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jueves, 27 de febrero de 2014

Putinismo y castrochavismo, a la deriva


Rosa Townsend. EL NUEVO HERALD

Se están jugando las fronteras de dominio geopolítico e ideológico en Europa y Latinoamérica. Nada más y nada menos.
Esa es la razón del ensañamiento oficialista contra los insurrectos de Ucrania y Venezuela. Lo que los regímenes-títere del putinismo y el castrochavismo no sabían era que cuando la rabia es más grande que el miedo no hay nada que detenga a los pueblos.
Ahora que lo saben probablemente se avecine lo peor. Caos y más sangre, dieta clásica de los vampiros políticos, da igual que hablen español, ruso o ucraniano.
Los paralelismos entre las dos tragedias van más allá de la coincidencia en el tiempo y los brutales métodos de represión. Ambas son el escaparate de ideologías en bancarrota; dictaduras gansteriles disfrazadas de democracia; dos puntos neurálgicos en el mapamundi energético; sus sociedades están enfrentadas; económicamente empobrecidas; perdieron el título de naciones soberanas por obedecer a poderes externos, a sus amos en Moscú y La Habana. Y por último, ambas navegan a la deriva con alto riesgo de conflicto civil, salvo que lo remedie un arbitraje.
En el caso de Ucrania existe además gran peligro de desintegración, una parte pro-Unión Europea y otra pro-Rusia. El separatismo no es nuevo, ha estado latente en los ánimos del pueblo desde la independencia de la URSS en 1991. Y fue el detonador tanto de la “revolución naranja” en 2004 como de la actual revolución (todavía sin nombre). Pero una división del país en estos momentos sembraría de odio el corazón del Viejo Continente, justo al cumplirse 100 años de la Primera Guerra Mundial.
La mera posibilidad provoca escalofríos en las capitales europeas y en Washington, que no han perdido tiempo en actuar. Sus presiones han contribuido a acelerar el proceso de cambio, con la destitución hasta el momento de Yanukovich, la formación de un gobierno provisional y la convocatoria de elecciones.
Pero Putin no está contento. Si Ucrania se le escapa de las manos, sus ínfulas imperiales se desvanecen. Y ayer demostró que no lo va a permitir, exhibiendo su matonismo con el despliegue de tropas en estado de alerta cerca de Ucrania. Y es que la ex-república soviética tiene la buena o mala suerte de estar ubicada en el cruce de la Europa Occidental y Oriental. Y además la atraviesa el gaseoducto ruso que abastece al continente de energía.
Cualquiera que sea el desenlace impactará enormemente el balance de poder. La Unión Europea (UE) se juega su futuro como potencia estratégica; Putin su fama y el imperio; y los ucranianos la paz y prosperidad. De ahí el duelo entre la UE y Putín por ver quién ofrece más ayuda económica para ganarse la lealtad de Kiev.
A la mediación internacional se debe la gran diferencia entre el ritmo vertiginoso de cambios en Ucrania y el aparente estancamiento en Venezuela. Nadie ha presionado en serio al régimen de Maduro, que sin embargo cuenta con el silencio cómplice de Latinoamérica, el apoyo expreso de Cuba y la tibieza de Estados Unidos. A lo cual se suma la vergonzosa indiferencia de la OEA.
Está claro que el mundo ha dejado huérfanos a los manifestantes venezolanos. Luchan solos con las armas del valor y la dignidad. Las que nunca han fallado en el transcurso de la historia humana. En sus jóvenes manos tienen el freno para detener la expansión del Socialismo del Siglo XXI en el Hemisferio. Esa es la gran batalla ideológica que se está dirimiendo en las calles de Caracas.
Predecir el fin de este proceso sería una osadía. Pero hay elementos suficientes para vaticinar que tanto en Venezuela como en Ucrania se ha marcado un hito. Y que hay tres aspectos innegables:
Primero, que ambas insurrecciones representan el golpe más mortífero al putinismo y al castrochavismo. Segundo, que en la era que vivimos son los pueblos quienes toman las riendas de sus destinos. Y tercero, que no hay vuelta atrás: éstas no son unas protestas cualquiera, son el antes y el después, el rostro vivo del cambio.


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