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sábado, 22 de septiembre de 2012

El pecado de subestimar


TAL CUAL DIGITAL

Cada cierto tiempo, haciendo un esfuerzo especial por hacerse pasar como seguro ante su victoria, el candidato de gobierno alerta a sus seguidores sobre la necesidad de no "embriagarse de triunfalismo".

No subestimar a sus contrincantes. El juego, suele decir, "no ha concluido". Sus enemigos, "la burguesía", ─ entendamos por tal cosa a toda la nación ─ "son poderosos, están financiados y tienen mucho dinero".

Es una cantaleta que nos hemos aprendimos de memoria ante la inevitable secuencia de comicios que han tenido lugar todos estos años, al cabo de los cuales, como amarga ironía, seguimos presenciando como se desencuaderna el país, la democracia y la convivencia civilizada en cada giro de manivela.

Obsesionado con las fechas y las efemérides, el presidente Chávez ha dado probadas muestras de ser un hombre de rituales. Aunque es un estratega con indudable talento, tiene una discursiva bastante inorgánica, cruzada de estereotipos, obsesiones emocionales e ideas fijas. Sus alocuciones son populares y efectivas, pero carentes de brillo: cargas emotivas para alimentar el desprecio a la diferencia.

Cada vez que Hugo Chávez hace estas salvedades en torno a la importancia de no subestimar a sus enemigos y no adelantar celebraciones, no me resisto a dejar de pensar que se trata de una especie de reverencia instintiva para quedar retratado ante los hados y la buena suerte.

Un rito supersticioso, pensado para hacerle carantoñas a lo desconocido: ese universo mágico religioso en el cual parece creer a pies juntillas. De esta forma, así como cada dos por tres se nos aparece en la televisión todo lo grosero y provocador que puede llegar a ser, en algunas ocasiones, "ligando para atrás", trueca su estampa con estos repentinos ataques de lo que él presume es una dosis necesaria de sensatez.  El juego no termina hasta el último out.

Lo cierto es que, por mucho que su líder se los advierta, el chavismo no hace otra cosa que subestimar a sus rivales. Es una circunstancia que alimentan permanentemente los medios de comunicación a su servicio, y, aunque no se de cuenta, el propio presidente-candidato.

El aparato informativo del alto gobierno es, en última instancia, el responsable del severo extravío en el cual se encuentra sumergida buena parte de su militancia en torno a la realidad política de este momento. En el ánimo del chavista promedio persiste una especie de retrato congelado del adversario que tienen.

La oposición política venezolana existe gracias a un gesto de largueza que ellos le brindan, y que se empeñan en no agradecer. Se trata de las clases medias y altas, atrincheradas en el este de Caracas; de los partidos de siempre. De los ricos, procónsules de capitales extranjeros, los dolientes de los gobiernos del pasado y algunas zonas aisladas del interior del país.

Si no fuera por la televisión, acá todo el mundo amara al presidente. Claro que pueden ir a elecciones. Lo que no pueden hacer es ganarlas.

La postura jaquetona y perdonavidas que estamos describiendo, fácilmente apreciable en el estamento opinático del oficialismo ─ blogueros, articulistas realengos y autores ─ puede terminar costándoles caro en términos electorales.

Es un síndrome onanista que se asemeja bastante al que aquejó a la oposición en los años 2003 y 2004. No comprender en esta hora que hay un universo que se extiende bastante más allá de los análisis demoscópicos de Jesse Chacón.

Que la conquista de la voluntad en las grandes ciudades que ha consolidado la Unidad Democrática, que no ha hecho sino crecer, es una realidad que, a estas alturas, difícilmente tenga regreso.

Agricultores y productores de Turén y del páramo andino; habitantes de la frontera; obreros petroleros de la Costa Oriental, empresarios pequeños y medianos del centro del país; trabajadores de polígono de Guayana; vecinos de Unare y San Félix: todos, en muy buena medida, forman parte de la nueva voluntad nacional que está por imponerse este 7 de octubre.

Las clases medias en Los Teques; los sectores populares de Cumaná; el estamento comercial de Punto Fijo; la determinante mayoría del estudiantado. Parroquias caraqueñas enteras, populosas y con tradición, como Santa Teresa, Altagracia, Caricuao y La Pastora.

Amplísimos sectores, hartos de los cortes de luz; de la escasez de cemento y cabillas; de la vialidad hecha una ruina; del fiasco de Agropatria; de la orgía asesina del hampa en las calles y el campo.

Es el ánimo que ya domina a la determinante mayoría de las primeras 15 ciudades del país: Caracas, Maracaibo; Valencia y Maracay; probablemente Maturín y Barquisimeto; pero además San Cristóbal, Barcelona, Puerto Ordaz, Porlamar, Puerto La Cruz y Ciudad Bolívar.

 No tiene sentido que el chavismo siga engañándose con enormidades y supercherías. Ni estamos en 1811 ni ellos son el ejército patriota. Las voluntades en Venezuela están bastante más equilibradas de lo que sugieren sus delirios fanáticos y su odio añejado.

La causa de la democracia y la restauración de la Constitución Nacional, el descontento ante la impericia y la corrupción, el proyecto de la reconciliación nacional encarnado en la Unidad Democrática, ha logrado colarse, incluso, en los bastiones rojos: en Catia, el 23 de Enero, Antímano, Paria y los estados llaneros: espacios estos en los cuales, aún no ganando, las distancias están destinadas a acortarse de forma dramática.

 Todo ello, en buena medida, gracias a la labor de su candidato, Henrique Capriles Radonski. Un líder que ya tiene un relato propio a cuestas, que puede vaciar a toda Upata y La Grita cuando anuncia sus mítines y que, también por casualidad, el alto gobierno quiso aplicarle ─ de forma infructuosa por demás ─ el bautismo de la descalificación

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