Guy Sorman. ABC
Cuando Donald Trump fue elegido presidente el pasado mes de
noviembre, escribí inmediatamente en este periódico que asistíamos a la
revancha del macho blanco. Por cierto, algunos lectores de ABC no aceptaron mi
análisis, pero muchos cronistas estadounidenses acabaron por escribir lo mismo
y el curso de los acontecimientos parece confirmar esta hipótesis.
Una categoría determinada de estadounidenses, los que se
tomaban la revancha, nunca aceptó la victoria de Barack Obama ni las
transformaciones que ha experimentado la sociedad estadounidense desde 1960. El
feminismo, la diversidad étnica, la prioridad de las minorías en las
universidades y los empleos públicos y el matrimonio homosexual han significado
otras tantas muescas en la idea superior que el hombre blanco tenía de sí
mismo, con una nostalgia por el tiempo en que era dueño y señor de su familia y
su comunidad.
Esta resistencia a ser solo unos pocos entre el gran número
de estadounidenses se remonta, evidentemente, a la época de la esclavitud y la
negación de la emancipación de los negros, pero también de los asiáticos, que
durante mucho tiempo tuvieron prohibida la entrada en el territorio de Estados
Unidos. Desde hace unos cincuenta años, sin embargo, parecía que sociedades
secretas como el Ku Klux Klan solo pertenecían al folclore sudista. Luego hubo
el atentado de Oklahoma City, en 1995, cuando algunos supremacistas blancos
hicieron saltar por los aires un edificio público para protestar contra lo que
ellos consideraban un aumento de la intrusión del Estado en su vida privada,
pero este atentado sangriento se achacó a algunos perturbados, anclados en una
América del lejano Oeste.
Resulta que, el pasado sábado 12 de agosto, llegaron las
manifestaciones y contramanifestaciones de Charlottesville, en Virginia, que
provocaron refriegas y causaron víctimas. Y nos damos cuenta entonces de que
los supremacistas blancos no han desaparecido y parece incluso que han
recuperado su dinamismo gracias al reinado de Trump. De paso, señalaré que los
manifestantes de Charlottesville blandían cruces gamadas y gritaban eslóganes
antisemitas.
Recordemos que Trump, durante su campaña electoral, no dejó
de exaltar los «valores» de la América blanca, sus cultos protestantes, su
derecho a llevar armas y a defenderse contra las agresiones, incluidas las del
Estado. Durante sus reuniones públicas también defendió la violencia y el
ajuste de cuentas; muy pocas veces, por no decir nunca, se vio a un solo negro
en sus mítines. El vocabulario de Trump, sus aires, su gusto por la injuria,
todo eso pertenece al folclore de los supremacistas; ellos se encargan a menudo
de su servicio de orden y han votado por él.
A estos hechos innegables se objeta que estos movimientos
solo representan al 1 por ciento de la población de todo Estados Unidos, quizá
menos. Es cierto, pero recordemos que Trump fue elegido gracias al apoyo de los
estados en decadencia industrial, con márgenes electorales inferiores al 1 por
ciento. En democracia, el activismo cuenta a veces más que el número.
Por tanto, no deben sorprendernos ni la violencia de Charlottesville
ni la reticencia de Trump a condenar a los supremacistas: su reacción inmediata
y espontánea, la que quedará en la memoria, ha sido la de equiparar a los
racistas y los antirracistas. Esta igualdad en el tratamiento ha sorprendido a
su propio entorno: los Republicanos más conservadores, como su ministro de
Justicia, y su propia hija y asesora oficial, Ivanka Trump, han condenado sin
reservas a los supremacistas. Muchos analistas han recordado en esta ocasión
que, en total, los supremacistas han asesinado a más estadounidenses que todos
los terroristas islámicos juntos. ¿Cómo interpretar la estrategia de Donald
Trump en este asunto? ¿Se cree él mismo lo que dice? Lo que piensa un
presidente es en realidad menos importante que su retórica.
Por tanto, se confirma que Donald Trump no es
verdaderamente el presidente de todos los estadounidenses; y ni siquiera es el
presidente, sino un candidato permanente en campaña electoral permanente. Su
atención está fija en la reelección, algo que no oculta. Parece considerar que
las tropas de asalto de los supremacistas podrán serle tan útiles dentro de
tres años como lo fueron en el pasado. Pero me parece más probable que Trump no
vuelva a ser elegido nunca, o que no termine su mandato, porque su propio partido
le abandonará antes. A cada línea roja que cruza, como intentar privar a 30
millones de estadounidenses de su seguro de enfermedad, arriesgarse a una
guerra inútil en Corea o apoyar a los supremacistas, vemos cómo se debilita el
apoyo republicano. Estos días toda la prensa conservadora insta a Trump a
denunciar el «nacionalismo blanco», algo que no hace, mientras que sigue
dispuesto a agredir a los musulmanes y los mexicanos. Ahora bien, no se puede
tener un presidente sin partido en un régimen político en el que el Parlamento
cuenta tanto como la Presidencia; el Parlamento puede desembarazarse del
presidente, pero no a la inversa. Cada día que pasa, Trump cava un poco más su
propia tumba.
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