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domingo, 1 de junio de 2014

La tentación fascista


Vicente Echerri. EL NUEVO HERALD

Los comunistas y sus compañeros de viaje suelen colgarle el sambenito de “fascista” a cualquiera que discrepe de ellos. Dada la hoja negra del fascismo en todas sus vertientes, incluidos el nacionalsocialismo y el falangismo, eso de fascista puede ser un adjetivo enmudecedor: un socorrido recurso de los rojos para silenciar a sus enemigos, o al menos intentarlo. Creo, sin embargo, que la mayoría de los que recurren a este apelativo para atacar a los demás no sabe bien en qué consiste el fascismo ni cuán cerca puede estar de él, pues comunismo y fascismo son dos monstruos gemelos que pusieron en práctica sus métodos de horror en el Estado totalitario. Sin entrar en minuciosas definiciones, el fascismo es, en esencia, la doctrina del partido único en alianza con el gran capital, y su única diferencia con el comunismo es que, gracias precisamente a esta alianza, puede ser económicamente exitoso, lo cual lo hace mucho más temible, al tiempo que más refinadamente represivo.
Digamos, por ejemplo, que China, la denostada China Roja de nuestra infancia, donde Mao Zedong ensayó sus pavorosos métodos de ingeniería social, era ─ mientras fue fiel al modelo comunista ─ un Estado ineficaz y, en consecuencia, de escasa peligrosidad en el ámbito internacional. Desde que le abrió las puertas al capitalismo, al tiempo de conservar su estructura política monopartidista, se convirtió en un régimen fascista, económicamente pujante y, en consecuencia, más rapaz. En Vietnam ha pasado algo semejante, si bien a menor escala. De puertas adentro, los regímenes de China y Vietnam, aunque hayan liberalizado la gestión económica, siguen siendo políticamente totalitarios. El flujo de capital que hace crecer el producto interno bruto, que aumenta el empleo y el poder adquisitivo, sirve también para lubricar o edulcorar la represión: las cadenas que sujetan a chinos y vietnamitas ya no chirrían, están aceitadas con dinero, en muchos casos de empresas occidentales.
Los empresarios, norteamericanos y cubanos, que andan gestionando la atenuación de las restricciones que impone el embargo de Estados Unidos a Cuba, arguyen que el aperturismo económico hacia ese país propiciaría los cambios políticos, liberaría la fuerza laboral sometida a los dictados del Estado al favorecer, de rebote, la capacidad de la pequeña empresa.
Creo que incluso en el escenario más halagüeño para los inversionistas de afuera ─ que en lugar de joint ventures permitieran la creación de empresas con capital enteramente foráneo ─, mientras subsista la estructura política totalitaria, el único resultado real de la sociedad cubana sería el tránsito del comunismo al fascismo, aunque ese cambio produjera un mayor índice de prosperidad para todos sus miembros. No puedo resignarme a un futuro fascista para mi patria, aunque conlleve ─ cosa posible ─ la solución de los problemas de vivienda y transporte, el fin de la crisis de abastecimiento, la normalización de las comunicaciones y la posibilidad de medro y lucro sin cortapisas. Creo que somos muchos los cubanos que no nos conformamos con ese acomodo.
La libertad política ─ que en nada se expresa mejor que en la organización y funcionamiento de partidos que aspiran a la conducción del Estado ─ no es un bien negociable ni secundario, sino prioritario y fundamental. La categoría de ciudadano no se adquiere por ser rico o pobre, por tener o no tener empleo, por saber leer o ser analfabeto, entre otras cosas. La primera condición que nos hace miembros de una sociedad democrática ─ donde sólo la plena ciudadanía se hace posible ─ es la libertad de expresión y de organización políticas. Si uno no puede crear o integrar una estructura partidaria que aspire a ser gobierno en su país, uno no es libre.
Unos cuantos capitalistas codiciosos, que ven grandes posibilidades para sus inversiones en Cuba, no parecen tener escrúpulos en convertir ese país en un Estado fascista. Tranquilizan sus conciencias y la conciencia pública diciendo que los cambios políticos hacia la democracia vendrán después, como sucedáneos a una apertura económica. No hay nada en la historia contemporánea que justifique esa expectativa.
En los antiguos países comunistas de Europa Oriental ─ que se tornaron auténticas democracias – los cambios políticos les abrieron el camino a los cambios económicos; en tanto en China y en Vietnam, los cambios económicos no han propiciado los cambios políticos. El ejemplo no puede ser más obvio.



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