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jueves, 24 de marzo de 2016

IDOLATRIA

Mario J. Viera

Cuando hablo de idolatría no es para referirme a la adoración que en las culturas primitivas se dispensaba hacia ídolos a los que se atribuía poderes mágicos, maravillosos y divinos; quiero hablar de otro tipo de idolatría, de esa adoración que en las sociedades modernas mentes supuestamente definidas como propias de la edad post moderna se manifiestan en cambio con elementos primitivos. La mente de las masas presente en individuos que han dejado de pensar coherentemente para pensar como muchedumbre.

Personas absolutamente disímiles en materia de inteligencia ─ que como definiera Gustave Le Bon ─ poseen instintos, pasiones y sentimientos que son muy similares. En cuestiones de todo lo que pertenece a la esfera del sentimiento – religión, política, moralidad, afectos y antipatías, etc. – los hombres más eminentes raramente sobrepasan el nivel del más ordinario de los individuos. Desde el punto de vista intelectual puede existir un abismo entre el gran matemático y su zapatero; pero desde el punto de vista del carácter la diferencia es frecuentemente escasa o inexistente”.

Son mentes que se dejan secuestrar por aquellos dotados de un especial carisma que les hacen actuar, aun individualmente, como masa que les rinde culto y pleitesía. “En la masa es la estupidez y no la perspicacia lo que se acumula”, afirma Le Bon.

Los medios resaltan figuras destacadas, goleadores de un equipo de futbol, actores de televisión o de cine, cantantes de rock o de baladas y los convierten en ídolos adorados por sus fans, contracción eufemística de “fanático”, que como tales se alegran con los éxitos de sus ídolos, lloran cuando ellos sufren y les creen a salvo de cualquier maldad o error. ¡A qué no estarán dispuestos para expresar su amor por sus ídolos mediáticos!

Ídolos de oropel que gozando de la fama se creen con derecho a cualquier “excentricidad”, porque siempre recibirán el aplauso de sus amados fans. No importa si son malacrianzas de un Justin Bieber o de un Cristiano Ronaldo, todo se les perdona y justifica. Son ídolos y a los ídolos se les adora, no se les critica. Sin embargo, el influjo de estos ídolos no es dañino socialmente, salvo alguna ridiculez que alguien cometa en imitación de su tótem favorito.

Hay otros ídolos que influyen socialmente y, generalmente, su influjo es nocivo: los líderes carismáticos, los conductores de multitudes. Ídolos ante los cuales las multitudes, la masa, someten sus voluntades porque les ven tan llenos de perfecciones que, como señala María Blanca Deusdad Ayala, los acercan a lo divino y por tanto los convierten en excelsos. Líderes que poseen la capacidad de persuadir a las muchedumbres por el uso de la hábil oratoria. Rayos del cielo como los calificaría Thomas Carlyle, el “héroe”, el “Gran Hombre”, a quienes “los demás hombres le esperan como si fuesen combustibles, para poder arder también ellos”.

Aquellos atrapados en el encanto y la gracia del líder carismático son los “dominados carismáticos”, tal como los definiera Max Weber, carentes del candor de simples seguidores entusiastas que identifica a quienes adoran a los ídolos de oropel. Lo dominantes carismáticos son imagen del ideal de belleza, poder y energía del héroe tal como se presenta en la psiquis de gran parte del populacho como una especie de culto fálico. El líder visto como el salvador, como el portador de ansias, de la siempre frustrada realización del individuo reducido a simple pieza dentro del gran grupo de la mediocridad. Él es la representación de Prometeo que conquista el fuego para los mortales; es la idealización del hermoso Apolo que anuncia las buenas nuevas, o del invencible Aquiles que lleva las huestes aqueas hacia la victoria. Sus palabras prenden fuego, galvanizan, convencen.

Hitler se levanta sobre toda Alemania, es el supremo ideal teutónico y todos se rinden ante sus discursos. No se le puede contradecir; él encarna el ideal de supremacía alemana; el que levanta a la Nación de la postración a que ha sido sumida por el humillante Tratado de Versalles. Todos se rinden a su voluntad, es el caudillo, el Führer, “Salve Hitler” (Heil Hitler) proclamarán las masas. Él es el Salvador, el Mesías de nuevo tipo. El ídolo de hierro adorado hasta ser fundido por la derrota ante las fuerzas aliadas… ¡Hitler Kaput!

José Antonio Primo de Rivera, el ídolo frustrado. Elegante, lleno de energía; su oratoria es encendida, aunque culta y elegante. Esperanza de España; es la fuerza y el renacer de la España timorata y clerical. Ídolo de bronce que no puede brillar con el poder. La cárcel y luego su ajusticiamiento apagaron su ardor.

