Recuerdos de Río Bonito.
LA RIADA DE LOS PUERQUITOS.
Mario J. Viera
Alberto Capote se había refugiado en el lomerío. Largo, flaco, de aspecto mustio. Sucio, desgreñado; cubierto el rostro con una espesa, desordenada barba en la que se entrelazaban las canas con los vellos negros. Alberto Capote había sido traicionado por su mujer.
Ella le abandonó marchándose del pueblo con un tipito venido de ¿quién sabe? Capote perdió la ilusión de vivir. Y no pudo resistir las miradas de lástima o de burla disimulada que le prodigaban los vecinos. Y se fue a vivir con los animales, viviendo él mismo como uno de ellos en las serranías.
Pasaron los años. Muchos llegaron a olvidarse de él, pero en ocasiones los arrieros traían noticias del que se había convertido en un estrafalario personaje y los pueblerinos se asombraban de que todavía estuviera vivo.
Pero Capote ya significaba poco para el interés local, lo que a él le ocurriera o como la estaría pasando entre el manigual y el monte ya no tenía ningún atractivo.
Allá, en lo intrincado de las lomas, vivía Capote como un animal más. Casi no hablaba; ¿con quién hacerlo además si los pájaros, las jutías y las lechuzas no saben hablar? Poco a poco su lenguaje se fue corrompiendo y se le fue borrando de la mente, y cuando, accidentalmente se topaba con algún arriero del que no se hubiera podido ocultar a tiempo, su conversación era una mezcla de gruñidos, muecas, balbuceos y monosílabos.
- ¿Cómo anda la vida, Capote?
- ¡Ujum!- contestaba levantando los hombros y apretando los labios.
- ¿Quieres algún encargo del pueblo?
Gruñía. Negaba fuertemente con la cabeza y escupía con desprecio.
Mencionarle a Capote el nombre del pueblo era como enseñarle la cruz al diablo. Un rencor bestial se había alojado en la mente trastornada del ermitaño en contra de Rio Bonito. Ni desde lejos quería ver al pueblo, y eso que desde la loma se le veía como una manchita lejana. Y para no saber nada de Rio Bonito, en la ladera que no miraba hacia allá, había levantado una casucha, si casucha se le pudiera llamar a aquel montón de ramas secas, paja y piedras, ordenadas cónicamente que utilizaba para guarecerse, más o menos, de la lluvia; para protegerse, más o menos, del sol, y para más o menos, dormir.
Evitaba todo contacto humano. Apenas se dejaba ver. En las noches se metía en los sitieríos para hurtar yucas. Los sitieros sabían quien les robaba, pero no se enojaban cuando veían los cangres arrancados o los surcos de boniato hozados.
- ¡Caramba, ya nos visitó Capote!- observaban sin mayor preocupación.
Se movía entre la manigua, por los trillos secretos solo de él conocidos. Su única compañía era un viejo perro de raza indescriptible que le acompañaba a todas partes. Si un arriero, uno de esos que a veces se topaban con él, le preguntaba por el nombre del animal, Capote esbozaba una sonrisa y, invariablemente, respondía: “Nombre es Perro”.
Y aunque en el Café de Eneas ya no se hablaba de Capote, una tardecita de diciembre alguien volvió a mencionarlo.
- ¿Se enteraron? Ahora a Capote le ha dado por criar puercos jíbaros…
- Si los cría ya no son jíbaros…
- Los caza en el monte y luego aparta los lechoncitos… Está levantando un buen corral.
La gente siguió jugando al dominó y conversando de sus cosas.
- Parece que el silvestre querrá hacer negocios- observó uno en alta voz mientras ponía un doble-nueve sobre la mesa-, digo yo; porque como ya tenemos arriba la Noche Buena… ¡Nada mejor que un puerquito asado para la celebración!
La noticia era cierta. Capote se había metido a porquerizo. Dos años se le habían pasado monteando buenos ejemplares de cerdos jíbaros y obteniendo buenas lechigadas del apareamiento de sus capturas. Y por toda la ladera sur tenía sus corralizas.
Si hubiera sido posible, se le habría visto metiendo sus patazas descalzas en los chiqueros, chapoteando alegremente; emitiendo aullidos que intentaban ser cantos y jugueteando con sus chanchitos, los que a todas partes le seguían como su perro Perro. Y los cargaba, y los besuqueaba. Y si antes Capote apestaba a manigua, ahora hedía a porqueriza. Y mientras tanto, desde su redil, el gran puerco, el semental fuerte de poderosos colmillos curvos, le observaba con mirada vidriosa.
