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miércoles, 4 de septiembre de 2013

Batista, un sargento vanidoso


Luis Cino Alvarez. CUBANET
 

Este 4 de septiembre  se cumple el aniversario número 80 de la asonada militar de 1933,  de la cual emergió Fulgencio Batista.

Nació con el siglo, en Veguitas, Banes. Su madre, Carmela, lo nombró Rubén y le puso su apellido, Zaldívar, porque su padre, Belisario Batista, a la hora de inscribirlo,  no quiso darle su apellido.  En las actas del juzgado de Banes siguió siendo legalmente Rubén Zaldívar hasta que en 1939, al ser nominado como candidato presidencial, se descubrió que la inscripción de nacimiento de Fulgencio Batista no existía. Conseguirla le costó postergar la presentación de su candidatura y quince mil pesos para pagar al juez.

A Batista le gustaba que lo  llamaran El Indio.  A los que una vez le dijeron que parecía negro, Orestes Ferrara, socarrón, contestó: “No, Batista parece blanco”.

Luego de haber sido cortador de caña en Banes, retranquero de ferrocarril en Camaguey y recadero de los guardias del Tercio Táctico de Holguín, en 1921, Batista ingresó  como soldado del Cuarto Batallón de Infantería, en  Columbia.

El presidente Alfredo Zayas, que solía verlo leyendo mientras custodiaba su casa de campo, lo apodó El Filomático.

En 1933, a la caída de la dictadura de Machado, era sargento taquígrafo, vivía muy modestamente en la esquina de Toyo, estaba casado con Elisa Godínez y presumía, con porte militar, de mulato lindo entre las féminas. Los domingos, tomaba cerveza y jugaba dominó con los vecinos.

De los cuatro sargentos que lideraron la asonada del 4 de septiembre, Batista era el único que tenía carro. Los sargentos Pablo Rodríguez, José Eleuterio Pedraza y Miguel López Migoya lo unieron a su grupo por el carro, que  les permitía desplazarse rápido, y porque era un taquígrafo veloz.

La principal demanda de los conjurados era que les subieran el salario de 19 a 24 pesos.

Sergio Carbó, sin consultar con sus colegas pentarcas, nombró a Batista, el 8 de septiembre de 1933, coronel y jefe del Estado Mayor. Con polainas altas y capote a lo Napoleón, su 18 Brumario le llegó con los combates del Hotel Nacional y el castillo de Atarés.

Formó parte de una azarosa ecuación con Ramón Grau y Antonio  Guiteras hasta que derrocó el gobierno provisional.

Autoritario y populista,  lo apodaron El Hombre. Desde Columbia, instauró el reino de las ejecuciones extrajudiciales, la fusta y el palmacristi. Fue sólo un pálido anticipo de lo que vendría después del 10 de marzo de 1952.

A Batista le halagaba que sus corifeos lo llamaran “un hombre providencial”. En realidad, siempre fue un audaz arribista que medraba en el caos. Otro producto indeseable de las convulsiones de 1933, pudo ser otro caudillo más, pero sin proponérselo, abonó el terreno para el totalitarismo castrista.

Batista abrió y cerró el paréntesis de relativa estabilidad política y ascenso democrático que hubo en Cuba entre 1940 y 1952.  Lo abrió con la convocatoria a una asamblea constituyente que redactó una de las mejores constituciones de su época;  coqueteando con la izquierda, ganó  las elecciones presidenciales al frente de una coalición de partidos que incluía a los comunistas. Y lo cerró abruptamente la madrugada del 10 de marzo de 1952, cuando penetró por una de las postas del campamento de Columbia para encabezar un golpe militar contra el gobierno de Carlos Prío.

La coartada de Batista para la  fractura del orden constitucional fue acabar con el pandillerismo, el robo del tesoro público y la demagogia sindical

Prío había cometido el error de permitirle al general regresar a Cuba desde su exilio dorado en Daytona Beach para aspirar de nuevo a la presidencia.

A pesar del descenso de la popularidad de los auténticos y el debilitamiento de los ortodoxos tras el suicidio de Eduardo Chibás, las posibilidades de Batista para los comicios eran casi nulas. Sólo le quedaba recurrir a la vía más expedita para llegar al poder: el cuartelazo.

Los azares de nuestra historia republicana, desde los tiempos de las guerritas entre liberales y conservadores hasta el radicalismo revolucionario de los años 30, habían patentado el axioma de que la fuerza, aunque sea a punta de pistola, confiere legitimidad. Y Batista conocía bien el método.

Fue lo suficientemente tozudo como para malograr el Diálogo Cívico con la oposición. Prefirió dejar el camino abierto a los partidarios de la violencia.

La represión, la ofensiva contra la Sierra Maestra, un ebbo de babalaos en Guanabacoa, los trabajos del Taita Hermenegildo y la farsa electoral, no lograron evitar el triunfo de los rebeldes.

La última noche de 1958,  cuando los rebeldes ya estaban en Santa Clara, el  general-presidente  alzó su copa para desear “salud, salud” en el nuevo año y se largó a Santo Domingo con su familia y algunos de sus más cercanos colaboradores.

Fidel Castro traía la partida de defunción de la democracia cubana. Seis años antes, el 10 de marzo de 1952,  Batista la había firmado por anticipado con sus siglas: FBZ.

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