Y Castro, Fidel Castro, enamora a las masas con su retórica cargada de sólidas afirmaciones. Es hábil para enarbolar consignas nacionalistas, frases de incuestionable sabor populista y demagógicas, que conquistan a las multitudes, que arrastran tras de sí la veneración llevada hasta la apoteosis que se convierte en idolatría. El 21 de enero de 1959 desde el balcón norte del Palacio Presidencial, exhorta al populacho a convertirse en cómplice de los juicios sumarísimos y de las ejecuciones ante el paredón de fusilamiento: “Los que están de acuerdo con la justicia que se está aplicando, los que están de acuerdo con que los esbirros sean fusilados, que levanten la mano”. La multitud estalla en aclamaciones. La masa enfebrecida ha dado su sanción, la sangre de los fusilados, fueran inocentes o fueran culpables, la salpicaría. Pronto se escucharía el reclamo del pueblo convertido en masa pidiendo a gritos: “¡Paredón!”, “¡Paredón!” y se oirá la aclamación del caudillo, al grito de “¡Fidel, Fidel, Fidel!” que, para un periodista de una agencia extranjera, aquel acompasado clamor le hacía recordar el saludo “¡Sieg Heil!” de los nazis alabando a Adolfo Hitler. Luego vendría la completa sumisión: “Fidel, Fidel, dinos que otra cosa tenemos que hacer”, cantaban las brigadas de alfabetizadores, se cantaría a coro: “Fidel, Fidel, que tiene Fidel que los americanos no pueden con él” y se terminaría diciendo, con la misma solemnidad de un soldado prusiano: “Comandante en Jefe ¡Ordene!” Y como diría Ernesto Guevara en su libelo “El Socialismo y el Hombre en Cuba”: “la masa realiza con entusiasmo y disciplina sin iguales las tareas que el gobierno fija”.

El pueblo como masa se le ha sometido y él se yergue soberbio sobre su propio pedestal cual tronante Zeus, poseedor de todos los rayos con los que fulmina a sus oponentes. Es el ídolo de madera que con los años se resquebraja en la penitencia de una oscura senilidad.

Otros ídolos existen adorados por masas entusiastas; son los ídolos de barro. Esos, los que apenas se elevan por encima de la mediocridad. Políticos jóvenes, no carentes de belleza personal, hábiles en el empleo correcto de la retórica, plenos de ansias de poder, demagogos que no se percatan de serlos. Son adorados, tienen sus particulares fans que les siguen con admirable fidelidad. A sus adeptos les importa poco si estos ídolos de barro son rechazados por la mayoría pensante, si pierden una elección… Siempre les adularán y les darán las gracias por haberles guiado, aunque solo fuera en una pequeña parte del camino.

Son admirables: familia perfecta, religiosidad perfecta, conversación perfecta… ¿Cómo es posible que no todos les sigan? Pero, ¿acaso no dice la Biblia que la idolatría es sino el mayor pecado, al menos uno de los más graves? Sin embargo, sus adoradores se declaran devotos cristianos, que oran en la mañana y oran antes de ir a la cama. Precisamente por eso adoran a sus ídolos de barro, porque esos, sus ídolos, son cristianísimos o, al menos así lo parecen.

Todo político busca ganarse la simpatía de los electores y luego agradecen que esos electores le otorguen sus votos. Esto es lo natural; pero ¿darle gracias a un político, solo porque nos cayó en gracia? Esto es innatural y un descuido enorme de la civilidad. Los pueblos no tienen que darles gracias a los políticos electos, ellos son mandatarios, y como tales tienen que cumplir el mandato que les dan los electores. ¿Por qué agradecer a un político y aún a su familia? “Gracias, Fidel”, le rendían las turbas al dictador cubano; “¡Salve!” saludaba el populacho a Adolfo Hitler. Castro se creyó que siempre tenían que agradecerle, que tenían que seguirles fielmente; Hitler estaba convencido de que era el salvador y creyó que toda Alemania tenía que serle fiel.

¿Darle gracias a un mandatario porque construyó un puente, una carretera, un acueducto? ¿Por qué? Eso, supuestamente, ¿no es su obligación, el cumplimiento del mandato que le diera el pueblo?

Los que rinden culto a ídolos son estúpidos y necios. ¡Las cosas a las que rinden culto están hechas de madera! Traen láminas de plata desde Tarsis y oro desde Ufa y les entregan esos materiales a hábiles artesanos que hacen sus ídolos (Jeremías 10: 8,9)
Así ha dicho Jehová: Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová (Jeremías Cap. 17: 5)

Por tanto, amados míos, huid de la idolatría (1 Corintios 10:14)

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