El Gran Macho era como una leyenda para la gente de las lomas. Se decía que era el berraco más viejo y, al mismo tiempo, más fuerte de la serranía y, sobre todo, inatrapable. También se decía que era enorme, con una alzada de dos varas y que debía pesar sus buenas cuarenta arrobas. Comentan los arrieros y los sitieros de las lomas que aquella bestia infunde pavor con solo su presencia, por sus enormes y curvos colmillos; porque en la oscuridad sus ojos fulguran; porque su mirada durante el día es como un rayo azul de luz. No ha faltado quien asegure que es un cerdo escapado de las corralizas del Diablo.
La gente bien educada del pueblo no creía las historias que sobre el animal relataba la gente llana e inculta. Hasta dudaban de que en realidad existiera tal clase de animal; pero tanto la gente culta como la gente de pocas letras fueron unánimes en reírse a carcajadas, en tono de burla, de aquel que un día se apareció diciendo que Capote tenía a la bestia encerrada en uno de sus corrales. ¡Quien iba a creer que el flaco, debilucho, apestoso, Alberto Capote hubiera sido capaz de cazar al mítico cerdo de Satanás!
- ¡Ya estaría muerto, compay!
- Ese animal es una fiera de horror y trae mala suerte…
- Y ya ha matado a más de dos incautos que quisieron cazarle…
Una de esas tardes de mucho frío en la serranía, cuando las nubes se atraviesan con las lomas y todo se moja, y el sol es apenas visible, Capote, acurrucado con su perro Perro en el interior de su covacha, recordó que el 10 de diciembre era su cumpleaños. Entonces vinieron a su mente memorias ya casi borradas de su cerebro. Y recordando el pasado, sus ojos se le llenaron de lágrimas.
Sobre los vientos del recuerdo, imágenes de vivencias pasadas le llegaron a Capote trayéndole el tibio olor de la meladura, el aroma de la caña cortada cuando cae en el basculador del ingenio y el perfume del guarapo caliente y el rostro reidor del Maestro Tió que le felicitaba y le prometía ser su sustituto como Jefe de laboratorio cuando ya él se jubilara.
Y lloraba Capote. Y le vino el recuerdo de la que le traicionara. Y acreció su rencor y, en su demencia, lo volcaba sobre el pueblo. Entonces quiso vengarse y castigar a Rio Bonito.
Una mañana bien tempranito se apareció Capote a la entrada del pueblo. Pastoreaba una pequeña piara de no más de doce chanchitos y Perro daba fuertes ladridos. Entonces, empezó a hacer sonar un trozo de caña brava golpeándola fuertemente con un madero. Tomó el camino de la Calle Real, haciendo bulla. Todos se asomaban a verle. Grande era la sorpresa. Pero todos, pasados los primeros segundos de estupor, rompían en risa burlona.
¿Y cómo no hacerlo viendo aquella extraña figura humana golpeando la caña brava, rodeado de cerditos y dando saltos y gritos? Capote entró cantando: “Aé…eó… aé…”. Se contoneaba, saltaba y era como si se estuviera viendo a un espantapájaros que hubiera cobrado vida y bailara en la calle principal del pueblo.
La calle se llenó de curiosos. Aplaudían y reían.
- Capote, bajó de las lomas- gritaban-. Capote está en el pueblo.
Allá, frente a la iglesia se detuvo Capote. Miró a la gente. Sonrió y gritó:
- ¡Cochinitos…cochinitos!
Y extendía las manos como si estuviera ofreciendo los animales.
- Tuyo… cochinitos. Regalo…
Y de la misma manera que llegó se retiró del pueblo, dejando atrás a sus cerditos.
Los puerquitos dejados atrás por Capote correteaban por las calles y los mocosos del pueblo les corrían detrás. La gente se reía viéndoles correr y saltar. Los animales se introducían en los patios y, a su paso, iban dejando sus excretas; pero eran ¡tan simpáticos!
No obstante, el Sargento Gastón ordenó recogerlos y encerrarlos en un corral del cuartelito de la guardia civil. Pero, al otro día, muy de mañana, se escuchó en las calles el gruñir de más cerditos. Esta vez no se trataba de una docena; ahora eran alrededor de una veintena que corrían por los portales, se entraban en los patios y, también, dejaban sus excretas por donde pasaban.
Gran bullicio se armó, porque los menesterosos del pueblo le discutían las presas a los dos alistados de la guardia civil que había en Rio Bonito y trataban de impedir que Gastón los atrapara. Querían asegurarse de tener su “machito” asado para la Noche Buena. Y entre forcejeos se adueñaron de los puerquitos, los que, de este modo, fueron a parar a los más increíbles escondrijos. Aquellos, los más necesitados, se sentían felices por aquel maná cuadrúpedo que les había caído desde las alturas de las lomas. Todos le desearon bendiciones a Alberto Capote.
