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lunes, 22 de julio de 2013

Reflexión para patriotas


Alonso Moleiro. TALCUALDIGITAL

El chavismo, el falangismo, el castrismo y el leninismo tienen para esta realidad respuestas muy elementales. Dividir a la humanidad en parcelas; suponer que esa sola circunstancia las hace únicas y mejores que las otras
Por mucho que pretenda hacerse pasar por virtuoso, el nacionalismo es una de las enfermedades más extendidas en los colectivos humanos en estos tiempos. Las tragedias más sobresalientes del siglo XX se alimentaron del delirio supremacista, el culto demente hacia el ancestralismo y la obsesión paranoide hacia la diferencia. La última de ellas, bordada al costado de Europa Occidental, en las orillas del Adriático, la tenemos a la vista: la Yugoslavia de Slobodan Milosevic.

Algunas plumas anotadas en la causa incondicional del gobierno hacen en estos días toda suerte de malabarismos retóricos para presentar al fascismo como una suerte de prolongación de los intereses de los capitales financieros.

Afirmaciones de una flacidez por demás notoria, que técnicamente se rebaten solas: desde la Alemania Nazi hasta el fundamentalismo Hutu, las degollinas más extendidas de todos los tiempos han estado atadas al costumbrismo totalitario: partido único, modales marciales, grima a la modernidad, propaganda de guerra, satanización del adversario, degradación del debate público, montoneras en las calles. Los capitales financieros tendrán sus culpas, pero esa no es una de ellas.

Por supuesto que la afiliación voluntaria a una nación no coloca a nadie, de forma automática, en los peligrosos dominios del nacionalismo doctrinario.

Sin ser nacionalista, en lo particular puedo afirmar que soy un resuelto defensor de un criterio que encuentro mucho más consistente: el de la identidad cultural. Los países no son inventos de nadie: son realidades palpables con entornos, anclajes emocionales y efectos jurídicos concretos.

El nacionalismo latinoamericano encuentra sus orígenes en el otro extremo del pensamiento: la izquierda y la extrema izquierda. El tutelaje cultural y los sucesivos escamoteos militares llevados adelante por los Estados Unidos en esta parte del mundo hicieron posible que se asentara de forma por demás genuina y legítima en muchos intelectuales, pensadores y activistas latinoamericanos de mediados del siglo XX.

La afirmación nacional era, a diferencia de otras ocasiones, una palanca para afirmar los derechos de la ciudadanía. Bolívar y sus huestes; los palestinos, los partisanos de Tito, Garibaldi, los combatientes armenios: en los tiempos del florecimiento republicano, nacionalistas han sido aquellos que no tienen nación en la cual asentar sus vidas.

Un complejo entramado de desarrollos diversos ha tenido lugar en América Latina y el mundo a partir de entonces. Las formas de propiedad, la pertenencia cultural, el lenguaje, la ciudadanía: todos son elementos sometidos a una lenta pero intensa metamorfosis producto de la expansión tecnológica, el poder de los buscadores en Internet y el carácter fractal de las redes sociales.

La globalización no es, como piensan las variantes monocordes del chavismo, un antojo trasnacional, o una circunstancia impuesta, sino un estado de la historia, a estas alturas de carácter irreversible. La cosmópolis es una de sus consecuencias culturales directas.

No es una casualidad que las constituciones más avanzadas del mundo, incluyendo la nuestra, consagren el derecho de las personas a tener dos nacionalidades. Anthony Giddens, el autor inglés de "La Tercera Vía" y "Más allá de la izquierda y la derecha", lo definió con enorme precisión: son estos los tiempos de la "fidelidad múltiple".

Mutaciones e intercambios que también tienen su correlato en el lado izquierdo del consumo cultural: Manu Chao, por ejemplo, uno de los intérpretes más brillantes de este tiempo, es un músico de carácter nómada, de padres españoles, nacido en Francia, amante de los dominios árabes y latinoamericanos, con éxitos grabados en portugués, francés, italiano y español. El artista global por excelencia. La misma afirmación vale para Le Monde Diplomatique y el inefable Ignacio Ramonet.

El modelo mixto desarrollado por Brasil también puede servirnos de ejemplo. Los brasileros no han perdido tiempo culpando a los demás de sus problemas. Tienen una influencia geopolítica que toca, incluso, a sus conquistadores, los portugueses, y a las naciones africanas que comparten su lengua, y un desarrollo tecnológico que no deja de sorprender.

Así como la Unión Europea y los Estados Unidos se ríen de las enternecedoras bravatas antioccidentales de Cuba o Nicaragua, respetan con entera sinceridad las disposiciones del gigante sudamericano. La realidad brasilera es hija de un modelo democrático liberal que respeta y promueve la independencia de criterios.

Un entorno cultural flexible, complementario y múltiple, que tiene a algunas de sus universidades en la vanguardia de la subregión. La independencia que tanto alude el chavismo no la vamos a alcanzar colocando discos de Xulio Formoso: la obtendremos desarrollándonos como lo ha hecho Brasil Son circunstancias multidimensionales, de carácter concurrente y de una enorme complejidad.

El chavismo, el falangismo, el castrismo y el leninismo tienen para esta realidad respuestas muy elementales. Dividir a la humanidad en parcelas; suponer que esa sola circunstancia las hace únicas y mejores que las otras; hacer ascos de la diferencia y el mestizaje cultural.

Mirar el futuro con la nuca. Tener una visión policial de la política. Llorar con el himno, cuadrársele a una bandera, desbordarse en cánticos cursilones de carácter rural.

Son parte de los vicios más genuinos de la extrema derecha y la extrema izquierda. Ese es nuestro verdadero dilema: apertura o aislamiento. Uno de los aspectos más interesantes de la plataforma programática de la MUD descansaba en esa cláusula: "Venezuela, país abierto al mundo". El eje del racionalismo democrático.

Pío Baroja lo dijo una vez: "el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando". No hay insulto que me de más risa que ese de "apátrida".

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