Fernando Mires. Blog POLIS
Con
el correr indetenible de los años, he llegado a la conclusión de que uno – al
menos en política ─ no debe identificarse con nada ni con nadie para siempre.
Que el “para siempre” no forma parte de la condición humana. Que la historia
política está formada por momentos. Y hay momentos luminosos y muchos otros de
absoluta oscuridad. Y así como hay algunos que nos permiten vislumbrar al
infierno, hay otros que nos muestran, si no al cielo, la ilusión de que podemos
llegar a ser mejor de lo que somos.
Quienes una vez accedimos a
la vida política siguiendo las noticias que nos llegaban de la Sierra Maestra,
nos identificamos rápidamente con la guerrilla de Fidel Castro. ¿Quién que no
fuera un malvado podía apoyar a Batista? La imagen mostrando a Cuba convertida
en un burdel recorría al mundo. En Cuba había nacido una revolución y cada uno
de nosotros, ni siquiera ventiañeros, proyectaba hacia la isla sus visiones de
futuro.
Definitivamente, Cuba pasó
a ser parte de diversas biografías. El rechazo al comunismo soviético y la
revelación pública de los crímenes cometidos por Stalin, fueron hechos que
impulsaron a no pocos jóvenes de mi generación a buscar una salida política que
no fuera la mediocre oferta de las derechas tradicionales. El discurso del Che
Guevara en Argelia afirmó nuestras convicciones: era posible ser revolucionario
sin ser comunista y antiimperialista sin ser pro-soviético.
La idea de un socialismo
latinoamericano parecía no ser solo una utopía. Si a eso sumamos las imágenes
que nos llegaban desde Vietnam, horrores como los de la aldea My Lay,
poblaciones completas padeciendo bajo el napalm, no parecía haber otra
alternativa más digna que la ofrecida por Cuba.
La primera fisura colectiva
y profunda ocurrió en 1968 cuando Fidel Castro, confirmando la primera gran
capitulación de la revolución cubana, aplaudió la invasión a Checoslovaquia.
Peor aún: la aplaudió aceptando que esa había sido una violación a la soberanía
nacional de ese país.
Aún sin habernos
distanciado públicamente nos repugnó la autocrítica despiadada que obligaron
hacer a Heberto Padilla. Después nos enteramos de la vil persecución a que fue
sometido Reynaldo Arenas. Las declaraciones de Guillermo Cabrera Infante nos
impactaron. Las persecuciones a los homosexuales nos horrorizaron. El culto al
paredón nos recordaba a nuestras lecturas sobre la Francia de las guillotinas.
Los que habíamos sabido de
los crímenes de Stalin comenzábamos a entender lo que estaba sucediendo en la
isla. Cuba dejó ─ no de un día a otro, lentamente ─ de ser la esperanza, el
horizonte, el futuro. Cuba, la Cuba de Fidel, había roto con muchos de
nosotros. El tiempo lo fue confirmando. Castro no era un libertador. Era, o
llegó a ser, un simple dictador latinoamericano en una larga y siniestra
galería de crueles dictadores.
Y sin embargo, dejo
constancia, no me arrepiento de haber apoyado durante un tiempo a la Cuba de
Fidel. Y lo voy a explicar:
Con la misma pasión con la
cual una vez seguí a Cuba, comencé a seguir tiempo después a las revoluciones
democráticas del Este europeo. Apoyé a Solidarnosc y a Walesa y no temo afirmar
que hasta me identifique con ellos. Pero miremos a la Polonia de hoy. Un país
gobernado por un autócrata rodeado de curas fanáticos amenazando a los derechos
humanos y a las libertades públicas. A esas mismas libertades por las cuales
los obreros de Danzig arriesgaron todo en su lucha en contra de la dictadura
comunista.
Con la misma pasión con la
cual seguí a Cuba, me identifiqué con la gesta antiburocrática iniciada por
Gorbachov en la URSS. Pero miremos a la Rusia de hoy. Un imperio que amenaza a
Europa, invade a Ucrania, comete genocidio en Siria y bombardea a poblaciones
indefensas en el Oriente Medio. ¿Debo arrepentirme por haber apoyado a
Gorbachov?
Con la misma pasión con la
cual seguí a Cuba, apoyé a la revolución democrática de Hungría y a la
Checoslovaquia de Havel. Hoy Hungría está gobernada por un neo-dictador y la
Checoslovaquia de Havel no existe. ¿Debo arrepentirme por haber apoyado al
nacimiento de la democracia en esos países?
Con la misma pasión con la
cual seguí a Cuba apoyé a las multitudes disidentes de Dresden y Leipzig,
reunidas en las plazas, todas gritando: “Nosotros somos el pueblo”. ¿Debo
arrepentirme por haberme sentido tan cerca de esa gente solo porque hoy esa
consigna es coreada por una chusma enloquecida de racistas? ¿Los mismos que en
las noches incendian los albergues donde residen indefensos extranjeros?
Con la misma pasión con la
cual seguí a Cuba, me pronuncié a favor de la llamada “primavera árabe”. A ese
mismo pobre mundo árabe que hoy aparece otra vez envuelto en guerras fraticidas
y pisoteado por nuevas dictaduras. ¿Debo arrepentirme por haber cifrado algunas
esperanzas en ellos?
Con la misma pasión con la
cual seguí a Cuba, apoyo hoy día a las fuerzas democráticas de la nación
venezolana en su larga lucha en contra de la dictadura de Maduro ¿Deberé
arrepentirme si después de la salida de Maduro esas mismas fuerzas democráticas
convierten a Venezuela en un lodazal de corrupciones?
No voy a repetir la letra
de la canción de Edith Piaf. Pero tampoco me daré golpes en el pecho. No. No me
arrepiento de nada.
Con el correr indetenible
de los años, he llegado a la conclusión de que uno – al menos en política ─ no
debe identificarse con nada ni con nadie para siempre. Que el “para siempre” no
forma parte de la condición humana. Que la historia política está formada por
momentos. Y hay momentos luminosos y muchos otros de absoluta oscuridad. Y así
como hay algunos que nos permiten vislumbrar al infierno, hay otros que nos
muestran, si no al cielo, la ilusión de que podemos llegar a ser mejor de lo
que somos.
Antes de escribir estas
líneas he estado mirando con detención una foto. Fue tomada el 01 de Enero de
1959: Los muchachos de la Sierra Maestra hacen su entrada triunfal en La Habana
con Fidel a la cabeza. No, no fue un error haberme sentido muy cerca de ellos.
El error habría sido seguirlos “hasta la victoria siempre”. Y eso, en política,
nunca hay que hacerlo con nadie. Con nadie.
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