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lunes, 28 de noviembre de 2011

Con el agente metido en el cuerpo

Pablo Pascual Méndez Piña

LA HABANA, Cuba, noviembre (www.cubanet.org) – ¡Esto es decepcionante! –exclamó un vecino del barrio que se sentó a mi lado en un banco del parque de 15 y 16, en el Vedado. Al frente, una escultura de Wifredo Lam, a nuestras espaldas, la iglesia del Carmelo, sobre nuestras cabezas, las ramas de un árbol que nos cubría con su sombra.
-Raúl fracasará con todos sus lineamientos y sus m… ─ dijo ─. El mejor servicio que pueden prestarle a este país, es que él y Fidel se peguen un tiro cada uno.
Tras descargar su rabia; el anciano refunfuñó cuando un pájaro le cagó la camisa, mientras él depositaba sobre el asiento una jaba con boniatos.
El hombre se llama Ángel, tiene 77 años y perteneció a la juventud del Partido Socialista Popular. En el año 59 se enroló en el Ministerio del Interior. (MININT); Celia Sánchez le dio un apartamento; reconoce haber hecho loas a Fidel; fue uno de los que gritó paredón, participó de actos de repudio, fue a combatir a Angola; trabajó hasta su retiro, y en la ancianidad descubrió que el socialismo por el que luchó es una gran estafa. Pero en el barrio nadie confía en él, porque está estigmatizado  como  “come candela”, uno de los tantos a quienes los jóvenes achacan la culpa de haber ayudado a consolidar la dictadura de Fidel Castro.
Ángel cita cosas interesantes y vaticina: “Esto está al joderse”.  Cuenta que en el año 58 el estado de opinión sobre Batista era el mismo que hoy existe contra los hermanos Castro. Señala que la degradación moral no tiene límites, la corrupción es un fenómeno generalizado que ha perjudicado a la nación con daños irreversibles. El socialismo es una fábrica de delincuentes y en el capitalismo que él vivió, los policías tildados de criminales, respetaban al trabajador con callos en las manos. “Esos callos ─ afirma ─ eran nuestro carné de identidad”.
Pero casi todos rechazan las peroratas de Ángel, un hombre desacreditado por su historia. Unos hacen silencio cuando llega y otros se largan del grupo. Según la mayoría, es un chivato que no debe escuchar cómo la gente del barrio roba en sus centros de trabajo.
Ya anciano, Ángel logró sacarse el policía que tiene metido en el cuerpo, pero nadie le cree. Lo hizo cuando ya es un material inservible para la dictadura y una presencia incómoda para los que critican al régimen. Los vecinos le temen, gracias a esa toxina inoculada durante 50 años de totalitarismo que ha frenado los impulsos rebeldes del pueblo.
Mientras, Ángel descarga sus desilusiones con el castrismo que ayudó a fortalecer, y padece de un sentimiento de culpa que lo tiene al borde del suicidio. En el parque, un grupo de niños, sanos de mente y sin la virulencia de las ideologías, sonríe, retoza con libertad y ninguno se preocupa porque uno de sus compañeritos sea un agente de Seguridad del Estado. Ojalá estos niños se salven, ojalá no tengan tiempo de convertirse en otra generación de robots temerosos.

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