24 Sep.
2015
Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una
responsabilidad personal y social. La de ustedes como Miembros del Congreso,
por medio de la actividad legislativa, consiste en hacer que este País crezca
como Nación. Ustedes son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están
llamados a defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda
constante y exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo de la
política. La sociedad política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer
las necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros,
especialmente de los que están en situación de mayor vulnerabilidad o riesgo.
La actividad legislativa siempre está basada en la atención al pueblo. A eso
han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.
Se trata de una tarea que me recuerda la figura
de Moisés en una doble perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del
Pueblo de Israel simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la
conciencia de unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la
figura de Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad
trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su labor:
ustedes están invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y semejanza
plasmada por Dios en cada rostro.
En esta perspectiva quisiera hoy no sólo
dirigirme a ustedes, sino con ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los
Estados Unidos. Aquí junto con sus Representantes, quisiera tener la
oportunidad de dialogar con miles de hombres y mujeres que luchan cada día para
trabajar honradamente, para llevar el pan a su casa, para ahorrar y ─ poco a
poco ─ conseguir una vida mejor para los suyos. Que no se resignan solamente a
pagar sus impuestos, sino que ─ con su servicio silencioso ─ sostienen la
convivencia. Que crean lazos de solidaridad por medio de iniciativas
espontáneas pero también a través de organizaciones que buscan paliar el dolor
de los más necesitados.
Me gustaría dialogar con tantos abuelos que
atesoran la sabiduría forjada por los años e intentan de muchas maneras,
especialmente a través del voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos.
Sé que son muchos los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos
construyendo esta tierra. Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes que
luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas
fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la
inmadurez de los adultos. Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría
hacerlo a partir de la memoria de su pueblo.
Mi visita tiene lugar en un momento en que los
hombres y mujeres de buena voluntad conmemoran el aniversario de algunos
ilustres norteamericanos. Salvando los vaivenes de la historia y las
ambigüedades propias de los seres humanos, con sus muchas diferencias y
límites, estos hombres y mujeres apostaron, con trabajo, abnegación y hasta con
su propia sangre, por forjar un futuro mejor. Con su vida plasmaron valores
fundantes que viven para siempre en el alma de todo el pueblo. Un pueblo con
alma puede pasar por muchas encrucijadas, tensiones y conflictos, pero logra
siempre encontrar los recursos para salir adelante y hacerlo con dignidad.
Estos hombres y mujeres nos aportan una hermenéutica, una manera de ver y
analizar la realidad. Honrar su memoria, en medio de los conflictos, nos ayuda
a recuperar, en el hoy de cada día, nuestras reservas culturales.
Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos:
Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.
Estamos en el ciento cincuenta aniversario
del asesinato del Presidente Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que
ha trabajado incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios,
tenga una nueva aurora de libertad». Construir un futuro de libertad exige amor
al bien común y colaboración con un espíritu de subsidiaridad y solidaridad.
Todos conocemos y estamos sumamente preocupados
por la inquietante situación social y política de nuestro tiempo. El mundo es
cada vez más un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta
atrocidad, cometida incluso en el nombre de Dios y de la religión. Somos
conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas formas de aberración
individual o de extremismo ideológico. Esto nos urge a estar atentos frente a
cualquier tipo de fundamentalismo de índole religiosa o del tipo que fuere.
Combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología,
o un sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las
religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado equilibrio en el
que tenemos que trabajar. Y, por otra parte, puede generarse una tentación a la
que hemos de prestar especial atención: el reduccionismo simplista que divide
la realidad en buenos y malos; permítanme usar la expresión: en justos y
pecadores. El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos
nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden
dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos del
enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo
interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor
manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No.
Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y
de reconciliación, de paz y de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar
nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que
abundan hoy. También en el mundo desarrollado las consecuencias de estructuras
y acciones injustas aparecen con mucha evidencia. Nuestro trabajo se centra en
devolver la esperanza, corregir las injusticias, mantener la fe en los
compromisos, promoviendo así la recuperación de las personas y de los pueblos.
Ir hacia delante juntos, en un renovado espíritu de fraternidad y solidaridad,
cooperando con entusiasmo al bien común.
El reto que tenemos que afrontar hoy nos pide una
renovación del espíritu de colaboración que ha producido tanto bien a lo largo
de la historia de los Estados Unidos. La complejidad, la gravedad y la urgencia
de tal desafío exige poner en común los recursos y los talentos que poseemos y empeñarnos
en sostenernos mutuamente, respetando las diferencias y las convicciones de
conciencia.
En estas tierras, las diversas comunidades
religiosas han ofrecido una gran ayuda para construir y reforzar la sociedad.
Es importante, hoy como en el pasado, que la voz de la fe, que es una voz de
fraternidad y de amor, que busca sacar lo mejor de cada persona y de cada
sociedad, pueda seguir siendo escuchada. Tal cooperación es un potente
instrumento en la lucha por erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud,
que son fruto de grandes injusticias que pueden ser superadas sólo con nuevas
políticas y consensos sociales.