Al siguiente día… ¡Sorpresa!: Cien cerditos corrían por todas partes. Se le metían entre los pies a la gente, hozaban ávidamente en los jardines, se introducían en las casas y en todas partes dejaban sus excretas. Esta vez, ni el Sargento Gastón ni los menesterosos pudieron sacarlos de las calles.
Ahora se habían convertido en una verdadera molestia, y el pueblo comenzaba a heder a cochiquera. No había sitio donde alguien no se topara con un par de puerquitos. En la calle había que caminar con cuidado para evitar pisar los excrementos que los, ya nada simpáticos, chanchitos dejaban a su paso.
A la mañana siguiente la gente se asomaba sigilosamente a las ventanas para ver si más puerquitos habían llegado. Pero ese día no hubo un nuevo arribo, como no lo hubo al otro día, ni tampoco al siguiente. “¡Al menos ya esto paró!”- se decía la gente, aunque habría que conformarse con los que rondaban por todo el pueblo y resignarse a su mal oliente presencia porque no había manera de darles caza, ni a tiros, ni modo alguno de espantarlos.
- ¡Ah!- se decían los pueblerinos- Parece ser que ya ese loco de Capote, finalmente se cansó de regalarnos puerquitos.
Transcurrió una semana completa. Y no aparecieron más cerdos.
Llegó la Noche Buena; pero esta vez, nadie en el pueblo cenó con puerco asado; ni los menesterosos, ni los mas acomodados. ¡Nadie! De puercos ya estaban…, como se dice…, hasta la coronilla. Y una Noche Buena sin puerco asado, sin tostones de plátano verde, sin yuca con mojo o sin congrí; una cena de Noche Buena con solo pollo sobre la mesa, o tal vez guineo o, hasta con un guanajo relleno… No es Noche Buena y mucho menos si a las doce de la noche no repican las campanas de la iglesia y no se celebra la Misa del Gallo.
Y aquella noche la Misa del Gallo se hizo de corre-corre, porque los cerditos de Capote se introdujeron en el templo, se trepaban al altar y hacían sus necesidades en la misma sacristía.
El día de los Santos Inocentes, un arriero trajo la noticia: Capote había muerto. Su cadáver había sido encontrado por unos campesinos entre las mariposas blancas que crecían a la orilla de un riachuelo de las lomas. Dijeron que en su rostro se había congelado una sonrisa como de alegría, como de satisfacción. Le enterraron a la sombra de una guácima que crecía junto a su choza. Allí le dejaron mientras su perro Perro le lloraba con un aullido.
Tres días después, cuando ya el año finalizaba, nadie hablaba de Capote. Habían decidido olvidarse de él.
Ese mismo día sucedió algo que a todos les causó alegría. Como por obra de un conjuro mágico los cerditos de Capote habían desaparecido del pueblo. Tomaron por el camino real y se alejaron a algo así como una legua. En la base de una loma pasando la de San Juan. Un lugar donde abundaban los aromales, las higueretas y se enredaba el pica-pica.
- Allá se encargarán de ellos los perros jíbaros- Así pensaban en el pueblo.
Tal era el entusiasmo que todos se dieron a la tarea de asear las calles, arrojando cientos de baldes de agua y barriendo todo el mugre hasta con rústicas escobas hechas con racimos secos de palmiche.
Y llegó el primer día del Año del Señor de 1896.
Cuando el reloj marcó las doce del día un hombre, a todo galope, se entró al pueblo por el camino real, levantando tras de sí una nube de polvo rojo. Venía sudoroso y visiblemente conturbado. Desde lejos se le oía gritar con fuerte voz.
- ¡Los puercos están bajando de la loma! ¡Ahí vienen los puercos!
- ¿Dónde?
- ¡Por el Corojal! Y son cientos de ellos, sino miles.
Pero acaso no vendrían al pueblo.
El hombre no tenía esa confianza.
- Vienen por el Corojal… Y solo hay un camino y es el de Rio Bonito.
- ¡Dios nos coja confesados! Si una veintena era insoportable… ¿qué podemos esperar de cientos…?
Y fueron a hablar con Gastón, que para eso era la autoridad colonial. Y Gastón ordenó a la pareja de civiles que le acompañaran. Subió en compañía de un sacristán a lo alto del campanario de la iglesia y haciendo uso de unos binoculares enfocó la mirada hacia el lugar conocido por el Corojal.
¡Osú!- exclamó el sargento- Realmente se dirigen hacia acá…
En la distancia, por los binoculares, se podía apreciar la nube de polvo que marcaba el paso del ejército porcino. “Son incontables- afirmó el Sargento Gastón sin dejar de mirar la gran polvareda-. Vienen a todo correr y son… ¡Miles!”
Cerca de las cuatro de la tarde las avanzadas de los cerdos se habían unido a los cerditos que antes habían estado plagando al pueblo. Alguien llegó con nuevas.
