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martes, 25 de diciembre de 2012

Hablando claro


Daniel Morcate.
Un fanático llamado Wayne LaPierre

Ante la terrible matanza de Sandy Hook, dejemos las cosas claras. Los apologistas de las armas, por muy respetables que parezcan, por mucho que se amparen en la Segunda Enmienda y otros falaces parapetos verbales, son cómplices de ésa y otras escabechinas nacionales. Cómplices indirectos, pero cómplices al fin. Con su obstinada oposición al control de armas, sus aportes monetarios a cabildos que intimidan a políticos, sus adquisiciones delirantes de armas que ponen al alcance de asesinos ─ cuando no los convierten a ellos mismos en homicidas ─ los apologistas apretaron el gatillo junto a Adam Lanza, el joven enajenado cuyo nombre hoy muchos rehusan pronunciar quizás porque les suena demasiado a ellos mismos. No en balde el perturbado de marras, como los matones que le precedieron, compartía con los apologistas el culto embrutecedor a las armas.

Y ya que estamos hablando claro, quitémosles de una vez a los apologistas la patética excusa de la Segunda Enmienda. Ella solo ha "garantizado" el derecho individual a poseer armas desde el 2008, cuando en Distrito de Columbia Vs. Heller una Corte Suprema conservadora anuló la ley de control de armas de Washington D.C. Antes de eso, y desde que se adoptó en 1791, solo garantizaba el derecho de un estado a mantener una milicia. Eso es todo. Ni siquiera lo invocaba la hoy infame Asociación Nacional del Rifle hasta fines de los 70, cuando comenzó a pervertirla un fanático llamado Wayne LaPierre. La desfachatez con que LaPierre y sus secuaces manipularon esa excusa provocó en 1991 una protesta del republicano que entonces presidía el Supremo, Warren Burger. "La idea de que la Segunda Enmienda protege el derecho de un individuo a portar armas", dijo Burger, "es uno de los mayores fraudes perpetrados contra el pueblo norteamericano por parte de grupos de intereses especiales que he visto en mi vida".

En el culto a las armas en el Estados Unidos contemporáneo, el de las matanzas puntuales de inocentes, el país en el que ya no podemos enviar a nuestros hijos a la escuela o al cine sin el temor de que los maten a balazos, una falacia conduce a otra. Ahora algunos afirman que ya es demasiado tarde. Que 45 % de los hogares se han armado ya con 300 millones de armas. Y que aun después de la masacre en Aurora, Colorado, 49 % de los norteamericanos opinaba que es más importante proteger el derecho a las armas que controlar su compraventa, mientras que apenas 45 % opinaba lo contrario.

La verdad es que habrá que intentarlo mientras quede un solo norteamericano dispuesto a frenar el culto enloquecido a las armas, responsable de más de 30 mil muertes anuales. Es una cuestión de legítima defensa. Y el intento debe comenzar con pasos calibrados. En lugar de reiterar sus "más sentidas condolencias" tras cada matanza, con palabras que ya suenan falsas aunque no siempre lo sean, el Presidente Obama y los congresistas deberían renovar la prohibición a la venta de armas de asalto que expiró en el 2004 y extenderla a las devastadoras semiautomáticas como las utilizadas en recientes masacres. Mediante otra ley federal se pueden exigir inspecciones personales a todos los compradores. En la actualidad solo se inspecciona a seis de cada 10. A esas inspecciones se debería agregar una indagación minuciosa sobre la salud mental de cada comprador. Y se deberían prohibir las ventas de armas a personas que sirven de intermediarias a quienes no califican para comprarlas.

El sangriento ritual de las armas es un problema complejo que requiere soluciones múltiples. Algunas pueden ser tan sencillas como el realizar periódicas compras oficiales de armas para disminuir significativamente su cantidad y prevenir que las usen jóvenes hispanos y afroamericanos que, masacres aparte, son los que más mueren y matan con ellas. Otras soluciones requieren mejorar el sistema de salud mental para neutralizar a homicidas potenciales. Algunas presuponen un cambio de actitud hacia las armas mediante la educación. Adam Lanza difícilmente hubiera degenerado en monstruo sin una madre que lo crió en el culto delirante a las armas. Ambos son hoy una espantosa metáfora de a podredumbre que encierra ese culto irracional. Un culto ante el cual, quienes creemos que el derecho a la vida de nuestros hijos es más fuerte que el supuesto derecho a portar armas, ya no debemos reprimir el clamor de basta ya.
 

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