Apelo aquí a la historia política de los Estados
Unidos, donde la democracia está radicada en la mente del Pueblo. Toda
actividad política debe servir y promover el bien de la persona humana y estar
fundada en el respeto de su dignidad. “Sostenemos como evidentes estas
verdades: que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por
el Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos está la vida, la
libertad y la búsqueda de la felicidad” (Declaración de Independencia, 4 julio
1776). Si es verdad que la política debe servir a la persona humana, se sigue
que no puede ser esclava de la economía y de las finanzas. La política responde
a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común
posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder
compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social. No
subestimo la dificultad que esto conlleva, pero los aliento en este esfuerzo.
En esta sede quiero recordar también la marcha
que, cincuenta años atrás, Martin Luther King encabezó desde Selma a
Montgomery, en la campaña por realizar el “sueño” de plenos derechos civiles y políticos
para los afro-americanos. Su sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me
alegro de que Estados Unidos siga siendo para muchos la tierra de los «sueños».
Sueños que movilizan a la acción, a la participación, al compromiso. Sueños que
despiertan lo que de más profundo y auténtico hay en los pueblos.
En los últimos siglos, millones de personas han
alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro
en libertad. Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de
los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les
hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de
inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho antes
que nosotros no siempre fueron respetados. A estos pueblos y a sus naciones,
desde el corazón de la democracia norteamericana, deseo reafirmarles mi más
alta estima y reconocimiento. Aquellos primeros contactos fueron bastantes
convulsos y sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios
del presente. Sin embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos
cometer los pecados y los errores del pasado. Debemos elegir la posibilidad de
vivir ahora en el mundo más noble y justo posible, mientras formamos las nuevas
generaciones, con una educación que no puede dar nunca la espalda a los “vecinos”,
a todo lo que nos rodea. Construir una nación nos lleva a pensarnos siempre en
relación con otros, saliendo de la lógica de enemigo para pasar a la lógica de
la recíproca subsidiaridad, dando lo mejor de nosotros. Confío que lo haremos.
Nuestro mundo está afrontando una crisis de
refugiados sin precedentes desde los tiempos de la II Guerra Mundial. Lo que
representa grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma,
en este continente, las miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia
el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un
anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos
para nuestros hijos? No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien
mirar a las personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por
asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación. Una respuesta que siempre
será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea:
descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: “Hagan ustedes con
los demás como quieran que los demás hagan con ustedes” (Mt 7,12).
Esta regla nos da un parámetro de acción bien
preciso: tratemos a los demás con la misma pasión y compasión con la que
queremos ser tratados. Busquemos para los demás las mismas posibilidades que
deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos
ser acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos
vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro
que usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros.
La regla de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y
defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo.
Esta certeza es la que me ha llevado, desde el
principio de mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles para solicitar la
abolición mundial de la pena de muerte. Estoy convencido que este es el mejor
camino, porque cada vida es sagrada, cada persona humana está dotada de una
dignidad inalienable y la sociedad sólo puede beneficiarse en la
rehabilitación de aquellos que han cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos
Obispos aquí, en los Estados Unidos, han renovado el llamamiento para la
abolición de la pena capital. No sólo me uno con mi apoyo, sino que animo y
aliento a cuantos están convencidos de que una pena justa y necesaria nunca
debe excluir la dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación.
En estos tiempos en que las cuestiones sociales
son tan importantes, no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day,
fundadora del Movimiento del trabajador católico. Su activismo social, su
pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el
Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.
¡Cuánto se ha progresado, en este sentido, en
tantas partes del mundo! ¡Cuánto se viene trabajando en estos primeros años del
tercer milenio para sacar a las personas de la extrema pobreza! Sé que
comparten mi convicción de que todavía se debe hacer mucho más y que, en
momentos de crisis y de dificultad económica, no se puede perder el espíritu de
solidaridad internacional. Al mismo tiempo, quiero alentarlos a recordar cuán
cercanos a nosotros son hoy los prisioneros de la trampa de la pobreza. También
a estas personas debemos ofrecerles esperanza. La lucha contra la pobreza y el
hambre ha de ser combatida constantemente, en sus muchos frentes, especialmente
en las causas que las provocan. Sé que gran parte del pueblo norteamericano
hoy, como ha sucedido en el pasado, está haciéndole frente a este problema.
No es necesario repetir que parte de este gran
trabajo está constituido por la creación y distribución de la riqueza. El justo
uso de los recursos naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la
guía del espíritu emprendedor son parte indispensable de una economía que busca
ser moderna pero especialmente solidaria y sustentable. “La actividad
empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar
el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región
donde instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de
puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común” (Laudato
si’, 129). Y este bien común incluye también la tierra, tema central de la
Encíclica que he escrito recientemente para “entrar en diálogo con todos acerca
de nuestra casa común” (ibíd., 3). “Necesitamos una conversación que nos una a
todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan
y nos impactan a todos” (ibíd., 14).