- Se están agrupando, y hay chanchos de todos los tipos… pequeños, grandes, hay negros, carmelita, de colores…
La gente se llenó de espanto. Aquello tenía que ser cosa de brujería. Todos se encerraron en sus casas. El Sargento Gastón asumió la defensa de la población saliendo al camino real con sus dos subalternos. No acababan de tomar posición cuando de un lado y otro del camino saliendo de la espesura le saltaron arriba unos veinte cerdos. Eran animales adultos, grandes y vigorosos. Atacaron con violencia, dando dentelladas. Los civiles rodaron por el suelo casi aplastados por los furiosos animales. Desarmados, mordidos y estropeados, Gastón y sus subordinados emprendieron la fuga en dirección contraria al pueblo.
Entonces, en medio del camino se presentó una enorme bestia. Sus ojos brillaban. Dos poderosos colmillos curvos asomaban por su boca.
A las seis de la tarde dos columnas de cerdos entraron por dos puntos diferentes de la población. La primera columna entró por la Calle Real, en tanto que la segunda se metió por la calle que todo el mundo conocía como Calle de la Tenería, porque por allá hubo un tiempo una tenería.
Un muchacho se había aventurado hasta la entrada del pueblo y pudo ver que allí estaba un enorme macho, de aspecto terrible, que se movía entre la enorme piara como un general que frente a su ejército arenga a la tropa. La descripción que diera del animal sacudió a todos. Llenos de espanto algunos corrieron a la iglesia.
- Padre- clamaban-, se trata del gran macho… una bestia demoníaca. Capote hizo pacto con el Diablo.
No cabía duda. Si aquellos animales invadían al pueblo moviéndose como dirigidos por una inteligencia, debía tratarse de obra de Satanás. Entonces el párroco se puso sus atributos religiosos y acompañado por dos jóvenes monaguillos, salió crucifijo en ristre, agua bendita e incensario para enfrentarse al Gran Macho y exorcizar al animal.
Cuando se plantaron delante del animal, la bestia emitió un poderoso rugido, nada parecido al gruñir de un cerdo. Brotó de su boca un espeso espumarajo, y clavó sus pezuñas en la tierra.
- ¡En el nombre de Jesús yo te conjuro, bestia! – gritó el sacerdote a la vez que le arrojaba agua bendita.
Aquello encendió más la furia del cerdo. Rugió de nuevo. Los monaguillos se orinaron de miedo. El cura volvió a la carga: “En nombre de Dios yo te…”
Nada más pudo decir. Cien furiosos animales se arrojaron sobre él y sobre los pobres muchachitos. Los cerdos les destrozaron las vestiduras. No le quedó más remedio al buen cura, y a los asustados monaguillos, que echarse a correr desesperadamente alejándose a toda velocidad del pueblo.
Finalmente la Gran Bestia, escoltado por sus animales entró en el pueblo. A su paso todo era destrozado. A su paso todo era excretas y peste. No quedó en pie ningún jardín.
Pasó el tiempo, el pueblo estaba huérfano de gobierno civil y espiritual. La única ley que imperaba era la ley animal. Encerrados dentro de las casas los pueblerinos imploraba a San Sebastián para que les librara de aquella maldición que le había llegado. Muchos, a escondidas huyeron del pueblo y Rio Bonito se fue quedando vacío. Se pidió ayuda, pero nadie les prestó ayuda. Aquel cuento de los puercos no era creído, y para los de afuera no podía tener el dramatismo que era descrito por los pobladores.
Pasaron cincuenta días. Algo inusual estaba ocurriendo. La gente atisbando desde las ventanas notó que había desconcierto entre los cerdos. Daban vueltas en círculos, vagaban sin sentido. Parecía que hubieran perdido su agresividad y que ahora se comportaban como lo que en realidad eran: cerdos.
Fue una niña la que aclaró todo. A hurtadillas había salido de su casa para buscar agua en el rio. Estaba sacando el agua cuando, de pronto, se le colocó en frente el terrible semental. Quedó paralizada de temor. El animal se acercó lentamente hacia ella. Cuando ya estaba a dos varas de distancia, se detuvo bruscamente. La niña le vio convulsionarse. Un quejido se escapó sibilante de la garganta del animal y entonces se derrumbó pesadamente sobre el suelo. Estaba inmóvil, rígido.
La muchachita, temblando se fue acercando al animal. Luchaba por contener su miedo.
Dando gritos llegó la chiquilla a la Calle Real.
-¡Se murió!- gritaba- ¡Está muerto el gran macho!
Cuando la gente comprobó la veracidad de las afirmaciones de la niña abandonaron sus escondites y armados de garrotes, machetes, cuchillos y hachas les fueron arriba a los cerdos que no habían alcanzado a salir del pueblo. Fue una matanza descomunal. Una enorme pira estuvo ardiendo por varios días.
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