Fernando Mires, Blog POLIS
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no es el
Chávez mexicano sino un líder de izquierda-centro,
uno de los tantos que hubo antes y que habrá después de Chávez. Pues imaginar
una política sin izquierdas es tan absurdo como imaginar una sin derechas. El
peligro es otro. El peligro es que en México estamos asistiendo a la implosión
de todo un sistema político. Implosión que comenzó a tener lugar antes de la
victoria de AMLO.
Ordenando la relación de factores, no
fue la victoria de AMLO el hecho que provocó la implosión del sistema político,
sino esto último llevó al ascenso de AMLO. Veamos los resultados. Ese 53%
(record mexicano) obtenido sobre sus seguidores más inmediatos, el candidato
continuista José Antonio Meade y el híbrido conservador Ricardo Amaya
(candidato de derecha e izquierda a la vez) fue una victoria frente al vacío.
Vacío de programa, vacío de política, vacío de todo. Frente a lo que esas
candidaturas llegaron a representar, no solo AMLO, cualquier candidato que
hubiera levantado una alternativa en contra de la corrupción, del gangsterismo
estatal, de la delincuencia organizada por los partidos, habría podido vencer.
Más todavía si ese candidato ha dado pruebas de seriedad (la alcaldía de de
Ciudad de México fue administrada con relativa eficiencia por AMLO) virtud muy
escasa en la clase política mexicana.
No, no se trata de una nueva derrota del PRI
como cuando llegó a la presidencia Vicente Fox (2000). Se trata más bien de la
relación de complicidad compartida entre el PRI y los demás partidos del
sistema. De un sistema caracterizado, en lo fundamental, por
una suerte de corporativismo político que durante largas décadas representó el
PRI y después fuera ampliado hacia otros partidos como el PAN, y el propio
PRD. Pues, hablando en términos polítológicos, lo que primaba en México
era, en estricto sentido, una partidocracia. Ahora bien, en contra de esa
partidocracia, hundida en los más turbios escándalos que es posible imaginar,
levantó AMLO su candidatura. De ahí que, objetivamente, y haciendo abstracción
de la retórica revolucionaria del nuevo presidente, su futuro gobierno aparece
ante los ojos de muchos mexicanos como un factor de normalización y
estabilidad. Y AMLO como el hombre en condiciones de salvar la
integridad de la política frente a la corrupción institucional y a la anomia
social.
No sin cierta razón algunos publicistas han escrito
que AMLO y su partido MORENA no solo encarnan un momento fundacional sino uno
re-fundacional, vale decir, el de la fundación de un nuevo PRI. Pero las apariencias
engañan. A pesar de todas las semejanzas que puedan existir entre el viejo
PRI y el nuevo MORENA, hay dos grandes diferencias. La primera es que El PRI
fundado por el militar Plutarco Elías Calle nació con el objetivo de
institucionalizar – o cerrar ─ la revolución nacida en el 1910. MORENA en
cambio, dicho con las propias palabras de AMLO, nació para comenzar una
nueva revolución. Efectivamente, AMLO habla del inicio de una cuarta
revolución: la de la Independencia (Hidalgo), la Gran Revolución (Madero) y
la de la Reforma (Benito Juárez) son las tres primeras. La cuarta sería la
revolución social de AMLO. Las tres primeras están unidas por dos
características: en todas, las grandes masas escaparon a la conducción de sus
líderes y todas, fueran sangrientas. Esperemos que la de AMLO, si de verdad
hace una revolución, sea algo diferente. México es el país latinoamericano que
más muertos ha entregado a sus grandes causas.
La segunda diferencia es que MORENA es el
partido de AMLO, es decir, es propiedad de AMLO, fundado, organizado y liderado
por AMLO. El PRI en cambio era una asociación de políticos y si alguna vez tuvo
grandes líderes -Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán entre otros- estos fueron
siempre fieles a la línea de su partido. En cambio MORENA es solo fiel a la
línea de AMLO. Sin AMLO no hay MORENA. MORENA es la prolongación de AMLO. En otras
palabras, estamos asistiendo a un nuevo fenómeno: el fin del principio
del corporativismo político y el comienzo del principio del caudillismo nacional.
Porque, lo quiera o no, AMLO es un caudillo nacional. Más nacional
aún si se tiene en cuenta que México, como consecuencia de los insultos
racistas de Trump y del oprobioso muro, arrastra el dolor de una profunda
herida narcisista.
Gracias o por culpa de AMLO la política de
México ha entrado en un proceso de sudamericanización. La “dictadura perfecta”
(Vargas Llosa), sin caudillo, ha cedido el paso al caudillaje del líder. Desde
ahora en adelante el gobierno de México será personal, personalista y
personalizado. Si logra éxitos, el honor será para AMLO. Si fracasa, el
fracaso será de AMLO.
El futuro dirá si AMLO utiliza el
personalismo caudillista para reformar las instituciones y ampliar la sociedad
civil o simplemente se convierte en un nuevo autócrata latinoamericano. Para
ambas vías hay condiciones. Pero algunos indicios hablan a favor de la primera: México
no es una isla como Cuba y una dictadura vecina a los EE UU no parece ser una
posibilidad geopolíticamente realizable. El mismo AMLO, conocido por su
pragmatismo, ha optado, en lo económico, por seguir dentro del
TLCAN. Además, el mismo sabe que si ganó ampliamente en los comicios
del 2018, no fue por ser el “candidato del sur pobre y empobrecido” como lo fue
en anteriores elecciones, sino por haber recibido el apoyo del norte próspero,
empresarial e industrial. Por cierto, AMLO siempre será un presidente que aboga
por la justicia social. Pero si entiende que no hay mayor justicia social que
el mantenimiento y ampliación de las libertades políticas, podría tener ante sí
un futuro auspicioso.
Desde una perspectiva latinoamericana sería
conveniente pensar las elecciones mexicanas en términos paralelos a las
colombianas, las dos últimas que han tenido lugar en la región. Mientras en las
colombianas la derecha-centro se impuso alrededor del candidato tecnócrata
Duque al candidato de izquierda centro, Petro, en México ocurrió exactamente al
revés: los dos candidatos tecnócratas de la centroderecha fueron
derrotados ampliamente y sin apelaciones por el candidato de izquierda-centro.
Dos direcciones no solo diferentes. Además, definitivamente opuestas. Así,
mientras el centro fue ocupado en Colombia por la derecha, en México fue
ocupado por la izquierda. Sin embargo, ambas elecciones tienen un punto en
común. En las dos, más en México que en Colombia, quedó evidenciada la ausencia
de un centro democrático y liberal, autónomo e independiente, en condiciones de
ejercer hegemonía sobre ambos extremos.
Pero ¿no ha sido y es esa ausencia el gran
vacío histórico de la política latinoamericana?
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