En Laudato si’, aliento el esfuerzo valiente y
responsable para “reorientar el rumbo” (N. 61) y para evitar las más grandes
consecuencias que surgen del degrado ambiental provocado por la actividad
humana. Estoy convencido de que podemos marcar la diferencia y no tengo alguna
duda de que los Estados Unidos ─ y este Congreso ─ están llamados a tener un papel importante.
Ahora es el tiempo de acciones valientes y de estrategias para implementar una
«cultura del cuidado» (ibíd., 231) y una “aproximación integral para combatir
la pobreza, para devolver la dignidad a los excluidos y simultáneamente para
cuidar la naturaleza” (ibíd., 139). La libertad humana es capaz de limitar la
técnica (cf. ibíd., 112); de interpelar “nuestra inteligencia para reconocer
cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder” (ibíd., 78); de
poner la técnica al «servicio de otro tipo de progreso más sano, más humano,
más social, más integral» (ibíd., 112). Sé y confío que sus excelentes
instituciones académicas y de investigación pueden hacer una contribución vital
en los próximos años.
Un siglo atrás, al inicio de la Gran Guerra,
«masacre inútil», en palabras del Papa Benedicto XV, nace otro gran
norteamericano, el monje cisterciense Thomas Merton. Él sigue siendo fuente de
inspiración espiritual y guía para muchos. En su autobiografía escribió: “Aunque
libre por naturaleza y a imagen de Dios, con todo, y a imagen del mundo al cual
había venido, también fui prisionero de mi propia violencia y egoísmo. El mundo
era trasunto del infierno, abarrotado de hombres como yo, que le amaban y
también le aborrecían. Habían nacido para amarle y, sin embargo, vivían con
temor y ansias desesperadas y enfrentadas”. Merton fue sobre todo un hombre de
oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes
nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un
promotor de la paz entre pueblos y religiones.
En tal perspectiva de diálogo, deseo reconocer
los esfuerzos que se han realizado en los últimos meses y que ayudan a superar
las históricas diferencias ligadas a dolorosos episodios del pasado. Es mi
deber construir puentes y ayudar lo más posible a que todos los hombres y
mujeres puedan hacerlo. Cuando países que han estado en conflicto retoman el
camino del diálogo, que podría haber estado interrumpido por motivos legítimos,
se abren nuevos horizontes para todos. Esto ha requerido y requiere coraje,
audacia, lo cual no significa falta de responsabilidad. Un buen político es
aquel que, teniendo en mente los intereses de todos, toma el momento con un
espíritu abierto y pragmático. Un buen político opta siempre por generar
procesos más que por ocupar espacios (cf. Evangelii gaudium, 222-223).
Igualmente, ser un agente de diálogo y de paz
significa estar verdaderamente determinado a atenuar y, en último término, a
acabar con los muchos conflictos armados que afligen nuestro mundo. Y sobre
esto hemos de ponernos un interrogante: ¿por qué las armas letales son vendidas
a aquellos que pretenden infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos
y la sociedad? Tristemente, la respuesta, que todos conocemos, es simplemente
por dinero; un dinero impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente.
Frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema
y acabar con el tráfico de armas.
Tres hijos y una hija de esta tierra, cuatro
personas, cuatro sueños: Abraham Lincoln, la libertad; Martin Luther King, una
libertad que se vive en la pluralidad y la no exclusión; Dorothy Day, la
justicia social y los derechos de las personas; y Thomas Merton, la capacidad
de diálogo y la apertura a Dios.
Cuatro representantes del pueblo norteamericano.
Terminaré mi visita a su País en Filadelfia,
donde participaré en el Encuentro Mundial de las Familias. He querido que en
todo este Viaje Apostólico la familia fuese un tema recurrente. Cuán
fundamental ha sido la familia en la construcción de este País. Y cuán digna
sigue siendo de nuestro apoyo y aliento. No puedo esconder mi preocupación por
la familia, que está amenazada, quizás como nunca, desde el interior y desde el
exterior. Las relaciones fundamentales son puestas en duda, como el mismo
fundamento del matrimonio y de la familia. No puedo más que confirmar no sólo
la importancia, sino por sobre todo, la riqueza y la belleza de vivir en
familia.
De modo particular quisiera llamar su atención
sobre aquellos componentes de la familia que parecen ser los más vulnerables,
es decir, los jóvenes. Muchos tienen delante un futuro lleno de innumerables
posibilidades, muchos otros parecen desorientados y sin sentido, prisioneros en
un laberinto de violencia, de abuso y desesperación. Sus problemas son nuestros
problemas. No nos es posible eludirlos. Hay que afrontarlos juntos, hablar y
buscar soluciones más allá del simple tratamiento nominal de las cuestiones.
Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que
empuja a muchos jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de
oportunidades de futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros,
por el contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de
formar una familia.
Una Nación es considerada grande cuando defiende
la libertad, como hizo Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a
sus hombres “soñar” con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como
intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de
los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de
una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de Merton.
Me he
animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural, del alma
de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y crezca, para que
los jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha permitido a muchos
soñar. Que Dios bendiga
a América.
Fuente:
Radio Vaticana.
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