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sábado, 22 de septiembre de 2012

Lo que importa es el mensaje


Roberto Casín. EL NUEVO HERALD

Qué les parece si falseamos la realidad y con todos los exabruptos y salvajadas que estamos presenciando en buena parte del mundo islámico nos imaginamos el panorama al revés. Digamos que a una turba de buenos y ejemplares católicos se les ocurre agolparse por centenares o miles a las puertas de la embajada libia, la iraní o la egipcia en cualesquiera de nuestras capitales, lo mismo en Washington que en Berlín. Y que se entreguen a la devota tarea de hacer papilla al embajador para vengar las ofensas proferidas contra Jesús por algún musulmán desconocido, pero de túnica blanca del cuello a los tobillos y barba gruesa como estropajo.

Cuesta poderse imaginar, verdad, a un monje budista cortando con un cuchillo en dos la cervical de un correligionario renegado, que decidió abandonar el templo en una cumbre del Tíbet porque se cansó de hablar con las nubes y prefirió irse a disfrutar los placeres mundanos. O qué tal si una banda de desalmados hinduistas o de judíos iracundos con credenciales de patriotas osan rebanarle el cuello a un buen hijo del Islam con chilaba de salafista, sólo por creer en lo que cree, y filman el degüello para que quede constancia pública de su fervor, tal y como sucedió hace ya una década al colega del Wall Street Journal Daniel Pearl.

El asesinato fue reivindicado años después por Khalid Sheikh Mohammed, quien durante uno de los interrogatorios en la base de Guantánamo, que según dicen fueron malsanamente inhumanos, confesó haber descabezado de un tajo al periodista con su propia mano. Y Pearl no es el único. La furia de los obsesos de Alá no es un castigo reservado para extranjeros. Algo parecido acaba de sucederle a un apóstata tunecino, que primero dejó el Islam ─ error fatal ─ para convertirse al cristianismo ─ segunda equivocación ─, y luego rehusó arrepentirse. En el video de la decapitación, que terminó siendo retirado por YouTube debido a la brutalidad de las imágenes, se escuchaba la voz del verdugo cuando decía: “Alá derrotará a los infieles a manos de los musulmanes”, “No hay más Dios que Alá y Mahoma es su mensajero”.

Ya hablé del asunto en marzo del año pasado, recién iniciada la Primavera Árabe, cuando las arenas del Magreb ardían, al cabo de semanas de revueltas, levantamientos, carnicerías y combates fratricidas y aún no aparecía el genio de la lámpara. A pesar de todo el encantamiento que deslumbraba entonces a los estudiosos, dije que la ingenuidad, los dogmas y los excesos de entusiasmo no habían hecho nunca a los pueblos más felices, ni tampoco a los gobiernos más demócratas. Y hace apenas cinco meses reiteré que lo de menos era que los integristas se hubiesen subido a sus alfombras aventadas por el siroco, sino que lo demás es que puedan encadenar constituciones a los preceptos del derecho islámico, y que con sangre en las manos juren que de acuerdo con su religión aman la paz.

La cara que deben haber puesto muchos judíos y paganos hace sólo unos días cuando el primer ministro Netanyahu, que no se las da de ser un israelí timorato ni tampoco fanfarrón, advirtió que más pronto de lo que muchos se imaginan, a la vuelta de sólo seis o siete meses, los iraníes, otros que lo darían todo por ponernos el sudario, además de la principal de sus armas, el Corán, tendrán ahora la bomba atómica.

Por lo pronto da igual que vengan tocados con la kufiya palestina que con un gorro de oveja, porque no hay diferencias cuando arden de cólera en Libia, Sudán, Egipto, Yemen, Pakistán o Marruecos. Lo que importa no es el mensajero, en todo caso, el mensaje: los islamistas no han desaparecido, no son pocos, están en cualquier parte, son irrefrenables, intransigentes, intolerantes, y tienen como mayor propósito que el mundo sea reformado a su imagen y semejanza, exterminando a los “infieles”.

No importa lo que hagamos o dejemos de hacer. Videos más, caricaturas menos. Tampoco que en Washington se rinda culto a la adoración multicultural; en París, a la decencia etnográfica, y en el Vaticano se implore por la concordia entre las religiones. De poco valen los ruegos a la sensatez de los nobles espíritus, proclives a la bondad, la misericordia, el amor y el perdón. Los fundamentalistas no entienden de esas cosas. La violencia no educa. El fanatismo menos. Ahora díganme, aquí entre nosotros, si no es una guerra santa en lo que están empeñados los califas. ¿Hay algo que más se le parezca?

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