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jueves, 20 de octubre de 2011

"Sic semper tyrannis”



Mario J. Viera

“Uno de los hombres de Gadafi vino hacia nosotros con el rifle en alto y rindiéndose, pero en cuanto vio mi cara empezó a dispararme ─ así explicó Salem Bakeer, un testigo de los últimos minutos de vida de Muamar el Gadafi a la agencia Reuter ─ Luego creo que Gadafi ha debido de decirles que pararan. ‘Mi jefe está aquí, mi jefe está aquí', decía el soldado. ‘Muamar el Gadafi está aquí y está herido’. Entramos y sacamos a Gadafi. Él decía: ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Luego lo cogimos y lo metimos en el coche”.
Poco después se anunciaba la muerte del tirano libio. Probablemente asesinado por los milicianos que le habían capturado. No hubo piedad para él, moriría extrajudicialmente como había hecho morir a cientos de opositores. La sangre vertida reclama la sangre de los déspotas. “Así siempre a los tiranos”, parecía flotar esa frase en el viento del desierto.
Tal vez repugne el asesinato a sangre fría a las personas de limpio juicio, pero el odio respondiendo al odio es capaz de cualquier exceso.  William Hague, ministro de Exteriores británico declara que el Reino Unido desaprueba las muertes extrajudiciales. Quizá podamos coincidir con lo declarado por él: “Nos habría gustado verle ante la Justicia, ante un Tribunal internacional o libio”. Sí, tal vez hubiera sido mejor que la justicia internacional le hubiera condenado por crímenes de lesa humanidad y con ello sentar un importante precedente; pero como asegura Hague: “Sin embargo, no vamos a llorar su muerte. Miles de personas han perdido la vida en este conflicto y la muerte de Gadafi es una ocasión para que los libios pasen la página”.
Está demostrada la advertencia hecha por Jesús a sus partidarios en el Huerto de los Olivos: “Todos los que emplean la espada con la espada morirán”; así murió Gadafi, capturado en una alcantarilla donde se había refugiado herido.
Prepotente, como todos los tiranos que se creen a sí mismos como los salvadores supremos de sus pueblos, que se sienten imprescindibles, que se imaginan eternos, pronosticó para Libia un apocalipsis si las fuerzas de Occidente intervenían en la lid, zahirió a sus opositores como ratas carentes de apoyo popular; se creyó imbatible, invencible... Cuánto debió sufrir su narcisista vanidad al verse rodeado del enemigo, al ver sus rostros furiosos, al sentirse empujado, vapuleado por aquellos a quienes pensó en derrotar tan solo con un manotazo. ¿Cuáles fueron sus últimos pensamientos al ver el cañón del arma que le apuntaba amenazadora? ¿Habría comprendido que su hora final había llegado? ¿Sintió el pavor recorriendo su espinazo o aceptó con resignación su destino? Eso nunca se sabrá.
Ha muerto un tirano, ¿quién le llorará? ¡Sic semper tyrannis!

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