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jueves, 24 de marzo de 2016

Semblanza de Ignacio Agramonte y Loynaz

Tomado del libro de Eugenio Betancourt Agramonte, “Ignacio Agramonte y la Revolución Cubana”. La Habana, 1928
 
Monumento a Ignacio Agramonte en la ciudad de Camagüey
No fueron las aventuras juveniles de Agramonte escándalos amorosos, o de otro género, pues no conoció más amor que el de su Amalia; sí frecuentes pendencias con oficiales del ejército español, a los que hizo conocer temprano los peligros de su espada. En aquel tiempo habían pendencias frecuentes entre los peninsulares e insulares, principalmente entre los del pueblo y la tropa forastera, y en ocasión de un insulto de esta a unos cubanos en la fiesta de San Juan (carnaval en Puerto Príncipe), Ignacio Agramonte, movido por su arrojado y caballeresco espíritu, salió por un cubano agraviado, y combatió en duelo a muerte con un comandante de caballería que llevó la peor parte en el terrible encuentro.

En La Habana, se batió con otro oficial español, de apellido Valero, por un motivo semejante, y concertado el duelo a muerte, Agramonte, después de haber herido a su contrario, no quiso darle el golpe de gracia a que tenía derecho con arreglo a las condiciones de su desafío.

Otra vez reprendió a un oficial español por haber tomado una silla en la que apoyaba sus pies una señorita cubana, hermana de Manuel de Quesada. El oficial reconoció su falta, que debió ser por inadvertencia, y dio sus disculpas; pero enterados sus compañeros de armas, lo pusieron en la obligación de retar a Ignacio Agramonte, y el desafío se concertó a espada, y efectuado, quedaron heridos ambos combatientes. El oficial español alabó la destreza y serenidad del joven camagüeyano, y olvidado aquel lance, quedaron buenos amigos.

Agramonte era hombre muy alto (medía seis pies y dos pulgadas), delgado, pero derecho y recio, fortalecido por el ejercicio del caballo y de la esgrima; tenía los ojos pardos, grandes, lánguidos y serenos; los cabellos castaños, finos y lacios; bigote corto, poca barba. Sus facciones eran finas: la nariz aguileña, los dientes blancos, iguales y bien puestos, y no gruesos los labios (como se ve en algunos de sus retratos). En la guerra se robusteció mucho, y adquirió buenos colores, y al morir (dice uno de sus compañeros de armas) tenía la apariencia militar perfecta.

Era sereno y reflexivo, de afectos tiernos y apasionados, de voluntad firme e inquebrantable. Era generoso y leal; sabía comunicar sus pensamientos a los demás, bien por medio de su elocuente palabra, o bien por medio de la pluma, con estilo claro y preciso; conocía el modo  de llegar al corazón de los demás: todos entendían sus grandes sentimientos, y en más de una ocasión hizo asomar lágrimas a los ojos de soldados rudos, al reprenderlos suave y paternalmente por cualquier falta al orden o a la disciplina. Era modesto y sencillo, enemigo de la vanidad, la mentira y el engaño, inflexible contra el desorden y el vicio, valiente hasta la temeridad, y aunque de opiniones liberales adelantadas, era a la vez práctico y conocedor de lo verdadero, y sabía llevar a la realidad sus esperanzas, porque a la vez era hombre de grandes conceptos y de grandes acciones. Conociendo sus deberes, nunca vaciló en acometer a los enemigos de la justicia y de la virtud; pero siempre lo hizo leal y descubiertamente, asumiendo la plena responsabilidad de sus hechos. Dice doña Aurelia Castillo de González, que lo conoció personalmente, en su obra “Ignacio Agramonte en la Vida Privada”: “Estaba exento de vicios y lleno de virtudes; y ni la sombra de una mancha permitió que pasase sobre el limpísimo cristal de su honor”.

Aunque sabía sus méritos, jamás hacía alarde de ellos, era delicado y respetuoso con todos los que lo trataban, sin distinción de personas, por lo cual hallaba amigos dondequiera que iba, y aun sus propios enemigos reconocieron siempre su hidalguía.

Jamás se dejó llevar por sus pasiones, porque tenía dominio absoluto de sí mismo. No se quejaba de los dolores del cuerpo ni de los del alma. Jamás vaciló en sus determinaciones, y su espíritu de sacrificio lo llevó al extremo de perder, primero su riqueza, después su tranquilidad y felicidad conyugal, y por último su propia vida, todo en beneficio de la revolución cubana.



Decía Antonio Zambrana: “La moral de Ignacio Agramonte era inalterable: para ella no había ni tentaciones ni distingos. Nos prometimos mi mujer y yo fidelidad mutua cuando nos casamos, decía en cierta ocasión a un mozo que motejaba su castidad incorruptible, no me creo menos ligado que ella por ese compromiso: cuando contraigo alguno es siempre para cumplirlo rigurosamente”.

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