíligo, al
que llamaban Gallo Pinto, soltó una estridente carcajada. Se puso en pie con la
pistola en mano y dijo: ‘Mira, estúpido aquí todos me conocen y saben que soy
el macho que más largo mea en este pueblo. Que soy quien cobra el impuesto
obligatorio que toda esta mierda de gentes tiene que pagar para su protección”.
La mujer estaba petrificada
por la sorpresa y el temor y Gallo Pinto de un manotazo derribó la mesita y se
enfrentó al osado que tenía delante de él. La pistola firmemente apretada en su
mano... Pero, entonces, dos hombres que acababan de llegar a la feria se
percataron de lo que en aquella carpa estaba sucediendo. Dos hombres delgados
pero fibrosos, jóvenes los dos y duros; los mismo que habían estado tomando
sopa en la cafetería de la estación ferroviaria. Y el rubio le dijo al
trigueño: “¡Ese man tiene cojones! Vamos a darle ayuda...”
Echaron mano a sus
revólveres.
_ Oye Gallo, ¿qué coño está
pasando aquí? ¿Pistolas contra un hombre desarmado?
Ahora fue mayor la sorpresa
reflejada en el rostro con blancas manchas: “¡Esto sí está bueno!, ahora se
aparecen Nacho y Cucho con sus revólveres en mano; díganme, ¿este tipo es
pariente de ustedes?
Con su mano puesta sobre la
boca, la mujer temblaba visiblemente, los espectadores que se arremolinaron
alrededor ahora se apartaban con prisa al ver las armas descubiertas, las que
portaban los llamados Nacho y Cucho, la pistola amenazante del Gallo y los
revólveres ya en manos de los dos que le acompañaban.
Nacho, el rubio, respondió:
_ Nos basta saber que este
tipo los tiene bien puestos y no se acojona viendo tu pistola...
Nuestro amigo, ese que dice
no recordar su nombre, terció entonces:
_ Tranquilos, señores, que
esta bronca es mía...
Cucho, el trigueño, le
contesta con una sonrisa y diciendo:
_ Tu bronca, es verdad,
pero queremos emparejarla... ─ Y volviéndose hacia el Gallo, le dijo ─ Guarda
tu pistola y que tus matones guarden sus revólveres; nosotros enfundaremos los
nuestros y aclaren ustedes su bronca.
_ Siempre ustedes se han
mantenido aparte sin meterse en mis asuntos ─ dijo el Gallo a Nacho y Cucho ─ y
yo nunca me he entrometido en los asuntos de ustedes... ¡Está bien, voy aclarar
asuntos con este hombre...
Guardó su pistola y ordenó
a sus dos acompañantes que hicieran lo mismo. Se dirigió luego al intruso,
nuestro conocido.
_ Mire, señor, aquí
imponemos el orden y el orden tiene su precio, porque lo hacemos para dar
protección a la comunidad ─ y agregó dirigiéndose a sus hombres y a Nacho y Cucho
─ ¿Verdad? ─ continuó entonces ─ Mire, señor, cojonudo... Esta mujer está en
falta, no pagó el impuesto que cada semana hay que pagar y ahora tiene que
saldar un cargo extra, veinte más diez ¡Y dice que no puede pagar! Si fuera
buena hembra podría pagarme en especie, pero está bien mala para ello, ¡No hay
quien se la...! ¿Entiende?
_ Escúcheme Ud. Gallo ─
contestó ─ Pídale disculpas a esta mujer ¡Ahora mismo!, discúlpese como hombre,
si en realidad lo es, que yo le pagaré lo que ella debe...
Ruge el Gallo: “¿Está loco
el tipo? ¿Pedirle disculpas a esta puta? A ver, ¡dime tu nombre ─ exigió lleno
de furia, y repitió ─ ¡dime tu nombre!”
_ ¡No tengo nombre! ─ le
replicó él
_ Escúchame Sin Nombre ─
gritó el Gallo ─ Ma cago en esa puta y me cago en ti ─ y se abalanzó sobre el
sin nombre, pero la derecha de este le recibió violentamente haciéndole caer de
bruces sobre el suelo. Entonces, sacó él su cartera y arrojó los treinta sobre
el cuerpo del Gallo.
La mujer despavorida se
arrojó sobre él dándole golpes y gritando: “Ahora sí me matará; me va a matar”.
Tomo de un brazo a la mujer
y le dijo: “No te pasará nada... ¡Vámonos ahora!”
Y se movieron en dirección
hacia la salida mientras Nacho y Cucho le seguían caminado de espaldas y con
sus armas desenfundadas. Y dijo Nacho: “Hombre te has ganado un enemigo
peligroso y junto contigo también nosotros”.
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